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Fortea / Carlos | Tormenta de polvo fino | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 3, 216 Seiten

Reihe: Hallazgos

Fortea / Carlos Tormenta de polvo fino


1. Auflage 2025
ISBN: 979-13-9907553-3
Verlag: Nota al margen
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 3, 216 Seiten

Reihe: Hallazgos

ISBN: 979-13-9907553-3
Verlag: Nota al margen
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



«Hablo con mucha gente que ha sido arrancada del lugar asignado por la vida, y todos quieren volver alguna vez; los primeros recuerdos se graban y se esculpen en la memoria, y los pasadizos por los que nos movemos están tapizados con las imágenes de esa primera época, cuando permanecíamos, cuando aún no sabíamos que íbamos a irnos». A través de recuerdos personales y memorias ajenas rescatadas de archivos polvorientos, los personajes de Tormenta de polvo fino  transitan dos siglos de la historia de España, desde la guerra de la Independencia hasta nuestros días. Entre la expectativa, la incertidumbre y el desencanto, un afrancesado entiende que el progreso solo puede provenir de las fuerzas extranjeras, una familia española llega de las colonias de ultramar, una actriz es traicionada por su época y un profesor lucha en la Guerra Civil en el bando que termina coartando su destino. Historias que revelan los vaivenes de un país convulso.  Con una mirada crítica hacia la política y el poder, un estilo depurado y un lenguaje preciso, Carlos Fortea reflexiona sobre el modo en que elpasado condiciona el presente y si recordar es, acaso, una forma de comprender.   «Carlos Fortea es un auténtico hombre de letras. Ha recorrido todos los ámbitos y en todos ha tenido éxito y reconocimiento crítico». Nueva Tribuna «Fortea es escritor, traductor y profesor, [...] estas actividades se alimentan las unas de las otras hasta crear, tal vez, una única realidad». Zenda

«Escribo como leo: para saber qué va a pasar después». Carlos Fortea (1963) nació y creció en Madrid, donde fue testigo de la transición y de la movida y donde se hizo como escritor. Ha sido profesor de traducción en la Universidad de Salamanca y lo es, en la actualidad, en la Universidad Complutense. Su obra está formada por ocho novelas -Los jugadores (2015) fue finalista del Premio Espartaco de la Semana Negra de Gijón-, dos ensayos, una obra de teatro y más de ciento cincuenta traducciones de literatura alemana que le han valido, entre otros, el Premio Nacional a la Mejor Traducción en 2023 por Los Effinger: una saga berlinesa, de Gabriele Tergit.
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I


El presente, nos imaginamos, yace eternamente ante nosotros, es una de las pocas cosas de la vida de las que no podemos separarnos. Nos abruma en los dolorosos primeros momentos de nuestra llegada al mundo, cuando todavía es demasiado nuevo para que lidiemos con él o lo afrontemos, y permanece a nuestro lado durante la infancia y la adolescencia, en esos años previos al peso de la memoria y de las expectativas, y por eso resulta triste y un poco inquietante comprobar que, a medida que envejecemos, cada vez somos menos capaces de tocarlo, rozarlo o vislumbrarlo siquiera, que cuando más parece que nos acercamos a él es en esos breves instantes en que nos detenemos a considerar el espacio que ocupan nuestros cuerpos, la íntima calidez de las sábanas entre las que nos despertamos, la superficie rayada de la ventana de un tren que nos lleva a otro lugar, como si el único medio a nuestro alcance para detener el tiempo fuese intentar impedir físicamente que se muevan los objetos de nuestro alrededor. El presente, comprendemos, nos esquiva cada vez más a medida que van pasando los años, mostrándose fugazmente antes de zafarse de nosotros en el incesante movimiento del mundo, huyendo en cuanto apartamos la vista sin apenas dejar rastro de su paso, o al menos eso parece a posteriori, cuando en el siguiente breve instante de consciencia, en la siguiente ocasión en que conseguimos detener el movimiento de las cosas, nos percatamos del tiempo transcurrido desde la última vez que fuimos conscientes de nosotros mismos, nos damos cuenta de cuántos días, semanas y meses se han esfumado sin nuestro consentimiento. Ocurren cosas, los estados de ánimo fluyen y refluyen, las personas y las situaciones van y vienen, pero al volver la vista atrás en esas raras coyunturas en las que, por la razón que sea, nos elevamos sobre la ensoñación circular de la vida cotidiana, nos sorprende un poco ver dónde estamos, como si nos hubiésemos ausentado mientras todo sucedía, como si hubiésemos estado en otro lugar durante el tiempo al que solemos referirnos como nuestra vida. Cada mañana al despertarnos seguimos por rutas tortuosas el hilo del hábito, salimos de casa para entrar en el mundo y por la noche volvemos a nuestra cama, nos desplazamos sin ver por caminos conocidos, y así un día da paso a otro y una semana a la siguiente, de modo que cuando en medio de esta ensoñación sucede algo y el hilo finalmente se corta, cuando, en un momento de deseo intenso o de pérdida inesperada, se interrumpen los ritmos de la vida, miramos a nuestro alrededor y nos sorprende discretamente ver que el mundo es más vasto de lo que pensábamos, como si se nos hubiese privado con artimañas de todo ese tiempo, de un tiempo que en retrospectiva no parece que haya albergado nada importante, ningún cambio ni ninguna duración, un tiempo que vino y se fue dejándonos en cierto modo, intactos.

De pie frente a la ventana de su habitación, mirando a través del cristal polvoriento el solar abandonado de al lado, la tierra invadida por hierbas y maleza, las botellas de arak vacías desparramadas junto a la cancela, era esta extraña sensación de haber sido expulsado del tiempo lo que mantenía inmóvil a Krishan mientras trataba de entender la llamada que acababa de recibir, la llamada que había desbaratado todos sus planes para esa tarde, la llamada que le había informado de que Rani, la antigua cuidadora de su abuela, había muerto. Krishan había vuelto poco antes de la oficina de la ONG en la que trabajaba, se había descalzado y al subir las escaleras se había encontrado a su abuela, como de costumbre, a la puerta de su habitación, esperando impaciente para compartir con él todos los pensamientos que había ido acumulando a lo largo del día. Su abuela sabía que la mayoría de los días salía del trabajo entre las cinco y las cinco y media, sabía que si volvía derecho a casa, y dependiendo de si volvía en tuk tuk, en autobús o andando, lo normal era que llegase entre las cinco y cuarto y las seis y cuarto. Su llegada puntual era un axioma en la organización de la jornada de su abuela, y le exigía su cumplimiento con tal severidad que, a la menor desviación de la norma, solo se dejaba apaciguar por una explicación minuciosa, como que una reunión urgente o una fecha de entrega le habían entretenido más tiempo del habitual o que las calles estaban bloqueadas por culpa de una manifestación o de un desfile, es decir, por el convencimiento de que la desviación era un caso excepcional y de que las leyes para el funcionamiento del mundo que había fijado en su habitación seguían vigentes. Krishan la había escuchado mientras le detallaba la colada que tenía por hacer, sus conjeturas acerca de lo que guisaría su madre para cenar, su plan de lavarse el pelo a la mañana siguiente, y cuando al fin hizo una pausa en su discurso él comenzó a alejarse arrastrando los pies, diciendo que más tarde iba a salir con unos amigos y que antes quería descansar un rato en su cuarto. Sabía que a ella le iba a doler su inesperada deserción, eso seguro, pero Krishan llevaba toda la tarde esperando para estar un rato a solas, para tener un poco de tranquilidad y poder pensar en el correo electrónico que había recibido ese mismo día, el primer mensaje de Anjum desde hacía mucho tiempo, el primer intento que había hecho desde el final de su relación por saber a qué se dedicaba ahora y cómo era su vida. Nada más leer el mensaje Krishan había cerrado el navegador, había reprimido el deseo de releer y escudriñar cada palabra, sabiendo que sería incapaz de terminar su trabajo si se permitía reflexionar sobre el correo, que lo mejor era esperar a llegar a casa para pensar en todo sin ser molestado. Se había quedado hablando un rato más con su abuela, que tenía por costumbre hacerle más preguntas cuando sabía que quería marcharse a fin de retrasar o prolongar la despedida, y después la había seguido con la mirada mientras se metía a regañadientes en su habitación y cerraba la puerta. Krishan había permanecido unos instantes más en el vestíbulo y se había ido a su cuarto, había cerrado la puerta y había dado dos vueltas a la llave en la cerradura, como si la doble vuelta fuese a garantizarle la soledad que buscaba. Había encendido el ventilador, se había desnudado y se había puesto una camiseta y un pantalón corto limpios, y acababa de echarse en la cama y de estirar las extremidades, de prepararse para pensar en el correo y en las imágenes que le traía a la mente, cuando el teléfono del pasillo había empezado a sonar, invadiendo la habitación a través de la puerta con su tono insistente y agudo. Krishan se había incorporado y se había quedado sentado unos segundos en la cama esperando que parase, pero había seguido sonando, y ligeramente molesto y dispuesto a zanjar la llamada lo antes posible, con brusquedad si era necesario, se había levantado para salir al pasillo.

La persona que llamaba se identificó, un tanto vacilante, como la hija mayor de Rani, presentación cuyo significado Krishan había tardado unos segundos en captar, no solo porque el correo de Anjum le había distraído, sino también porque hacía tiempo que la cuidadora de su abuela no le pasaba por la cabeza. Habían transcurrido siete u ocho meses desde la última vez que la había visto, cuando Rani se había ido a su pueblo, al norte del país, a pasar, en teoría, cuatro o cinco días solamente. Había ido para organizar el quinto aniversario del fallecimiento de su hijo menor, muerto en los bombardeos del penúltimo día de la guerra, y para asistir al día siguiente al pequeño homenaje que iban a celebrar los supervivientes en el escenario de la batalla final, apenas a unas pocas horas del pueblo en autobús. Una semana más tarde, Rani había llamado para decir que iba a necesitar un poco más de tiempo, que tenía que encargarse de unas cuestiones urgentes antes de volver… al parecer habían gastado en el aniversario más dinero del previsto y tenía que ir al pueblo de su yerno para hablar en persona de finanzas con su hija, un par de días como mucho. Pasaron dos semanas antes de que volvieran a tener noticias suyas, cuando llamó para decir que estaba enferma, que había estado lloviendo, que había pillado una especie de gripe, les había explicado, y que necesitaba unos días más para recuperarse antes de emprender el largo viaje de vuelta. Había sido difícil imaginarse a Rani gravemente afectada por la gripe, ya que, a pesar de sus cincuenta y muchos años, con su corpulencia y su constitución robusta, daba la impresión de ser excepcionalmente fuerte, en absoluto una persona a la que fuera fácil imaginarse postrada por culpa de un virus común. Krishan todavía recordaba cómo el anterior día de Año Nuevo, mientras hervían arroz con leche de coco en el jardín por la mañana temprano, uno de los tres ladrillos que sostenían la rebosante olla de acero había cedido, y a punto había estado de volcar de no ser porque ni corta ni perezosa Rani se había agachado y, agarrando la olla ardiente con las manos desnudas, había esperado sin dar muestras de urgencia a que Krishan colocase otra vez el ladrillo para poder dejarla en su sitio. Si aún no había vuelto no podía ser porque estuviera demasiado débil o enferma para emprender el viaje de regreso, habían pensado su madre y él, más probable era que el retraso obedeciese al impacto del aniversario y del homenaje en su ya frágil estado mental. Como no querían añadirle una presión innecesaria, le habían dicho que no se preocupase, que no había prisa, que no volviese hasta que se encontrase mejor. Que el estado de salud de Appamma había mejorado drásticamente desde que vivía con ellos y ya no era...



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