E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Fassin Populismo de izquierdas y neoliberalismo
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-254-4124-0
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 128 Seiten
ISBN: 978-84-254-4124-0
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Éric Fassin es catedrático en los departamentos de Ciencias Políticas y Estudios de Género de la Université Paris-8 Vincennes - Saint-Denis, e investigador en el Laboratoire d'études de genre et de sexualité (CNRS). Sociólogo comprometido con la esfera pública, trabaja en torno a la politización de las cuestiones sexuales y raciales en Francia y en Estados Unidos, a las políticas de inmigración en Europa, y sobre las nociones de izquierda y democracia.
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Prólogo
Democracia precaria:
la izquierda y el pueblo
La actualidad política me ha llevado a pensar el populismo, del mismo modo que me había llevado anteriormente a reflexionar sobre la izquierda. Mi compromiso intelectual y político partió de otras cuestiones y no es sino a posteriori cuando fue apareciendo una coherencia, o al menos una continuidad, en torno a la idea de democracia. Desde el inicio de los años noventa, he trabajado como sociólogo e intervenido en la esfera pública sobre cuestiones sexuales y raciales en sus distintas intersecciones. En otras palabras, he tomado como objeto la politización del orden sexual y del orden racial en las sociedades contemporáneas. En un primer momento, elegí como campo de trabajo los Estados Unidos, país en el cual estas cuestiones se planteaban con intensidad, para ocuparme a finales de esa misma década del caso de Francia, donde dichas cuestiones apenas afloraban en el debate público: supuestamente en nombre de un universalismo «republicano», tanto en la izquierda como en la derecha, existía una fuerte resistencia a las cuestiones minoritarias.
En mi trabajo no se trata tanto del biopoder analizado por Michel Foucault, disciplina de los cuerpos y del control de las poblaciones que se ejerce a través del sexo pero también a través de la raza,1 como de la politización de lo vivo, es decir, de la constitución de debates, de «problemas». No hay duda de que el orden de las cosas, tanto el sexual como el racial, ejerce en nosotros su dominio. Pero siempre está sometido a deliberación, contestación y transformación: es inseparablemente histórico y político. Este desplazamiento del poder hacia la politización conduce a pensar conjuntamente el juego de la norma y el de la ley, tanto si se trata, por ejemplo, de acoso sexual como de familias homoparentales. En este sentido y desde los años 2000, he hablado de «democracia sexual» con la intención de situar las cuestiones minoritarias en el centro del proyecto democrático.2
Democracia no designa aquí un régimen político, sino una sociedad o, más precisamente, la manera como esta se representa a sí misma respecto de sus propias leyes y normas en cuanto su única justificación. Se trata de la «autoinstitución» de la que hablaba Cornelius Castoriadis: ninguna regla es presocial.3 El lugar de las mujeres y de las minorías sexuales en la sociedad, el amor y la familia no está fundado en una autoridad que nos sobrepasaría. La sociedad democrática renuncia, pues, a fundar su propio orden sobre la legitimidad de verdades trascendentes (como Dios, la Tradición o la Naturaleza); su tarea consiste en basarlas en valores inmanentes: el orden de las cosas no está dado, somos nosotros quienes lo instituimos. Vemos entonces por qué la constitución del «nosotros» se convierte, al mismo tiempo que el propio contenido de las normas y de las leyes, así como nuestra relación con las reglas, en una cuestión política mayor: retomando las palabras de Jacques Rancière, ¿qué hacer con «la parte de los que no tienen parte»,* 4 con los excluidos cuya demanda de participación constituye la democracia?
El concepto de democracia sexual concentra la ampliación de esta lógica democrática al orden sexual: incluso en materia de género y de sexualidad, las leyes y las normas, lejos de encontrarse fijadas a priori, son a la vez históricas y políticas. Queda por saber si la democracia sexual viene acompañada en paralelo de una «democracia racial». ¿Acaso no divergen estas dos historias en la actualidad? Sin duda, extendiendo sus políticas de inmigración principalmente desde los años 2000, los Estados europeos contribuyen hoy a las discriminaciones fundadas en el origen, ya sea real o supuesto. La xenofobia de Estado alimenta así un racismo institucional y social: en numerosos países se acaba tratando como extranjeros, y tan mal como a estos, a los ciudadanos considerados «de apariencia extranjera». Sin embargo, a menudo se usan los argumentos de una determinada democracia sexual para legitimar en la actualidad la exclusión nacional y racial —en nombre de la libertad entre las mujeres y los hombres, y de la igualdad entre las sexualidades, proyectando una especie de pueblo democrático que habría que proteger de las poblaciones de inmigrantes o hijas de la inmigración supuestamente destinadas al sexismo y a la homofobia—.5 Por ello, no basta con pensar la ampliación de la lógica democrática al orden sexual; también hay que analizar el retroceso democrático al que asistimos en el orden racial.
Todo ello me ha conducido a hablar de «democracia precaria»:6 el hecho de que la democracia se encuentre hoy precarizada pone de manifiesto su naturaleza precaria. En Francia, la victoria de Nicolas Sarkozy en las elecciones presidenciales de 2007 revelaba cómo el retorno de las políticas de racialización, que oponían la inmigración a la identidad nacional, instituían un pueblo blanco y socavaban la democracia en su sentido clásico —en su definición liberal, es decir, en términos de derechos—. Pero el peligro no viene únicamente de los conservadores: la elección a la presidencia del socialista François Hollande en 2012, por tomar tan solo un ejemplo, no hizo sino endurecer la campaña que había lanzado su predecesor contra los migrantes roms,7 oponiendo un «ellos» a un «nosotros», «su» cultura a «la nuestra». Bajo la égida del ministro del Interior Manuel Valls, se orquestó así una verdadera política de la raza contra esta población europea dentro de una Unión Europea que, sin embargo, se había construido con la esperanza de acabar con las lógicas nacionalistas y racistas tras la Segunda Guerra Mundial.
Pues no se trata solamente de Francia: la Europa neoliberal se ha convertido simultáneamente en una «Europa fortaleza» y la «crisis de los refugiados» emerge como una crisis tanto de la Unión Europea como de los Estados que la componen. Tras el paréntesis de la apertura alemana en 2015, el consenso europeo casi unánime en torno a las políticas de inmigración, desde la ultraderecha hasta los socialdemócratas, pasando por los conservadores, vacía la democracia de todo contenido con el pretexto de proteger a los pueblos de los refugiados. Cuando Europa, con el objetivo de gestionar los flujos migratorios, no duda en pedir la ayuda de Libia, por un lado y a pesar del desmoronamiento de este Estado, y de Turquía, por el otro y pese a —o quizá debido a— su régimen represivo, coartando las acciones humanitarias de las ong en el Mediterráneo, evidencia las derivas autoritarias que hoy constatamos en los mismos países de la Unión: al igual que en Francia, en contra de los migrantes y los militantes solidarios, pero también en contra de las minorías y, finalmente, contra los movimientos sociales. El conjunto de estas transformaciones confirma el diagnóstico de precarización de la democracia.
Para entender este desplome democrático habría que partir de una doble continuidad: en el tiempo, a través de los distintos gobiernos, y en el espacio, de un país a otro. Asimismo, no se trata tan solo de la identidad nacional: el reverso de las políticas de inmigración son las políticas económicas que no se diferencian, o muy poco, sin importar mucho el resultado de las elecciones de una punta a otra de Europa. Es el resultado, tanto en Francia como en Alemania o en Inglaterra, en España, en Grecia y en otros países, de la conversión de los partidos socialdemócratas a las políticas neoliberales, en nombre de un supuesto «realismo».8 «There Is No Alternative» (tina): un poco en todas partes, el mantra de Margaret Thatcher ha acabado instalándose como una verdad compartida en ambos lados del escenario político. Ni en la esfera de lo económico ni en las políticas de inmigración, la alternancia política conlleva una alternativa.
Entonces, ¿por qué seguir votando por la socialdemocracia cuando conduce a una política de derechas en materia económica y a una política de ultraderechas en materia de inmigración? Los votantes de izquierdas, tanto en Francia como en muchos otros países, se encuentran hoy expuestos a lo que llamo la «depresión militante»: desarmados por la derecha y traicionados por los socialdemócratas, de tantos fracasos y desilusiones pueden acabar resignándose —sin necesidad de reconocerlo— a la idea de que no habría ninguna alternativa política. En una izquierda de izquierdas desertada por los socialdemócratas, no hay duda de que sentimos que el combate debe continuar; sin embargo, hay que reconocer que cada vez tendemos a creer menos que otro mundo es posible. Con todo, pensar la «melancolía de izquierdas», como lo ha hecho Enzo Traverso,9 no nos condena a la desesperanza. Más que abandonarnos a los goces taciturnos de la depresión, hay que comprometerse a «volver a tomar las riendas».
La batalla ideológica es todavía más necesaria porque lo que está en juego no concierne únicamente a la izquierda. Es la democracia la que está amenazada, en la medida en que la ausencia de oposición a la derecha la afecta en su principio mismo. Porque, ¿qué es una democracia sin alternativa, sin elección y, pues, sin política? Con la intención de completar de manera constructiva mi crítica del socialismo de gobierno, esbocé dos pistas resumidas en estas dos expresiones: «cambiar el pueblo» y «cambiar de pueblo». La primera se inscribe en la continuación de mis trabajos sobre las...




