E-Book, Spanisch, Band 168, 400 Seiten
Reihe: Impedimenta
Fowles La torre de ébano
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17115-29-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 168, 400 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17115-29-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Con la precisión y el dominio del lenguaje que caracterizan su narrativa, Fowles nos vuelve a sumergir en un mundo poblado de personajes propios de lo mejor de la mitología clásica. Un joven crítico de arte se replantea su convencional vida tras visitar a un pintor inglés retirado voluntariamente a la campiña francesa en compañía de dos misteriosas muchachas. Un ladrón filosófico despierta a un escritor para someterle a la peor de las torturas. La desaparición de un exitoso miembro del Parlamento pone en jaque a la policía londinense. Un grupo de amigos, cada uno con sus miserias, pasa unos días agridulces en un idílico paraje campestre. Estas cuatro historias, acompañadas de la traducción de un romance amoroso medieval francés, recogen los apasionantes temas de las novelas que convirtieron a este autor en uno de los referentes de la literatura inglesa del XX. Cinco relatos del autor de 'La mujer del teniente francés' y 'El coleccionista', que constituyen ejemplos perfectos del estilo riquísimo, deslumbrante y magistral de Fowles, y que están a la altura de sus mejores obras.
John Fowles nació en 1926 en Leigh-on-Sea, un pequeño pueblo del condado de Essex situado a unos sesenta kilómetros de Londres. Él mismo resume su infancia en una sola frase: 'Llevo tratando de escapar de ella desde entonces'. Tras finalizar sus estudios en la Bedford School, se matriculó en la Universidad de Edimburgo, donde se especializó en Francés y Alemán. En 1945 comenzó el servicio militar obligatorio, pero la Segunda Guerra Mundial terminó poco después de que finalizara su formación militar, lo que para Fowles fue una suerte ya que la vida en el ejército no era lo suyo, como él mismo se encargaría de repetir en diversas ocasiones. Los siguientes cuatro años los pasó en Oxford, donde descubrió el existencialismo francés, movimiento al que se adheriría de inmediato y que le apasionaría. En concreto, admiraba a Camus y a Sartre, cuyas ideas acerca de la voluntad del individuo se correspondían con las suyas. Después de obtener la licenciatura en 1950, se dedicó de lleno a la enseñanza, profesión que ejerció en varios lugares del mundo, como Francia, Inglaterra o Grecia. Y fue precisamente en Grecia donde comenzó a escribir de una manera más constante y profesional. A partir del año 1963, y gracias al éxito de su primera novela, El coleccionista, pudo dedicarse a la literatura a tiempo completo. En 1968 se mudó a Dorset, que serviría de escenario para la más conocida de sus novelas, La mujer del teniente francés, cuyo texto sería adaptado posteriormente por Harold Pinter para convertirlo en la exitosa película protagonizada por Meryl Streep. También El Mago, una obra de culto en Estados Unidos, se llevaría a la gran pantalla en 1968. En 1979, Fowles escribió su ensayo más conocido, El árbol, un libro parcialmente autobiográfico en el que narra su relación con el arte y la creación, y que es también un alegato a favor de la conservación de la naturaleza salvaje. Fowles fallecería en su casa de Dorset el día 5 de noviembre de 2005, después de una larga batalla contra una apoplejía sufrida en 1988.
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ELIDUC
UNA NOTA PERSONAL En un principio, el título provisional de esta colección de relatos era Variaciones, y con él pretendía sugerir las variaciones de determinados temas que aparecen en mis libros previos, y de los métodos de presentación narrativa. Sin embargo, lo último que querría es que algunos lectores se sientan en desventaja porque no están familiarizados con mi obra o porque no pueden jurar, con la mano en el pecho, que conocen la diferencia entre récit y discours. Quédense tranquilos. Uno de los motivos por los que descarté el título provisional fue que los primeros lectores profesionales, que sí conocen mis libros, no veían ninguna justificación válida para esas Variaciones…, al margen de un espejismo muy privado en la mente del autor. Cedí a su opinión y, aparte de esta mención, decidí dejar ese espejismo en mi fuero interno. Sin embargo, La torre de ébano es una variación bastante clara. La fuente de su atmósfera, así como de una parte de su temática y su escenario, es tan remota y está tan olvidada —aunque a mí me parezca trascendental en la historia de la ficción— que me gustaría resucitar un fragmento de ella. Además, el misterio sin explicación, como todo agnóstico y novelista sabe, constituye la vil prueba de la elusión de la responsabilidad creativa. Sobre mi conciencia pesa una comadreja muerta. Y, aún más dentro de mí, una mujer muerta. Cuando estudiaba francés en Oxford, leía con una actitud omnívora, aunque movido mucho más por la ignorancia que por la inteligencia. Apenas me había formado una idea de mis auténticos gustos, pues por entonces aún me tragaba el mito, tan extendido a la sazón, de que solo los profesores se habían ganado el derecho a tener preferencias personales. Jamás se me ocurriría vender esta idea a ningún estudiante actual, pero hay que reconocer que contaba con una ventaja: los gustos y las antipatías se acababan formando de manera estrictamente pragmática. De hecho, yo mismo aprendí a valorar lo que, con el paso de los años, no podía olvidar. Uno de esos supervivientes obstinados en mi memoria era El gran Meaulnes, de Alain-Fournier. Ahora, un buen número de jóvenes doctorandos me dicen que no han logrado descubrir paralelismos significativos entre El gran Meaulnes y mi novela El mago. Debí de cortar el cordón umbilical —la auténtica conexión exige una metáfora así— de una forma mucho más limpia de lo que supuse en su momento. O quizá la crítica académica moderna está ciega ante las relaciones que son mucho más emocionales que estructurales. Henri Fournier me cautivó desde el primer momento, cosa que no me ocurría con ninguna otra parte de mi plan de estudios. El francés antiguo, con sus latinismos, sus ortografías confusas y su gran riqueza de formas dialectales puede resultarle fascinante al lingüista; sin embargo, para alguien que quiere leer el significado y la historia, su nivel de dificultad resulta, simple y llanamente, irritante. No obstante, con el paso del tiempo descubrí que había un campo de la literatura francesa antigua reacio a caer en el olvido que yo le deseaba a todo aquel período una vez aprobados los exámenes finales. Ese campo —«bosque» sería más apropiado— era el romance céltico. Me temo que el extraordinario cambio en la cultura europea que se produjo bajo la influencia de la imaginación británica —en el sentido céltico original de la palabra— nunca se ha reconocido o analizado por completo. Conocemos perfectamente la obsesión por la caballería, el amor cortés, el cristianismo místico y de las Cruzadas, o el síndrome de Camelot —quizá incluso más de la cuenta, si pensamos en algunas parodias recientes de este último, núcleo de sabiduría popular—. Sin embargo, considero que también debemos —en el plano emocional y creativo, cuando menos— la esencia misma de lo que desde entonces hemos entendido por ficción, la novela y todos sus hijos, a esa extraña invasión norteña del imaginario de la Alta Edad Media. Podríamos esbozar una sonrisa condescendiente ante las ingenuidades y la técnica narrativa primitiva de relatos como Eliduc, pero dudo mucho que cualquier escritor de ficción con un rastro de decoro lo haga, por un motivo muy sencillo. Leyendo este relato está contemplando en realidad su propio nacimiento. En lo que a su biografía se refiere, apenas sabemos nada sobre María de Francia. Hasta su nombre es una mera deducción, a la que se llegó mucho después de su muerte, a partir de una línea de una de sus fábulas: «Marie ai nun, si suis de Franc». «Me llamo María y soy de…» Y ni siquiera tenemos la certeza de que se refería a la zona que hoy entendemos por Francia. En verdad, lo más probable es que hablase solo de la región que rodea París: Île-de-France. Aunque también existen tenues fundamentos lingüísticos, entre otros, para suponer que podría ser de la región de Normandía conocida como Vexin, colindante con la cuenca parisina. En algún momento de su vida, María fue a Inglaterra, quizá como miembro de la corte de Leonor de Aquitania. El rey al que dedica sus Lais, o historias de amor, podría ser el marido de Leonor, Enrique II, cruz de Tomás Becket. Existe incluso la posibilidad real de que María fuese hermana ilegítima de Enrique. Su padre, Godofredo V de Anjou, tuvo una hija natural que se llamaba así, y que se convirtió en abadesa de la abadía de Shaftesbury en torno a 1180. No todas las abadesas medievales llevaban vidas solemnes y devotas; y, en cualquier caso, los romances se escribieron, casi con toda probabilidad, en la década anterior. Que las otras dos obras de María que han sobrevivido sean de carácter religioso y daten con certeza de después de 1180 refuerza esa identidad. Si «María de Francia» era, efectivamente, la María que estaba en el lado ilegítimo de las sábanas angevinas y que se convirtió en abadesa de Shaftesbury, debió de nacer antes de 1150. También sabemos que la abadesa vivió hasta 1216. Cuesta muchísimo imaginar que los Lais no los escribiese una joven mujer con una buena educación (y por ende, en aquella época, de buena cuna). Que era romántica y estaba llena de vida podemos deducirlo con facilidad. Y también que su trabajo fue un éxito literario fulgurante, como atestiguan la gran cantidad de manuscritos y traducciones de la época. Hasta cabría considerarla una de las primeras víctimas del machismo, enviada a Shaftesbury para enmendar su picardía, pues existen pruebas fehacientes de que la Iglesia no veía sus historias con buenos ojos. Muy poco después de que los Lais viesen la luz, un caballero llamado Denis Piramus —monje, para más señas, y crítico literario nato— escribió un comentario sarcástico y ácido sobre la popularidad de la autora. Piramus había averiguado por qué las historias proporcionaban aquel dudoso placer al público aristocrático: porque estaban oyendo exactamente lo que les gustaría que les ocurriese a ellos. Con sus Lais, María se propuso salvar del olvido algunos relatos célticos, esas historias del difuso corpus popular que los académicos llaman matière de Bretagne. El ciclo artúrico y la historia de Tristán e Isolda son las más importantes de las que han pasado a la posteridad. Se ignora si la autora las escuchó por primera vez de fuentes francesas o inglesas, pues la descripción que proporciona sobre su origen, bretun, se usaba en la época como un término racial, que no geográfico, para los celtas britanos —incluía a los galeses y los córnicos, además de a los bretones propiamente dichos—. Por supuesto, se tiene constancia escrita de lo lejos que llegaron los juglares célticos mucho antes de los tiempos de María, y puede que oyese sus actuaciones en cualquiera de las principales cortes. Sin embargo, mucho más importante que esta labor cuasi arqueológica fue la transmutación que se produjo cuando María integró su conocimiento del mundo con el material antiguo, introduciendo con gran eficacia un elemento completamente nuevo en la literatura europea. En particular, se trataba de un componente relativo a la integridad sexual y a una percepción muy femenina sobre cómo se comportan de verdad las personas —y cómo el comportamiento y los problemas morales pueden expresarse a través del diálogo y la acción—. María dejó para su posteridad algo que también logró Jane Austen: estableció un nuevo patrón de exactitud en torno a las emociones humanas y sus absurdidades. Podríamos acercar aún más a las dos autoras, pues la base común de todas las historias de María (lo que ella misma definió como desmesure, o exceso apasionado) es extraordinariamente afín a la opinión de la novelista sobre el juicio y el sentimiento. Aunque existe, además, otra similitud que nos resulta mucho más difícil de percibir hoy en día: el humor. Como las historias de María están tan alejadas de nosotros, solemos olvidar que buena parte de sus temas estaban igual de alejados de su siglo xii. De este modo, estaríamos infravalorando sobremanera la complejidad de la autora y del público de su época si nos lo imaginásemos escuchándolas con el rostro impávido y total credulidad. Aquello...