Forché | Lo que han oído es cierto | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 408 Seiten

Reihe: Ensayo

Forché Lo que han oído es cierto

Testimonio y resistencia
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-121914-7-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Testimonio y resistencia

E-Book, Spanisch, 408 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-121914-7-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Esta es la historia del acto radical de empatía de una mujer y su trascendental encuentro con un hombre enigmático que cambiará el curso de su vida. Carolyn Forché, una de las poetas más aclamadas de su generación, tenía veintisiete años cuando el misterioso desconocido apareció en su puerta. Pariente de un amigo, era un encantador erudito con una mente aparentemente tan desordenada como brillante. Había escuchado rumores sobre quién podría ser: un lobo solitario, un comunista, un agente de la CIA, un revolucionario... Pero nadie parecía saberlo con certeza. Él la invitó a visitar y conocer su país, El Salvador, y ella, por razones que no comprendía completamente, aceptó. Juntos se reunieron con militares de alto rango, agricultores empobrecidos y clérigos que intentaban desesperadamente ayudar a los pobres y mantener la paz. Mientras sacerdotes y campesinos eran asesinados y las marchas de protesta atacadas, él estaba decidido a salvar su país y Forché se vio envuelta en su empresa. Así comenzó un viaje hacia la conciencia social en un momento peligroso.

Carolyn Forché. Poeta, editora, profesora, traductora y defensora de los derechos humanos estadounidense, ha recibido numerosos premios y becas por su trabajo literario. Ha enseñado en varias universidades y es miembro presidencial de la Universidad Chapman. Fue directora del Centro Lannan de Poética y Práctica Social y ocupó la Cátedra Visitante Lannan en Poesía en la Universidad de Georgetown, donde ahora es profesora. Su primera colección de poesía, Gathering the Tribes (1976), ganó el Yale Series of Younger Poets Competition. Tras viajar a España en 1977, recibió una beca Guggenheim que le permitió viajar a El Salvador, donde trabajó por la defensa de los derechos humanos. Su segundo libro, The Country Between Us (1981), recibió el Premio Alice Fay di Castagnola de la Poetry Society of America, y el Lamont Poetry Selection de la Academia de Poetas Americanos. Su antología, Against Forgetting: Twentieth-Century Poetry of Witness (1993), y su tercer libro de poesía, The Angel of History (1994), fue elegido para el Premio al Mejor Libro de Los Angeles Times. Sus artículos y reseñas han aparecido en medios como The New York Times, The Washington Post, The Nation, Esquire, Mother Jones y Boston Review. Forché ha publicado otros libros de poesía, como Blue Hour (2003) y In the Lateness of the World (2020); y dos libros de memorias, The Horse on Our Balcony (2010) y Lo que han oído es cierto (2019).
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Con los años me he preguntado qué habría pasado si aquella mañana no hubiera abierto la puerta, si hubiera seguido oculta hasta que el hombre se marchase. Conociéndolo como llegué a hacerlo, creo que habría intuido mi presencia y no habría parado de tocar el timbre. Aquel día yo estaba escribiendo a máquina, una pesada IBM Selectric que, según se quejó más tarde un amigo, sonaba como una ametralladora. Había pilas de papeles por todos lados: informes de derechos humanos, ensayos y poemas de alumnos, manuscritos sin terminar, cartas sin responder. Una brisa marina se colaba entre las cortinas, levantaba algunos de los papeles en el aire y los echaba al suelo. Los jilgueros cantaban encima de su jaula de bambú, cuya puerta dejaba abierta, permitiéndoles revolotear por la casa y posarse en las lámparas del techo y las puertas abiertas. Por entonces, escribía a máquina más aprisa de lo que pensaba; mi padre se había encargado de ello cuando le dije que quería ser poeta. Convenía saber algo útil, dijo. ¿Útil para quién?, pensé. La máquina estaba en la mesa de la cocina y casi todos los días trabajaba allí, oyendo apenas el océano, con el aire perfumado por los campos de las granjas florales de la zona. Como era casi mediodía, los cosechadores de Encinitas ya habían parado para almorzar, pues habían empezado a trabajar al alba. Puede que al principio no notara el sonido de la furgoneta detenida en la entrada de coches, pero el motor quedó en punto muerto, así que no iba a marcharse enseguida. Después se apagó y se abrieron las puertas.

En general, no contestaba cuando estaba sola. Mi madre les había inculcado bien esa costumbre a sus siete hijos. No podía vigilarnos a todos al mismo tiempo, decía, así que había que respetar las normas. Una de ellas era no abrir la puerta a desconocidos.

Mi coinquilina y yo nos habíamos mudado a aquella casa aprisa, después de que un hombre nos mandara desde otro pueblo un sobre con fotografías obscenas y una nota diciendo que vendría «a visitarnos» y que «no informásemos a la policía». La policía dijo que no se podía hacer nada hasta que «realmente pasara algo» y que quizá nos convenía mudarnos a otra parte. Así que ahí estábamos, en una nueva casa de alquiler sin muebles, más cerca del mar, todo lo lejos de la ciudad que era razonable vivir para ir a la universidad donde yo enseñaba y Barbara estudiaba. Cuarenta y cinco kilómetros: bastante lejos.

La furgoneta aparcada era una Toyota Hiace blanca. Desde la ventana, vi bajar a un hombre y echarse un bolso rebosante de papeles al hombro. Luego se abrió el panel trasero del vehículo y bajaron dos niñas que se quedaron a su lado. Recuerdo haberme tranquilizado con la idea de que un asesino no viajaría con dos chiquillas. Cuando el hombre miró a mi ventana, como si supiese dónde estaba, me aparté y me aplasté contra la pared. La Hiace polvorienta tenía matrícula de El Salvador.

Lo poco que sabía de El Salvador se lo debía a un profesor de español de la universidad, él mismo salvadoreño, y a las historias que me habían contado el verano anterior en Mallorca. Había viajado allí con mi amiga Maya para traducir la obra de su madre, la poeta centroamericana Claribel Alegría, expatriada en España. El profesor nos había mostrado diapositivas en clase, sobre todo de las casas y los jardines de su familia. Todo cuanto yo sabía en aquel momento sobre Centroamérica procedía de la poesía de Claribel y de las imágenes luminosas que proyectaba el profesor en una pared blanca.

El timbre no paraba de sonar.

Al otro lado de la puerta, las voces de las niñas soltaron grititos de placer, probablemente al descubrir los conejos: dos madres con sus gazapos saltando sobre la hierba rala del jardín. La puerta de la conejera había quedado abierta. Estudié al desconocido por la mirilla: melena oscura ondulada, barba negra corta, gafas gruesas. Las niñas se ocultaban a sus espaldas, pero, dada su presencia, abrí la puerta hasta donde lo permitía la cadena de seguridad.

Al hombre que estaba en el portal pareció hacerle gracia.

—Vos sos Carolyn Forché —me dijo por la rendija— y yo soy Leonel Gómez Vides. Ellas son mis hijas, Teresa y Margarita.

—Disculpe —dije—, deme un momento. —Cerré la puerta y apoyé la espalda en ella. Había oído el nombre de Leonel el verano anterior en Deià. Era un primo de Claribel Alegría. Ese verano, Claribel lo mencionó varias veces con mucho cariño, aunque otras parecía reacia a decir demasiado. Intuí admiración, cautela y también algo de miedo, aunque no sabía si Claribel le temía o temía por él.

El nombre de Leonel Gómez se mencionaba a menudo cuando Claribel y su familia hablaban de El Salvador, donde ella había pasado su infancia. Esas conversaciones versaban sobre personas a las que habían asesinado en el país, o que habían desaparecido, entre ellas el poeta Roque Dalton, muerto dos años antes. Según la leyenda, era un revolucionario apuesto que una vez había escapado de la cárcel justo antes de que lo ejecutaran, cuando un terremoto derribó las paredes de su celda. En historias como esa, a menudo se aludía a Leonel, pero a continuación Claribel cambiaba rápidamente de tema, sobre todo si yo demostraba interés. Cuando le preguntaba a Maya por aquel secretismo, descartaba mi preocupación diciendo cosas como «mamá está cansada» o «mamá sigue llorando a Roque». Se estableció una norma tácita: no mencionar a Roque o Leonel delante de «mamá».

Y ahora, aquel misterioso Leonel estaba delante de mi puerta con sus hijas en el sur de California. ¿Cómo era posible? Para asegurarme, subí a buscar el sobre de las instantáneas que había tomado en Deià. Hoy me parece raro que necesitase una prueba de su identidad, porque, de hecho, se parecía al joven apuesto que montaba en motocicleta en una foto colgada por Claribel en su estudio.

Cuando abrí la puerta con la cadena puesta, le pasé las fotografías y le pedí que identificara a las personas que miraban a la cámara: el hombre enjuto y de cabello cano con un cigarrillo, la mujer con un vestido de noche que levantaba una copa y la joven (exbailarina) sentada muy erguida en su silla: mi gran amiga Maya, hija de la poeta. Había otras personas, que se reunían a menudo en la terraza del matrimonio por la tarde para beber, charlar y mirar la puesta de sol detrás del Teix, pero no esperaba que supiera quiénes eran.

—Esta es Claribel —dijo, golpeando con la punta del dedo en su cara—. Y este es su marido, Bud. ¿Y esta? —Se le ablandó la voz—. Ha de ser Maya. Es Maya, ¿no?

—Entre, por favor, entre. Siento haberlo hecho esperar y lamento haber…

—No pasa nada. Me parece bien que te cercioraras. Hay que tener cuidado.

Las niñas miraban de un lado a otro con un poco de aprehensión. La casa debía de parecerles muy rara con sus paredes desnudas y tan vacía. La mesa de la cocina hacía las veces de escritorio. Usábamos un plato sopero de cenicero. Nuestros jilgueros revoloteaban por donde les daba la gana, aunque casi siempre se quedaban posados en sus perchas, cerca de los cuencos llenos de mijo. Al lado de la casa había un pequeño huerto de hierbas y hortalizas. Mi amiga y coinquilina, Barbara, se había ocupado de los cultivos todo el verano mientras yo estaba en España. Los conejitos eran los vástagos de unos conejos de Pascua que me habían regalado unos alumnos: dos hembras y un macho, dio la casualidad. ¿Qué se suponía que debíamos hacer con ellos? Esa mañana vivían en nuestra conejera y jardín veintitrés de estos animalitos.

Los únicos muebles eran la mesa de la cocina y sus cuatro sillas con respaldo en escalera, dos colchones en el suelo de los dormitorios de arriba y una cama de una plaza, que se usaba como sofá en el salón. En un rincón del mismo salón, un caballo rojo de papel maché, de un metro veinte de alto, se levantaba en dos patas. Tenía flores en la grupa. Leonel se detuvo al verlo, como sorprendido.

—¿Desde cuándo lo tenés? —preguntó, riendo y sacudiendo la cabeza.

—No lo sé. Una amiga lo encontró en un cubo de basura en la calle. ¿Por?

—Por preguntar. Pero es tuyo, ¿no? ¿Es tu caballo?

Nos habíamos acercado a la cocina, que también debía de parecer extraña, sin nada en las encimeras, ni el menor rastro de que alguna vez se preparase en ella comida. Las niñas no se alejaban de su padre, y ocultaban la cara detrás de su camisa, pero poco a poco empezaron a lanzarme miradas.

—¿Os gustan los conejos? —pregunté en español, recordando la palabra para el animal—. Están en su madriguera, en el jardín: ¿queréis ir a verlos? Hay dos mamás y las crías tienen dos meses. Podéis jugar con ellas.

Leonel se agachó para oír algo que le susurraron al oído y les indicó con la cabeza que podían salir.

—¿Tenés café? Llevo tres días manejando. Estoy muerto. ¿Y podrías quitar estas cosas de la mesa? Necesito mostrarte algo. Tenemos trabajo que hacer.

¿Trabajo? Recuerdo haber pensado: «¿Qué trabajo?». Pero él ya estaba apartando mis papeles y...



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