E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Ensayo
Flyn Islas del abandono
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-125538-3-3
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
La vida en los paisajes posthumanos
E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-125538-3-3
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Cal Flyn. Escocia, Reino Unido. Galardonada escritora de las Tierras Altas de Escocia. Escribe obras de no ficción literaria y periodismo de investigación. Ha sido premiada recientemente como Joven Escritora del Año 2021 del Sunday Times. Su primer libro, Thicker Than Water (Más espeso que el agua), que explora las cuestiones del colonialismo y la culpa intergeneracional, fue el libro del año en el Times. Su segundo libro, Islas del abandono (2021), es una exploración de los lugares en los que la naturaleza está recuperando la tierra que antes ocupaba la actividad humana, como Canvey Wick en Essex, y Chernóbil. La obra fue preseleccionada para el Premio Wainwright y para el Premio Baillie Gifford de no ficción. Los textos periodísticos de Flyn han sido publicados en medios como Granta, The Sunday Times Magazine, Telegraph Magazine y The Economist, entre otros. Es columnista de Prospect, subdirectora del sitio de recomendaciones literarias Five Books y colaboradora habitual de The Guardian. Ha sido escritora residente en la Biblioteca Gladstone y en la Fundación Jan Michalski de Suiza. Fue nombrada becaria MacDowell en 2019, periodo durante el cual escribió Islas del abandono.
Weitere Infos & Material
La llamada
Islas del Forth (Escocia)
En los túneles se está fresco, pero no hace frío, como fuera. Y está oscuro, muy oscuro. El aire se mantiene casi inmóvil, aunque no del todo: un rastro de movimiento roza las hojas que yacen amontonadas entre el suelo y la pared. Tal vez esto explique mi sensación de inquietud, como si no estuviera completamente sola.
Para llegar hasta el interior del santuario, debo esquivar cuerpos de gaviotas y conejos que han quedado atrapados aquí, en el camino exterior, o que se han arrastrado hasta aquí para morir. Avanzo con el máximo cuidado posible. Pasado un rato, espantada por el destello de la linterna contra la piedra, la apago y dejo que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Desde donde cuelga entreabierta la pesada puerta de metal penetra una luz que me permite desplazarme por los anchos escalones de piedra y adentrarme en las entrañas del viejo fuerte.
Las paredes, que una vez estuvieron enyesadas de blanco, están salpicadas de mugre y un moho de intenso color verde se extiende por todas partes. Sin embargo, enseguida está demasiado oscuro para ver nada. A pesar de las duras palabras que me dirijo mentalmente, siento que se me acelera el pulso. A cada paso, donde lo desconocido acecha tenebroso e imponente, necesito obligarme a seguir avanzando: tomo aire, toco la pared con los dedos, siento por dónde voy. Huele a piedra mojada, a tierra, a descomposición: el olor de la cripta. Cuando es inútil hacer otra cosa, vuelvo a encender la linterna.
De modo que es cierto. No estoy sola. O no del todo. A lo largo de las rugosas paredes mi halo de luz identifica un primer cuerpo oscuro y después otro. Descubro tres agrupados, cerca del suelo, con las alas apretadas como unas manos rezando. Tengo que arrodillarme en el polvo para observarlos, para verlos en detalle: la elaborada ornamentación de las alas exteriores; un calado de ébano y marta a través del cual brillan débiles hilos de cobre. Mariposas, todavía aletargadas. Pronto despertarán.
Esto es Inchkeith, una isla en el estuario del río Forth, a tan solo seis kilómetros de Edimburgo. A lo largo de su historia, Inchkeith ha sido muchas cosas:[1] un emplazamiento remoto para una «escuela de profetas» en los primeros tiempos del cristianismo, más tarde una isla de cuarentena para los enfermos de sífilis[2] (desterrados «hasta que Dios los provea de salud»), después un hospital para apestados e incluso una prisión en la que el agua hacía las veces de muros.
Permanecía tan aislada y, aun así, tan constantemente visible desde la capital escocesa —como un espejismo rocoso en el horizonte— que se dice que la isla se apoderó de la imaginación del rey Jacobo IV de Escocia, quien vio que en Inchkeith podría llevar a cabo un infame experimento de privación del lenguaje. El rey, polímata de mente errante, estaba muy comprometido con las inquietudes de la ciencia renacentista y practicaba tanto sangrías como extracciones de dientes. Jacobo invirtió enormes sumas en la investigación alquimista, en el vuelo humano y —según un cronista del siglo XVI— en el traslado a Inchkeith de dos recién nacidos al cuidado de una nodriza sorda, con la esperanza de que, privados de la corrupta influencia de la sociedad, los niños crecieran hablando el prelapsario «lenguaje de Dios».
Conocido como «el experimento prohibido» por la crueldad de infligir un aislamiento tan extremo y un daño social irreversible a unos niños, lo cierto es que no ofreció resultados concluyentes. «Hay quien asegura que hablaban buen hebreo[3] —informaba el astuto cronista—, pero lo desconozco». Otros evocaban un «balbuceo salvaje».[4] Supongo que dependía del tipo de Dios que buscaran.
Con el tiempo, Inchkeith se convirtió en una isla fortaleza, ocupada de manera esporádica por los ingleses en tiempos de guerra y posteriormente —después de un gran derramamiento de sangre— por los franceses. En la Segunda Guerra Mundial, esta isla de ochocientos metros de largo alojaba más de mil soldados, con el emplazamiento de cañones costeros que vigilaban constantemente la entrada del Forth. Después del armisticio, su reducido tamaño, los daños sufridos y el difícil acceso fueron la causa de que nadie se molestase en ir a la isla en época de paz. Una vez más, Inchkeith fue abandonada.
Pero, a medida que la isla ha ido quedando relegada a la oscuridad, su importancia medioambiental ha ido en aumento. Antes de la década de 1940, solo se tenía conocimiento de un ave marina que anidaba allí: el eider. En las décadas transcurridas desde entonces, se ha convertido en área de reproducción de más de una docena y de otros innumerables visitantes. A comienzos de verano, los acantilados estarán llenos de vida, blanqueados con excrementos, y una maraña de nidos de algas putrefactas o huevos moteados depositados directamente en la piedra abarrotarán los distintos salientes, cada especie ocupando su lugar en una estratificación vital: los cormoranes, acostados en las rocas salpicadas de agua; los monocromáticos araos aliblancos, en los tramos inferiores de los acantilados; las alcas tordas, con aspecto de gnomo y pico aguileño, en el tramo inmediatamente superior; las gaviotas tridáctilas, con su elegante escala de grises, instaladas en el ático. Todas chillando a los vecinos en una protesta continua y quejumbrosa.
Por encima de ellas, en lo que una vez fueron las tierras de pasto de los fareros, los regordetes frailecillos, con sus picos a rayas de colores, se instalan en las madrigueras. Los chochines hiemales, las golondrinas y las palomas de roca han tomado posesión de los vetustos edificios militares, que se hunden y abren como fruta podrida. Matorrales de saúco crecen en el interior de los edificios sin techo, acurrucándose como si quisieran calentarse frente a los embates del viento helado procedente del mar del Norte.
A medida que los días se vuelven más cortos, las focas grises se arrastran por las rampas de hormigón, resbaladizas a causa de las algas, para tumbarse a la débil luz del sol: miles de ellas a la vez encuentran en mitad de un canal de navegación el refugio necesario para tener sus crías. Estas, con sus ojos de spaniel, pasan el invierno repantigadas en la frondosa hierba, recorriendo los caminos y explorando las ruinas. En torno a la misma época, las mariposas y las polillas que revolotean como humo por toda la isla empezarán a deslizarse por los oscuros túneles que surcan las laderas en busca de un lugar para hibernar: las mariposas pavo real de lentejuelas azules; las polillas heraldo, con forma de escudo o pequeños caparazones de tortuga de bordes ribeteados, como estas que tengo delante. Una de ellas mueve una pata. Las dejo tranquilas.
Me llega un soplo de aire, un leve movimiento me atrae hacia arriba. En lo más alto atisbo un tenue rayo de luz. Un ligero sabor alcalino a guano flota en el ambiente. Encuentro una puerta medio cerrada por el óxido que aún se puede abrir y entonces estoy fuera, de pie, sola en la proa de la isla, como en el mascarón de un barco, contemplando el mar desde lo que una vez fue el cráter circular de la torreta de un cañón, el último foso de defensa de una guerra concluida hace mucho tiempo.
El viento atraviesa deprisa el espacio vacío: poderosas corrientes que me dejan sin aliento. Y las aves…, las aves se elevan como una gran masa circular en movimiento. Gritan, claman furiosas por encontrarme allí ahora, en esta isla abandonada.
En este libro viajaremos a algunos de los lugares más inquietantes y desolados del planeta. Una tierra de nadie entre alambradas de púas donde los aviones de pasajeros se oxidan en la pista tras cuatro décadas de abandono. Un claro en el bosque envenenado hasta tal extremo con arsénico que es imposible que crezcan árboles. Una zona de exclusión levantada alrededor de las ruinas humeantes de un reactor nuclear. Un mar cada vez más escaso sobre cuya orilla desierta se ha formado una playa a partir de las espinas de los peces que una vez surcaron sus aguas.
Lo que une todos estos sitios tan dispares es su abandono, ya sea como consecuencia de la guerra o de la catástrofe, de la enfermedad o del declive económico. Cada uno de estos lugares ha sido abandonado a su suerte durante años o décadas. Conforme pasa el tiempo, la naturaleza ha podido actuar sin trabas, lo que proporciona una valiosa información sobre la sabiduría de los entornos en constante cambio.
Aunque pueda considerarse un libro de naturaleza, no se regodea en el encanto de lo intacto. Y esto, hasta cierto punto, responde a una necesidad. Cada vez quedan menos lugares en el mundo —si es que queda alguno— de los que pueda afirmarse que son verdaderamente «prístinos». Estudios recientes han encontrado microplásticos y peligrosas sustancias químicas creadas por el hombre incluso en el hielo de la Antártida y en sedimentos de las profundidades marinas.[5] Prospecciones aéreas de la cuenca del Amazonas revelan excavaciones ocultas por el bosque que forman los últimos restos de civilizaciones enteras desaparecidas hace mucho tiempo. El cambio climático provocado por el hombre amenaza con transformar hasta el último ecosistema y paisaje planetarios, y los materiales artificiales de larga duración graban nuestra huella de manera indeleble en el registro geológico.
Nadie duda que, en términos relativos, el impacto que sufren ciertos lugares es muy inferior al de otros. Sin embargo, lo que me llama la atención no es el...