E-Book, Spanisch, 400 Seiten
G. Mi jefe
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17683-30-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 400 Seiten
ISBN: 978-84-17683-30-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Whitney G. (1988, Tennessee, Estados Unidos) es una optimista de la vida obsesionada con los viajes, el té y el buen café. Es autora de varias novelas best seller incluidas en las listas de The New York Times y de USA Today, y cofundadora de The Indie Tea, página que sirve de inspiración para autoras de indie romántico. Cuando no se encuentra hablando con sus lectores a través de su página de Facebook, la podremos encontrar en su web, en su instagram, en twitter... Pero si no la vemos en las redes, es porque está encerrada trabajando en una nueva y loca historia... Mi jefe es la cuarta novela de Whitney que publicamos en nuestra colección Phoebe, después del éxito de Una noche y nada más (2017), Turbulencias (2017) y Carter y Arizona (2018).
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1
Claire
Mi reflejo me mentía.
Me mostraba a una mujer feliz con brillantes labios rojos y sombra de ojos color coral. Una mujer que parecía que acababa de ganar la lotería, no una con el corazón roto que llevaba los cuatro últimos años tratando de rehacer su vida.
«No aparentas tu edad… No aparentas tu edad…».
Casi podía indicar hasta dónde iban a llegarme las arrugas, por dónde se multiplicarían los pliegues de los párpados mientras se extendían sin parar; por dónde se me diluirían los labios y se me disolverían en la boca. Hasta ahora había tenido suerte, pero estaba segura de que solo era gracias a las múltiples cremas antienvejecimiento y antiarrugas que me aplicaba desde hacía tiempo.
En dos semanas cumpliría cuarenta años, y estaba empezando a mostrar todos los síntomas de una crisis de mediana edad. Comenzaba a cuestionarme todo lo que había hecho en mi existencia, comparándome con mis amigas, mientras me preguntaba si volvería a encontrar más satisfacciones a lo largo del camino. Incluso había escrito una lista con todo lo que tenía que hacer cuando fuera mi próximo cumpleaños:
1) Esbozar un plan para dejar mi trabajo en cinco años y seguir mi carrera soñada: diseñadora de interiores.
2) Cancelar todas las tarjetas de crédito y ponerme a pagar unas cuotas más altas de la hipoteca.
3) No leer tantos libros románticos…
4) Ahorrar lo suficiente para llevar a mis hijas a un crucero de una semana en verano.
5) Dejar de buscar posibles arrugas y líneas de expresión y pasar de la idea de ponerme bótox.
6) Limpiar mi casa de arriba a abajo y mantenerla en ese estado.
7) Dejar de echarme la culpa del divorcio.
8) Dejar de odiar a mi ex mejor amiga por formar parte del asunto…
9) Descubrir un restaurante nuevo cada mes.
10) Aprender a ser feliz en soledad.
—¡Claire, espabila! ¡Vamos a llegar tarde! —me gritó mi amiga Sandra desde la cocina.
—¡Ya voy! —chillé, cogiendo la chaqueta antes de bajar las escaleras.
Me eché un último vistazo en el espejo del pasillo y maldije entre dientes. No podía creerme que me hubiera dejado convencer por Sandra para asistir a otra fiesta para solteros. Nunca conocía a nadie con el que mereciera la pena perder el tiempo en esas cosas, y el fétido olor de la desesperación siempre flotaba en el aire.
—¡Estás estupenda! —me dijo Sandra mirando mi vestido negro con escote palabra de honor—. ¿Te puedo pedir prestada tu ropa?
—Solo si yo te puedo pedir prestada tu vida…
Puso los ojos en blanco e ignoró mi pesimismo, como de costumbre.
—Esta noche es la noche, lo presiento. Hoy conocerás al hombre perfecto.
«Siempre dice lo mismo…».
—Sands, ¿de verdad es obligatorio que vayamos? Tengo que mirar algunas cosas del trabajo y…
—¡¿El día de fin de año?! ¿Es que te has vuelto loca? ¡Vamos a salir!
—¿Por qué? Hemos asistido a un montón de fiestas así y siempre es lo mismo… ¿No podemos quedarnos en casa, beber un poco de vino y charlar?
—Claire… —La miré mientras se dirigía a la puerta—. Vamos a salir —repitió, abriéndola—. Ahora. No tienes trabajo que hacer, y lo sabes. Y te toca conducir a ti, así que vamos.
Me acerqué al bufé libre y me puse algunos chips vegetarianos en el plato. Leí el letrero que se balanceaba sobre la barra con un suspiro:
«Fiesta de fin de año para solteros. Permite que la magia fluya».
Sin tener en cuenta aquel mensaje tan ñoño, el interior del Pacific Bay Lounge dejaba mucho que desear: las mesas eran tablas de surf, había viejos bancos de jardín por doquier y del techo colgaban sucias banderillas de colores azules y verdes para que parecieran olas.
El salón era inmenso, aunque no suponía una sorpresa, ya que la gente que se sentía sola acostumbraba a acudir a este tipo de eventos. Estaba tan hecha a ellos que me había convertido en una buena lectora de actitudes: el tipo que había junto a la ventana tenía por lo menos sesenta años, aunque el tinte que debía de llevar echándose más de veinte años comenzaba a pasarle factura; era evidente que la mujer que bailaba al lado de los altavoces acababa de divorciarse, pues todavía usaba la alianza y se tomaba un trago cada vez que el dj gritaba: «¡Un brindis por todas las solteras!».
Había estado en su lugar, de hecho.
Los asientos que había delante de las ventanas de la pared del fondo estaban ocupados por tímidas mujeres que no hacían más que atusarse la ropa y el pelo como si fueran nerviosas alumnas de secundaria. La mayoría se obligaba a estar allí, y seguramente no habían disfrutado de una relación plena y funcional en su vida.
Cogí dos cervezas que había en el extremo de la mesa y ocupé un sofá vacío, desde donde contemplé cómo un hombre intentaba invitar a bailar, con poca fortuna, a una de aquellas mujeres.
—¿Está ocupado este asiento? —Me olvidé de la pareja para estudiar al magnífico ejemplar masculino de ojos grises que me sonreía amablemente.
—No. No lo está.
—¡Genial! —Se sentó y puso su cerveza sobre la mesa—. Me llamo Lance. ¿Cómo te llamas tú?
—Claire. Claire Gracen.
—Bonito nombre. ¿Cómo te ganas la vida, Claire?
—Soy directora de marketing de una empresa de software. ¿Y tú?
Pasó el dedo por la etiqueta de la botella.
—Poseo una compañía de cerveza, Leyland Beers. Está en Nevada.
—Impresionante… —comenté—. ¿Y qué haces exactamente para…?
—Si no te importa que te lo pregunte —me interrumpió—, ¿cuál es tu edad?
«Agg…, allá vamos».
—Treinta y nueve años, ¿y la tuya?
—Guau… —Me miró de arriba abajo—. La mía, cuarenta y siete. ¿Tienes hijos?
No pude reprimir la sonrisa.
—Dos hijas. ¿Y tú?
—No, yo no. Sin ánimo de ofender, la vida es demasiado corta para perder el tiempo así. ¿Puedo llamarte alguna vez?
«¿En serio? ¿Así funciona todo hoy en día? ¿Edad? ¿Hijos? ¿Número de teléfono? ¿Es que el arte de conversar ha muerto?».
—Sí, claro… —Me obligué a sonreír—. Esto es…
—Espera, ¿qué edad tienen tus hijas? ¿Están con una canguro esta noche o son adolescentes que te roban cervezas de la nevera mientras te diviertes? Prefiero ser sincero contigo: no busco nada serio, y las mujeres con hijos tienden a ser más…
—¿Sabes qué? —me levanté—. Necesito ir al cuarto de baño. Vuelvo enseguida.
Pasé entre la multitud para ir a la terraza exterior, donde muchos de los asistentes disfrutaban viendo las olas del Pacífico. Respiré hondo para inhalar el salado aire marino, lo único a lo que todavía no me había acostumbrado desde que me había mudado a la Costa Oeste.
Cuando miré por encima del hombro, vi que Sandra estaba hablando con un tipo al que le tocaba el hombro burlonamente mientras se mordía el labio. Me pilló observándola y me hizo señas para que me acercara. Me pareció leerle en los labios «¡Tiene un amigo!».
Volví la cabeza al tiempo que ponía los ojos en blanco.
—No me parece que te lo estés pasando muy bien —dijo una voz ronca a mi lado.
Ni siquiera me molesté en mirarlo. No quería entablar más conversaciones inútiles ni sufrir presentaciones estúpidas. Solo quería irme a casa.
Suspiré.
—Treinta y nueve años. Cuarenta dentro de dos semanas, hace cuatro años que me he divorciado y soy la madre de dos hijas adolescentes.
No dijo nada más, y cuando me volví hacia la izquierda, vi que se había alejado y que estaba en mitad de la terraza.
Tomé otro sorbo de cerveza antes de negar con la cabeza. Sabía que ahuyentar a mis posibles pretendientes no me beneficiaba en absoluto, pero no podía evitarlo. Todavía no había asimilado que estuviera soltera de nuevo.
Mi vida era perfecta hacía solo unos años; un matrimonio de catorce años con un hombre que yo pensaba que me amaba, un precioso hogar en un acogedor barrio en las afueras de Pittsburgh, una carrera meteórica… Y todo terminó de golpe y porrazo. Se había roto del todo. No había posibilidad de arreglo.
Se había destrozado, se había acabado para siempre, y yo era la que había salido más arruinada…
Le envié a Sandra un mensaje de texto mientras iba hacia el aparcamiento, al tiempo que rechazaba numerosas ofertas para bailar.
—¡Eh, eh, eh…! —Sandra entró en el vehículo y cerró la puerta—. ¡Solo llevamos aquí veinte minutos! ¿Ni siquiera quieres quedarte hasta que sea la cuenta atrás de Año Nuevo?
—No.
—¿Por qué? ¿Qué te pasa? He visto al tipo con el que hablabas. ¡Era muy guapo!
—Mira, Sands, ya no tengo veinte años. No puedo seguir acudiendo a estas fiestas como si esperara conocer al amor de mi vida. Ya lo conocí, ¿recuerdas? —Se me quebró la voz—. Y no funcionó…
Me apoyé en el respaldo y me obligué a tragar el nudo que notaba en la garganta.
La idea de haber perdido a mi marido por mi mejor amiga todavía me dolía. Había pasado tiempo desde el divorcio, pero el dolor continuaba despertándome algunas noches, se colaba en mis sueños y me golpeaba el corazón como un martillo gigante.
—Estás pensando en Ryan y Amanda, ¿no? —Me tendió un pañuelo de...




