Fernández | Futuro imperfecto | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 350 Seiten

Fernández Futuro imperfecto


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16627-37-0
Verlag: Ediciones Oblicuas
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 350 Seiten

ISBN: 978-84-16627-37-0
Verlag: Ediciones Oblicuas
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Comienza el curso 1973-74 y Martín, un joven de Sahelices del Cerro, en la provincia de Soria, llega a Barcelona gracias a una beca para estudiar Filosofía y Letras. Aunque su mayor motivación, más allá de cursar la carrera, consiste en escribir una novela. Como no dispone de ningún argumento con que enfrentarse a la página en blanco, decide adentrarse en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua y buscar allí los contenidos que le inspiren en su andadura; enseguida se hace amigo de la palabra memoria, quien le aconsejará y acompañará por la insólita geografía del Diccionario. Mientras tanto, en su vida cotidiana, Martín es requerido por un sargento de la Comisaría que le inquiere sobre la misteriosa desaparición de su profesora de Lingüística, Carmen Comas.

David Fernández Villarroel es autor de una novela, Ver nevar, de un libro de relatos, Años de guardar, y de una cincuentena de libros de texto y materiales auxiliares de lengua y literatura castellana de la ESO y el bachillerato (en Castellnou y Almadraba), aparte de un Diccionario de dudas e irregularidades de la lengua española (en Teide) y varias adaptaciones de clásicos universales (La isla del tesoro, Huckleberry Finn, Peter Pan, etc.). Lleva un blog: vernevar.blogspot.com
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15


Todos los periódicos de la mañana destacaban en sus portadas el discurso pronunciado el día anterior, 12 de febrero, por el presidente del Gobierno Arias Navarro en las Cortes, interpretado unánimemente como trascendental, tal como pude comprobar al leer los titulares en el quiosco de la estación de Torras y Bages: , , … le dedicaban grandes titulares. No esperé a que salieran los de la tarde, , especialmente este último, que era el que más me gustaba, y compré . Pero, por alguna razón, aquella mañana en el metro apenas si cada pasajero tenía el espacio suficiente para respirar y mantenerse de pie, en las estaciones la gente entraba y salía empujándose y bastante tuve con defender mi territorio, y pelear por sobrevivir agarrado a una barra, y no bambolearme en las curvas o caer encima del que iba delante al frenar el tren, y salir indemne aunque chorreando sudor por la espalda en la estación de San Ramón.

La profesora de Geografía, que continuaba empeñada en salir al campo, anunció por fin la fecha, y procedió de inmediato a escribirla en la pizarra con entusiasmo, en modo alguno compartido por los alumnos, de lo cual secretamente me alegré; estaba firmemente decidido a no participar en la salida, qué iba a hacer yo todo el día en el campo si apenas hablaba con nadie de la clase, solo lo indispensable o circunstancial, y siempre en tono comedido, la expansión y el desahogo estaban reservados a aquellos pequeños grupos que exhibían bromas y cumplidos y complicidades por los pasillos y en el aula antes de la llegada del profesor, y cada grupo parecía marcar a su alrededor una raya de advertencia y frontera que resultaba imposible de traspasar; además, la salida había que pagarla, y era ese otro buen motivo y una más que fundada excusa para quedarme en casa, aunque tendría que buscar el modo de justificar la ausencia si esta podía influir en la nota y la profesora lo exigía, y en eso fue en lo que estuve pensando el resto de la clase mientras ella hablaba de las rocas y el relieve. Era al parecer su tema preferido, y el único del que se había ocupado hasta entonces. Lo hacía además de una manera fría, distante y seca, y sus explicaciones se reducían a una acumulación de datos y términos técnicos que ella apuntaba con morosa delectación en la pizarra y definía luego silabeando las palabras para que nos diera tiempo a copiarlas todas en los apuntes. Esas definiciones que nos dictaba las iba leyendo de un cuaderno manuscrito que, por la unción con que lo abría y hojeaba, debía de constituir su mejor y acaso exclusiva fuente de consulta, y al concluir cada una de ellas emitía un suspiro o carraspeo de satisfacción y paseaba la mirada de un ángulo al otro del aula con expresión de complacencia: ¿lo habéis entendido?, decía entonces, y mantenía la mirada flotando por encima de nuestras cabezas en espera de algún signo o ademán de aprobación. Nos había hecho comprar un libro de texto, se titulaba, pero ni lo habíamos utilizado aún ni había hecho a él la más mínima referencia. Y en ese libro sí que se decían cosas interesantes. Por eso yo lo leía, por mi cuenta, en casa, y más de un día tuve la tentación de llevarlo a clase y abrirlo y seguir allí leyéndolo. Lo referido a las rocas y el relieve ocupaba en él tres o cuatro apartados nada más, de los treinta y dos que tenía, y aparecían más o menos a la mitad, pero los realmente interesantes y que a mí me hubiera gustado estudiar eran los del principio. «Comprender el lugar y el comportamiento de la Tierra en el espacio es comprender el mecanismo que regula la sucesión de los días y las noches, de los inviernos y los veranos»: así empezaba el libro. Y continuaba: «El sistema solar (es decir, el Sol y sus planetas) es un ínfimo elemento de la Vía Láctea, formada por centenares de millones de estrellas. A su vez, la Vía Láctea no es más que una de las nebulosas que constituyen el Universo». Y unas líneas más abajo: «Las estrellas están tan alejadas de la Tierra que su distancia no se mide en kilómetros sino en años luz. La luz recorre 300 000 kilómetros por segundo. Desde la estrella más próxima, la luz tarda en llegar a la Tierra cuatro años luz. Los rayos luminosos recibidos en 1966 de la Estrella Polar fueron emitidos en 1919. Sin embargo, a escala del Universo, la Estrella Polar resulta ser vecina nuestra». ¿A quién no le iba a interesar esto? ¿Por qué no seguíamos el libro de texto?

La sorpresa llegó en la hora de Lingüística: que no nos fuéramos, vino a comunicarnos el bedel, habían nombrado una profesora sustituta. Llegó puntual, se presentó con palabras confusas y algo nerviosa, y sin más preámbulos se introdujo por los laberintos inextricables del estructuralismo y la gramática generativa.

Era una penene joven y vestía pantalón de pana marrón y blusa de flores desteñida encima de un jersey de cuello de cisne; el pelo, ahuecado en media melena, le bajaba por la frente hasta unas gafas de concha muy grandes de color miel con vetas; hablaba de forma atropellada y acompañaba cada frase con un variado repertorio de movimiento de brazos. Pero lo que más llamaba de ella la atención era la pericia en el ejercicio de espantar melena y flequillo de pómulos, sienes y frente cuando se inclinaba, que era continuamente, a consultar el libro y los papeles desperdigados encima de la mesa.

Al final de la clase, mientras recogía con precipitado afán esos papeles —estaban escritos a mano, con subrayados y tachones y llamadas a los márgenes, de lo que deduje que eran sus apuntes—, nos acercamos algunos a la tarima para preguntarle por la profesora Carmen Comas, si sabía el motivo de su ausencia, y cuándo se incorporaría.

—Lo siento —contestó con desabrida displicencia y sin levantar siquiera la vista de la mesa—, no puedo decirles nada porque no lo sé; a mí me han designado para sustituirla, eso es todo.

De vuelta a la pensión al mediodía, y en el momento mismo en que, convenientemente acomodado con la espalda apoyada en la barra del vagón, me disponía a abrir el periódico, vi a mi izquierda, sentada, a una compañera de clase. No había cruzado con ella más que algún saludo protocolario y no supe cómo responder a su sonrisa, que juzgué también convencional y obligada por la circunstancia de un encuentro casual y no buscado: pensé en un primer instante en fingir que no la había visto y mirar para otro lado para salir del paso, pero enseguida resolví que ya era demasiado tarde, que si ella me había sonreído era porque estaba segura de que no me había pasado desapercibida su presencia, de modo que no tuve más remedio que doblar el periódico —lo hice afectando desganada parsimonia, para ganar tiempo y poder presentarme con aplomo—, abandonar mi estratégico emplazamiento para la lectura y acercarme a su asiento. Ensayó un ademán de levantarse pero me pareció un gesto de gentileza instarle a que no lo hiciera. En correspondencia, y mientras yo trataba de buscar un asidero al que agarrarme con la mano para no correr peligro de tambalearme al menor descuido, guardó en el bolso el libro que tenía posado en el regazo.

—Un libro de cuentos, o de relatos cortos como se dice ahora —me dijo, sin darme tiempo a que yo leyese el título, y eso que lo intenté con indisimulado aunque tardío afán—. Lo empecé ayer y me parece que no está mal del todo. Te hace pasar el rato y así apenas te enteras del viaje; pasan las estaciones que ni te das cuenta. Y luego que las historias, como no son largas, pues las puedes empezar y terminar. Yo por lo general suelo leer una por la mañana al ir y otra al mediodía al volver. Pero a lo mejor otros que hagan más estaciones que yo, que tengo doce sin contar esta, con una sola no tienen bastante. Pero eso es igual, lo importante es que te entretienen y que mientras vas leyendo es como si el tiempo se pasara volando. Hasta tengo que ir con cuidado de no quedarme embelesada y pasarme de estación. Por eso mejor que las historias sean más bien cortas, para que te dé tiempo a terminarlas, guardar el libro y prepararte para salir. Que esto, lo de salir, según a qué hora y como vaya el vagón, es un problema. Y es que algunos parecen no darse cuenta de que las puertas están para eso: se ponen ahí apoyados, ven que van llegando las luces de la estación, que el tren se ha parado, y como si nada; ahí siguen quietos tan campantes, que hay que pedir permiso para que te dejen pasar y algunos ni se apartan… Pues como iba diciendo —las pupilas le bailoteaban en los ojos, del color de los arándanos—, estas historias así cortas te permiten distraerte lo justo mientras dura el trayecto. Pero lo más importante es que te hacen más llevadera la rutina diaria de las doce estaciones de ida y las doce de vuelta, que se dice bien. Aunque, bueno, hoy es una excepción y me bajo en Sants y allí hago transbordo… Ah, esta que llega es la Badal, la próxima es la mía… Voy a casa de una amiga que hace también primero, pero solo viene a algunas clases porque trabaja, hasta el año pasado vivía en mi barrio pero se han cambiado este verano, le dejo los apuntes y mientras ella los copia yo los paso a limpio y luego los repasamos y hacemos los esquemas juntas, son solo dos paradas, y no las doce que me tiro cada día hasta Viviendas del Congreso, ¿sabes dónde está?… Y mira que yo no era como quien dice muy aficionada a la lectura cuando iba al colegio, pero desde que ha empezado el curso y cojo el metro cada día dos veces, pocos...



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