E-Book, Spanisch, Band 42, 111 Seiten
Reihe: Pensamiento
González Prada Antología
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9007-548-7
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 42, 111 Seiten
Reihe: Pensamiento
ISBN: 978-84-9007-548-7
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Manuel González Prada (Lima, 1848-1918). Escritor y político peruano. Perteneciente a una familia aristrocrática de origen colonial, se definió desde su juventud como un político de ideología próxima al anarquismo y, en un intento de luchar contra la corrupción del sistema, acabó por fundar la Unión Nacional y publicar diversos ensayos y artículos en los que ponía de manifiesto su radicalismo político, anticlerical e indigenista. Su formación literaria, autodidacta, se centra en los clásicos españoles, los simbolistas franceses y algunos autores alemanes (Goethe, Schiller, Körner...) que él mismo tradujo. Sobre esta base, llevó a cabo una renovación métrica y rítmica de la lírica en castellano, que expuso en el tratado titulado Ortometría. Su poesía es fruto de un minucioso trabajo, y aunque se halla temáticamente vinculada a un romanticismo rebelde, que deja traslucir sus preocupaciones políticas y sociales; su expresión es siempre contenida y exacta, deudora del simbolismo. En vida sólo llegó a publicar tres libros de poemas (Minúsculas, 1901, Presbiterianas, 1909 y Exóticas, 1911); póstumamente aparecieron Trozos de vida (1933), Baladas peruanas (1935), Grafitos (1937) y Adoración (1946), un canto de amor a su esposa, Adriana Verneuil.
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VICTOR HUGO
I
Victor Hugo ha muerto. El poeta del siglo, el eco sonoro colocado en el centro de nuestra sociedad, acaba de extinguirse.
Para escribir la vida del ilustre muerto se necesitaría comprender la historia literaria de nuestro siglo. Lo que un autor francés afirmaba de Sainte-Beuve debe con más razón aplicarse a Victor Hugo: «Ningún hombre de su época se rozó con mayor número de ideas». Ninguno, tal vez, realizó con la pluma prodigios mayores: él destruyó para construir, sublevó el espíritu nuevo contra el espíritu viejo y convirtió en campo de batalla la república literaria del siglo XIX.
Su nombre, como el Islam y sangre de los mahometanos o el Santiago y cierra, España de las huestes castellanas, repercutía como grito de combate. Cuando el cuerno de Hernani resonaba, todos los espíritus independientes se apercibían a luchar, porque el romanticismo francés, que había empezado con Chateaubriand por una exaltación algo mística y algo monárquica, se fue modificando con Victor Hugo hasta significar emancipación del pensamiento, quiere decir, libertad en la ciencia, en el arte y en la literatura.
Siempre que Victor Hugo quiso levantar su voz de bronce, todos guardaron silencio para recoger las palabras y entregarlas a los vientos de la Tierra. Los escritores de su tiempo le apostrofaban como Dante a Virgilio: «Tú eres el guía, el señor y el maestro».
Aunque los naturalistas pretendan derivarse de Stendhal y Balzac, revelan a cada paso la filiación romántica, dejan ver que avanzan en la inmensa trocha montada por el hacha de Victor Hugo. Zola, en sus continuos arranques de mal humor, rabia de seguir involuntariamente el impulso del Maestro y no poderse quitar el penacho romántico.
Ser traducido al español, inglés, italiano, alemán, griego y ruso, saliendo a luz lo mismo en París que en Madrid, Londres, Roma, Berlín, Atenas y San Petersburgo, solo él lo consiguió. En todas partes se introdujo a dominar, a imponerse. ¿Qué literatura no conserva hoy huellas de imitación romántica?1
II
Víctor María Hugo nació en Besançon el 26 de febrero de 1802, y fueron sus padres el general José Leopoldo Segisberto Hugo, hijo de un carpintero de Nancy,2 y Sofía Francisca Trébuchet, hija de un armador de Nantes. Vivió, pues, más de ochenta y tres años, viendo desaparecer a los principales autores de su tiempo: A. de Musset, Vigny, Lamartine, Sainte Beuve, Dumas, George Sand, etc., a sus hermanos Eugenio y Abel, a su hija Leopoldina, a su esposa y a sus hijos Carlos y Francisco. De sus descendientes le quedaban, su hija Adela, encerrada desde 1872 en una casa de locos, y sus nietos Jorge y Juana.
A los diez años intentaba versificar sin conocer la métrica, a los doce componía sus primeros versos consagrados a Orlando, y de los trece a los dieciséis, no solo había escrito innumerables composiciones, tanto originales como traducidas del latín o imitadas de Ossián, sino un poema sobre el diluvio, el cuento Bug Jargal la tragedia Itarmeno, la zarzuela De algo sirve el acaso, el melodrama Inés de Castro, etc. A los quince años obtuvo una mención en el concurso de la Academia Francesa, y a los dieciocho ganó el título de maestro en los Juegos Florales de Tolosa. Chateaubriand le llamaba con justicia «el niño sublime».
Desde fines de 1819 hasta principios de 1821 colaboró asiduamente en El Conservador literario, periódico bimensual, fundado por él y sus hermanos. Sus escritos en El Conservador se distinguen por el subido tinte monárquico, religioso y hasta clásico.
En 1822 dio a luz con el título de Odas y poesías diversas, su primera colección de versos, y obtuvo de Luis XVIII una pensión anual de 1.000 francos y contrajo matrimonio con Adela Foucher, la virgen celebrada en el libro V de las Odas, la esposa ofendida y glorificada en los Cantos del crepúsculo.
De 1823 hasta 1830 inclusive, publicó Han de Islandia (1823), Nuevas odas (1824), la reedición explanada de Bug Jargal (1826), Odas y baladas (1826), Cromwell (1827), Las orientales (1829), El último día de un condenado a muerte (1829), Marion Delorme (1829), y Hernani (1830). Estas obras levantaron una tempestad de aplausos y recriminaciones.
El prefacio de Cromwell produjo tanta resonancia, que alguien le llamó el Decálogo romántico. La primera representación de Hernani se convirtió en la encarnizada lucha de dos partidos, en el Waterloo de la clásica tragedia francesa. Con la obra de Victor Hugo se impuso el drama romántico, rematándose la campaña empezada por Alejandro Dumas con Enrique III y por Alfred de Vigny con la traducción de Otelo. Como los veteranos del Imperio se enorgullecían de haber peleado en Austerlitz, así los viejos románticos se vanagloriaban de haber asistido a la jornada de Hernani. «Esa noche, dice Théophile Gautier, decidió nuestra vida».3
En aquella época, antes de los treinta años, Victor Hugo había inspirado ya el odio implacable que Byron infundió en ciertos meticulosos espíritus de Inglaterra y el amor llevado al delirio que Goethe despertó en algunas nobles almas de Alemania. Si no faltó quien le execrara como el Atila de la literatura, hubo también hombres acometidos de hugolatría. Refiere Théophile Gautier que al ser presentado a Victor Hugo por Petrus Borel, Gérard de Nerval le faltó poco para desmayarse como Ester en presencia de Asuero. Lo que más le sorprendía en Victor Hugo era «la frente monumental, de amplitud y belleza sobrehumanas, frente digna de llevar la corona de un Dios o un César».4
De 1830 en adelante la fecundidad de Victor Hugo raya en asombrosa; como Lope de Vega y Goethe, lo abarca todo, lo emprende todo y lo puede todo. Cuando los demás incuban una estrofa o un canto, él produce un poema o un libro. Unos brillan como poetas líricos, otros como épicos o dramáticos; pero él se destaca sobre todos como el poeta único y de una pieza. Todo lo canta, desde la concha del océano hasta el musgo de las montañas, desde el sapo hasta la estrella,
III
Su obra, semejante al escudo de Aquiles, encierra la completa figuración de la vida, merece titularse como el libro de Humboldt, Cosmos.
Para estudiar el espíritu de nuestro siglo necesitamos leer las páginas del gran poeta: conociendo a Victor Hugo, sabemos lo que fuimos, lo que somos, lo que anhelamos ser. Más que el tipo de una raza, debe llamarse el hombre representativo de una época.
Victor Hugo pertenece a la familia de los genios eminentemente progresivos que se despojan hoy del error adquirido ayer: pájaros en eterna muda, a cada movimiento de sus almas dejan caer una pluma descolorida y muerta. Realista en la adolescencia, bonapartista en la juventud, republicano en la edad viril, socialista en la vejez, sintetiza la evolución de un cerebro que avanza en espiral ascendente. Vilipendiarle por la variación de sus ideas vale tanto como acusar a la semilla de trasformarse en árbol. La piedra que baja en virtud de su peso, traza la línea recta; el tren, el humo y hasta el águila, siguen las entrantes y salientes de una curva para ganar en altura. Pasar de monárquico a republicano, de creyente a librepensador, significa ascender. Con razón, en 1853, comparando su vida intelectual con la tempestuosa carrera de Ney y Murat, exclamaba que «el orgullo en la ascensión era permitido cuando en el último tramo de la escala luminosa se había encontrado la proscripción».
Erró al figurarse que la Restauración de los Borbones daría libertad al pueblo francés y que el pontificado de Mastai Ferreti sería pacto de alianza entre la Iglesia y la civilización; pero combatió infatigablemente por la Segunda República, vivió cerca de veinte años en el destierro y clavó en la picota de Los castigos al Emperador de Sedán y al Pontífice de Mentana.
Su acción política no iguala su influencia literaria. Si como par de Francia sostuvo duelos de palabras, tan gloriosos como las justas de los antiguos paladines, no arrastró con sus discursos a las muchedumbres, no tuvo en sus manos la suerte de Francia, no representó el encumbrado papel de Lamartine. Su gloria política se funda en haber sido un Homero con gorro frigio y blusa democrática. Él quitó a la poesía las inmaculadas alas de serafín, que Lamartine le había revestido, él la sacó de la ebúrnea torre donde Alfred de Vigny la quiso mantener encerrada, él la alejó del palacio donde un tiempo se gozaba en murmurar monótonos cantos de servidumbre, y lanzándola a la tribuna parlamentaria, al club jacobino y a la plaza pública, la hizo relampaguear como Mirabeau, tronar como Danton y herir como las encolerizadas y justicieras muchedumbres del 93.
La lectura de Victor Hugo, como poderoso estimulante, hace brotar ideas; sus palabras actúan en el cerebro, como abono en la tierra. Siendo mucho lo que dice con sus versos, es más lo que sugiere. Cuando concluimos de leer algunos de sus poemas y cerramos los ojos, parece que las más recónditas células de nuestro cerebro se iluminaran con repentina luz sideral: con unos poetas soñamos, con otros sentimos, con Victor Hugo pensamos. Con él, «no solo experimentamos la admiración por el escrito, sino también el gozo de encontrar en el poeta al pensador ligado con todos los problemas que interesan a la Humanidad».5
Cuanto produce atesora el calor de la vida. Sus poemas no se limitan a hermosas cristalizaciones minerales: son cuerpos organizados en que se palpa el movimiento de la savia o la circulación de la sangre. Como lo declara él mismo, «tiene corazón...