Eberhardt | Diarios de una  nómada apasionada | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 4, 224 Seiten

Reihe: Viajes Literarios

Eberhardt Diarios de una nómada apasionada


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17594-02-2
Verlag: La Línea Del Horizonte Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 4, 224 Seiten

Reihe: Viajes Literarios

ISBN: 978-84-17594-02-2
Verlag: La Línea Del Horizonte Ediciones
Format: EPUB
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Los años finales de su corta, ambigua, e intensa vida en el desierto argelino son la médula de estas páginas escritas entre 1900 y 1904, el año de su trágica muerte. Cuando Isabelle redacta estas notas no tenía in mente su publicación, por lo que constituyen un documento veraz y espontáneo sobre sus preocupaciones, pero también su personalidad. Apasionada, rebelde, tierna, Isabelle se funde con el desierto y la cultura árabe con una exaltación romántica que lo impregna todo. Vestida de hombre y bajo la identidad masculina de Mahmoud Essadi recorre el desierto, da cuenta de su pasión por la Causa Árabe, se inicia en la espiritualidad sufí y ama locamente a Slimane Ehnni, el soldado argelino con quien se casó en 1901. Su propia vida fue su mejor novela. Una vida que ha inspirado un par de películas, documentales, novelas y una ópera. Hasta el propio John Berger coescribió un guion sobre su fascinante historia.

ISABELLE EBERHARDT (Meyrin, Ginebra, 1904 - Aïn Sefra, Argelia, 1904). Viajera y escritora suiza de origen ruso, Isabelle vivió y murió trágicamente en el desierto argelino a la edad de 27 años. Hija ilegítima de Nathalie d´Eberhardt y de Alexandre Trophinowsky, sacerdote armenio amigo de Bakunin, recibió una educación nada convencional. Muy temprano tomó la costumbre de vestirse como un hombre para experimentar una vida libre y sin ataduras. En 1897 viaja con su madre a Argelia y ambas se convierten al Islam, pero su progenitora muere a los seis meses en Bône y allí quedó enterrada con el nombre de Fatma Mannoubia. Poco después Isabelle se traslada definitivamente al país y comienza una vida en la que se mezcla sus correrías a caballo por el desierto vestida de hombre, sus crónicas de guerra, artículos para medios franceses, y hasta labores de espía para el general Hubert Lyautey. Su encuentro con el suboficial Slimène Ehnni, con quien se casó en 1901, le proporcionó la poca estabilidad emocional que tuvo en vida. Además de su trabajo como cronista de prensa escribió numerosos relatos y novelas breves como Yasmina y otras narraciones (José J. De Olañeta, 2001) y País de arena (Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, 1989) todos ellos de una originalísima modernidad. Pero sus escritos más íntimos se encuentran en estos diarios donde refleja los pormenores de su vida que acaba con su temprana muerte cuando una riada anega su casa.

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Cagliari, 1 de enero de 1900 Estoy sola1 sentada frente a la inmensidad gris de un mar murmurante... Estoy sola... sola como lo he estado siempre en todo lugar, como lo estaré siempre por el Gran Universo cautivador e ilusorio... Sola, con todo un mundo tras de mí de esperanzas defraudadas, de ilusiones muertas y de recuerdos cada día más lejanos, tanto que se han hecho casi irreales. Estoy sola, y sueño... Y, a pesar de la profunda tristeza que invade mi corazón, mi ensueño no tiene nada de desolado ni de falto de esperanza. Después de estos últimos seis meses tan agitados, tan incoherentes, siento que mi corazón se templa como nunca y que de ahora en adelante será invencible, incapaz de doblegarse incluso en medio de las peores tormentas, humillaciones y duelos. Por la experiencia honda y sutil sobre la vida y sobre los corazones humanos que he adquirido —¡y al precio de qué sufrimientos, Dios mío!—, preveo con claridad el extraño hechizo triste que para mí tendrán los dos meses que he de pasar aquí, adonde casualmente he llegado a encallar, en gran parte debido a mi prodigiosa despreocupación de todo en el mundo, o al menos de todo lo que no sea el mundo de las ideas, de las sensaciones y de los sueños, que representa mi yo real y que está herméticamente cerrado a los ojos curiosos de los demás, sin excepción alguna. De cara a la galería, luzco la máscara supuesta del cínico, del perdido y del a mí qué me importa... Nadie hasta la fecha ha sabido traspasar esa máscara y descubrir mi verdadera alma, esta alma sensible y pura que vuela tan alto sobre las bajezas y los envilecimientos adonde me apetece, desdeñando los convencionalismos y, también, por una rara necesidad de sufrir, arrastrando con ella a mi ser físico... Sí, nadie ha sabido comprender que, en este pecho, al que parece que solo mueve la sensualidad, late un corazón generoso, antaño desbordante de amor y de ternura y ahora colmado de una infinita piedad hacia todo el que sufre injustamente, hacia todos los débiles y los oprimidos...; un corazón orgulloso e inflexible que se ha entregado entero por propia voluntad a una causa tan querida como es la causa islámica, por la que querría un día verter la sangre ardiente que hierve en mis venas. Nadie ha sabido comprender estas cosas y tratarme en consecuencia, ni, ay, nadie las comprenderá nunca. Seguiré siendo inquebrantablemente la borrachina, la depravada y la escandalosa que atiborra en verano su loca y perdida cabeza con la embriagante inmensidad del desierto, y en otoño con los olivares del Sahel tunecino. ¿Quién me devolverá las noches calladas, los perezosos paseos a caballo a través de las llanuras interminables del Oued Righ y las arenas blancas del Oued Souf? ¿Quién me devolverá la sensación a la vez triste y feliz que invadía mi corazón de total abandono en mis caóticos campamentos, entre mis amigos traídos por el azar, los spahis y los nómadas, que no sospechaban en mí una personalidad tan odiosa, y de la que reniego, con la que la suerte me ha vestido como a un adefesio para mi desgracia? ¿Quién me devolverá alguna vez las cabalgadas frenéticas por los montes y los valles del Sahel, cara al viento del otoño; cabalgadas embriagadoras que me hacían perder la noción de la realidad en una suprema borrachera? En estos momentos, como en todos los momentos de mi vida, solo tengo un deseo: investirme lo más rápido posible de una personalidad amable que, realmente, es la verdadera, y regresar allá, a África, rehacer otra vez aquella vida... Dormir, en medio del frescor y del silencio profundos, bajo la vertiginosa caída de las estrellas, con el cielo infinito por único techo y por única cama la tierra tibia..., relajarme con la dulce y triste sensación de mi absoluta soledad, y con la certeza de que, en ningún lugar de este mundo, ningún corazón late por el mío, de que en ningún extremo de la tierra ningún ser humano me llora ni me espera. Saber todo esto, ser libre y sin trabas, plantada en el centro de la vida, en ese gran desierto en el que sin embargo siempre seré una extraña y una intrusa... Esta es, con toda su profunda amargura, la única dicha a la que el Mektoub nunca me conducirá, porque a mí la verdadera felicidad, esa en pos de la cual todos los humanos corren anhelantes, siempre se me ha negado... ¡Fuera ilusiones y pesares! ¡Qué ilusiones voy a conservar, si la blanca paloma2 que fue la dulzura y la luz de mi vida está dormida allí desde hace dos años, bajo la tierra, en el tranquilo cementerio de los Creyentes de Anneba! Si Vava3 ha vuelto al polvo originario y si de todo lo que parecía tan tenazmente duradero nada permanece ya en pie, si todo se ha derrumbado, hundido, para siempre y toda la eternidad... Si el destino me ha separado, extraña y misteriosamente, del único ser que de verdad se había acercado tanto a mi alma como para entrever si acaso un pálido reflejo suyo, Augustin4... Si... ¡Basta!, dejemos dormir para siempre estos últimos sucesos. A partir de ahora me dejaré mecer por las olas inconstantes de la vida... Me embriagaré con todas las fuentes de la ebriedad, sin afligirme, aunque se agoten inexorablemente... Adiós a las luchas y a las victorias, y a las derrotas de las que salía con mi corazón sangrando y herido... ¡Adiós a todas esas locuras de primera juventud! He venido aquí para huir de los escombros de un eterno pasado de tres años que acaba de desplomarse, ay, en el fango y tan hondo, tan hondo... He venido aquí también por amistad hacia el hombre que el Destino puso en mi camino por azar en el preciso momento de una crisis —si Dios quiere, la última— en la que no sucumbí, pero que amenazaba con durar demasiado... Y, cosa extraña, de lo que he experimentado hoy y que me ha causado tan confusa tristeza, resurge un cambio absoluto de sentimiento hacia él. Mi amistad ha crecido... ¡Magnífico! Pero en ilusión, desde el primer día, desde la primera hora. Otra vez me doy cuenta de que empiezo a perderme en lo indecible, en ese mundo de cosas que siento y que comprendo clarísimamente pero que nunca he sabido expresar. Sin embargo, aunque mi vida no ha sido más que un entretejer dolores y tristezas, no voy a maldecir nunca lo lamentable y triste que es el universo... porque en él el Amor vive junto a la Muerte y todo es efímero y transitorio. Porque los dos me han embriagado, me han extasiado, me han regalado muchos sueños y muchas ideas. No añoro ni deseo nada más... Solo espero. Así, nómada y sin otra patria que el Islam, sin familia ni confidentes, sola, sola para siempre en la soledad altiva y sombríamente dulce de mi alma, seguiré mi camino por la vida, hasta que suene la hora del sueño eterno de la tumba... Y la eterna, la misteriosa, la angustiosa pregunta aparece una vez más: ¿dónde estaré, en qué tierra, bajo qué cielo, a esta misma hora dentro de un año?... Lejísimos, sin duda, de esta pequeña ciudad sarda... ¿En dónde? ¿Seguiré aún entre los vivos ese día? Cagliari, 9 de enero Impresiones en 1900 Jardín Público, hacia las cinco de la tarde Paisaje atormentado, colinas de abruptos contornos, rojizas o grises, ciénagas oscuras, filas de pinos marítimos y de chumberas, apagadas y melancólicas. Verdores lujuriosos, casi desconcertantes en este ecuador del invierno. Lagos salados, superficies color plomo, inmóviles y muertas, como los lagos del desierto argelino. Arriba del todo, la silueta de una ciudad tras de trepar por la colina abarrancada y ardua.... Viejas murallas, viejo torreón almenado, formas geométricas de las terrazas, todo de un blanco ceniciento uniforme perfilándose sobre un cielo índigo. También aquí arriba, verdor a raudales y árboles de hojas perennes. Cuarteles parecidos a los que hay en Argelia, largos y de una sola planta, cubiertos de tejas rojas, con paredes leprosas y decrépitas, pero con el mismo tono dorado que todo lo demás. Muros pintados con cal rosácea o rojo sangre o azul cielo, como las casas árabes.... Viejas iglesias oscuras y llenas de estatuas y mosaicos de mármol, todo un lujo en este país de miseria sórdida. Pasajes abovedados en donde los pasos resuenan secamente, despertando ecos sonoros. Callejuelas enredadas que suben y bajan, a veces con escalones labrados en la piedra gris, y, como aquí arriba no hay tráfico, los adoquines puntiagudos del pavimento se recubren de finas hierbas marchitas, de un verdor casi amarillo. Puertas que dan paso a negros sótanos, donde se meten familias miserables pese a lo increíblemente oscuros y húmedos que son. Otras lo hacen en zaguanes techados con escaleras de azulejos. Tiendas con escaparatitos de colores chillones, tenderetes orientales, estrechos y ahumados, de los que salen voces gangosas, cansinas... Por aquí y por allá siempre hay un joven apoyado contra una pared hablando por señas con una muchacha que se inclina en la barandilla de su balcón... Campesinos cubiertos con largos pañuelos que les bajan por la espalda, chaqueta negra ajada por fuera del pantalón de calicó blanco. Caras morenas y barbudas, ojos hundidos bajo unas pobladas cejas, fisonomías recelosas y hurañas, mezcla de griego montañés y de cabila en una insólita fusión de...



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