García-Rojo Cantón | Lobo. El Camino de la Venganza | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 307, 232 Seiten

Reihe: Gran Angular

García-Rojo Cantón Lobo. El Camino de la Venganza


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1120-324-1
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 307, 232 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-1120-324-1
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Los saltadores atraviesan los cuadros para viajar entre mundos. Su objetivo es encontrar objetos de valor, pero eso implica grandes riesgos. Por ello, la vida y la muerte no significan nada para un saltador: su vida la perdió en el primer salto y la muerte espera encontrarla en el siguiente. Esta es la historia de Lobo, un saltador a quien nunca le gustó perder. Y también es la historia de Fénix, una chica a quien sorprendió la aventura cuando no esperaba nada de la vida.

Patricia García-Rojo (Jaén 1984) es escritora de poesía y literatura infantil y juvenil. En 2013 quedó finalista del Premio Gran Angular con Lobo. El camino de la venganza, novela que recibió el Premio Mandarache (2016). En 2015 ganó el Premio Gran Angular con su novela El mar, también publicada en Rusia y en Corea del Sur. En 2017 publicó Las once vidas de Uria-ha, finalista de los premios Kelvin (2018). En 2019 vio la luz Yo soy Alexander Cuervo, finalista también de los Premios Kelvin (2020) y los Premios Templis (2020). En narrativa infantil comenzó a publicar en 2017 su serie La pandilla de la Lupa (Barco de Vapor) que cuenta a día de hoy con cinco títulos, y en 2019 ganó el Premio Ciudad de Málaga de Narrativa Infantil con El secreto de Olga. Además de ser escritora, es profesora de Lengua Castellana y Literatura en un instituto de Mijas (Málaga).
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CAPÍTULO 2


–¡Has arriesgado la misión y, para colmo, nos has traído este regalito! –gritaba Lobo, mientras yo me mantenía hecha un ovillo junto a la lumbre.

El último salto nos había conducido a un lugar entre dunas de arena fría. La noche se mostraba inquietante sobre nosotros. Ninguna de las lunas que yo había conocido aparecía en aquel marco celeste. ¿Cómo de lejos estaría de mi hogar? ¿Qué habría pasado en el palacio de Jokob Calaned cuando se hubiese conocido mi extraña aventura? Estaba convencida de que Frankin habría contado una versión bien distinta de los acontecimientos sucedidos aquella misma mañana. Aquella misma mañana. Casi no podía creerlo.

Y ahora estaba allí, rodeada por tres extraños personajes que discutían sobre cosas que era incapaz de comprender. El hombre llamado Lobo parecía el jefe de todos. Era alto y fornido, con el pelo blanco recogido en una coleta baja y la sombra de una barba incipiente marcando su fuerte mentón. Sus ropas me inquietaban, jamás había visto semejante atuendo. Lobo vestía una especie de casaca roja, muy desgastada, sujeta con correas de cuero que le cruzaban el pecho, se abrigaba el cuello con una tela alargada y lucía unos pantalones negros de un tejido que parecía muy resistente. Dirigí mi mirada al fardo que había junto a él y reconocí el brillo de las espadas que descansaban entre unos sacos.

–Deja que Grillo se explique –indicó la única mujer que había en el grupo.

Ángel era una mujer espigada y atlética, que despedía elegancia en cada uno de sus movimientos. Su piel era pálida, casi transparente, y sus labios cálidos destacaban junto a su nariz diminuta y sus ojos azules. Llevaba el pelo rubio peinado con delicadas trenzas que culminaban en un perfecto recogido que dejaba al descubierto su largo y terso cuello. Nunca supe la edad que tenía. A veces, al mirarla, me parecía una niña, pero, justo al instante siguiente, aparentaba ser mucho mayor que todos los demás. Llevaba un fino vestido blanco hasta los tobillos, recogido con delgadas cintas. Envidié la extraña chaqueta con la que se abrigaba, casi le llegaba por las rodillas y parecía de lana gruesa. Yo solo sentía el frío del desierto intentando llegar hasta mis huesos.

–¡Ya no sirven las explicaciones! –gritó Lobo gesticulando con violencia, y me encogí acobardada.

–Lobo, me reconocieron –cedió Grillo, casi en una súplica–. ¿Qué querías que hiciese, que denunciase a la fuente? ¡Si no salía de allí en dos segundos, todas nuestras oportunidades de volver a dar con él se habrían esfumado!

El hombre respondió con un gruñido sordo y se dio la vuelta para mirar las dunas interminables.

–¿Llegaste a ver a la fuente? ¿Hay algún riesgo de que lo hayan descubierto? –inquirió Ángel alargando sus manos para calentarlas en el fuego.

–No. Creo que se quitó de en medio en cuanto vio la que se estaba armando.

–¿Cómo te reconocieron? –se interesó Lobo–. ¡Se suponía que habían cambiado a los guardias de ese cuadro!

–No tengo ni idea.

Grillo no me había prestado atención desde que llegamos. Solo se había lanzado como una fiera hacia uno de los sacos en busca de algo de comida, me había tendido un trozo de pan y se había bebido varias cantimploras de agua. Yo todavía abrazaba el mendrugo entre mis manos, incapaz de llevarme nada a la boca. El cansancio me habría hecho desvanecerme si el miedo y la sensación de desorientación no me hubiesen mantenido alerta.

–¿No te apetece comer? –me preguntó Ángel con dulzura. Era la primera vez que me hablaban directamente y me sobresalté por su atención. Negué con la cabeza sin mirarla–. ¿De dónde la has sacado, Grillo? Le has dado un susto de muerte a la pobre...

–Ni idea, debía ser el séptimo salto en menos de cinco minutos –explicó Grillo dejándose caer en el suelo para sentarse. Lobo y Ángel permanecieron de pie–. Estaba encerrada en un cuartucho, en los sótanos de un palacio. Tenía que encontrar como fuera un cuadro desde el que poder despistar a los tres sabuesos que me pisaban los talones, era imposible saltar a un tópico sin que me viesen. Ella me ayudó a encontrar una sala llena de pinturas, y así pude despistar a nuestros perseguidores.

–Tenías que haberla dejado allí –sentenció Lobo sin mirarme, con la mandíbula apretada.

–¡No podía hacer eso! –se quejó Grillo.

–¡Lobo, si la hubiese dejado allí, la habrían matado! Tú lo sabes mejor que nadie –defendió Ángel, y observé que lo miraba con una mezcla de sentimientos que no podía identificar todavía.

–Eran otros tiempos –respondió él, tajante–. Además, ese no es mi problema –se alejó del grupo unos pasos, y parecía que iba a largarse cuando se dio la vuelta y nos gritó–: ¡Mi problema es que ahora tenemos que cargar con una niña!

Después siguió caminando, dando patadas a la arena, que formaba pequeñas nubes brillantes a la luz de las estrellas. Clavé mis ojos en el fuego. Estaba claro que aquel no había sido mi mejor día. Y ahora era un estorbo. Quizá me dejasen allí; al fin y al cabo, no me debían nada. Apreté los dientes y rodeé mis rodillas con mis brazos.

–Grillo... –indicó Ángel.

–Voy –el muchacho se levantó de un salto y se fue en busca de Lobo.

Ángel se sentó a mi lado. Podía sentir el calor que irradiaba de ella.

–¿Estás asustada? –inquirió con su voz dulce, y volví a negar con la cabeza.

Entonces alargó una de sus delicadas manos hacia mí y me rozó la frente. En el mismo momento en que sus dedos me tocaron, comencé a llorar sin pronunciar sonido alguno, mientras un soplo templado se extendía dentro de mí.

–Esto está mejor –sonrió Ángel y, como había hecho mi madre cuando yo era una niña, me atrajo hacia sí y me acunó en sus brazos. En ese instante fui consciente de todo el tiempo que había vivido sin ser consolada por nadie cuando los ataques de Arlinda me arrastraban a la desesperación o sus caprichos infantiles intentaban desquiciarme.

Ángel comenzó a tararear una canción en voz bajita sobre mi oído mientras me acariciaba el pelo. Las imágenes del día volvieron a pasar por mi cabeza una tras otra como un torbellino incomprensible. ¿Dónde estaba? ¿Qué había sido de mi vida? ¿Qué me iba a pasar ahora?

* * *

Debí de quedarme dormida, porque no recuerdo nada más hasta que el frío me despertó. Alguien me había tendido sobre una estera, junto al fuego, y me había cubierto con una manta, pero mi fino vestido de criada no era protección suficiente para una noche a la intemperie. Me dolía todo el cuerpo y sentía la espalda agarrotada. Me sobresalté al darme cuenta de que Grillo me miraba. Estaba sentado al otro lado de la lumbre, cubierto con una gruesa tela. A la luz de la hoguera, el mechón blanco sobre su frente brillaba. Tenía el gesto serio, pero se forzó a sonreírme. Lobo y Ángel dormían, cada uno acurrucado a un lado del fuego.

Grillo se levantó y se dirigió hacia mí. Intenté moverme para incorporarme, pero no lo conseguí. Vi cómo mi secuestrador se acuclillaba a mi lado y alargaba una mano para tocarme el rostro.

–Estás helada –musitó.

Las llamas se reflejaban en sus ojos. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y me encogí aún más. Sin preguntarme, Grillo se tendió a mi lado y me cubrió también con su manta. Todo él desprendía calor, así que me olvidé de las convenciones que había aprendido durante toda mi vida y me acerqué a su cuerpo para hacer que el frío se alejase de mí. Comencé a tiritar de pies a cabeza.

–Lobo dice que eres mi problema –susurró–. Tengo que decidir qué hacer contigo.

Yo seguía temblando.

–¿Quieres que despierte a Ángel para que se tumbe también aquí? –inquirió en voz baja–. Estás congelada.

Negué con la cabeza y cerré los ojos con fuerza para evitar que el calor se me escapase. Noté que Grillo sonreía.

–Voy a contarte una historia –volvió a hablar con voz monocorde–. Debes estar consumida por las dudas.

Asentí con un leve movimiento.

–¿Donde tú vivías existía la magia? –inquirió. Responder a eso habría sido muy complicado, así que me abstuve de decir nada y esperé a que continuase–. Vale, verás... ¿Cómo me lo explicaron a mí en su momento? Es complicado...

Poco a poco, Grillo fue desgranando un complejo argumento que no habría sido capaz de creer si no lo hubiese experimentado en mi propia piel. Me explicó que ellos eran salteadores y que eso significaba que podían viajar a través de los cuadros. Cualquier cuadro original podía llevar a un salteador hasta la escena que representase.

–¿Como cuando hemos entrado en el cuadro de las niñas? –pregunté en un susurro.

–Exacto –continuó–. Esto hace que podamos...



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