Handl | Los Sioux | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 136, 432 Seiten

Reihe: Impedimenta

Handl Los Sioux


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-17115-31-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 136, 432 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-17115-31-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Los Benoir componen una aristocrática y excéntrica familia que, debido a sus altas cotas de esnobismo, se ve arrastrada hacia las situaciones más desconcertantes. Un nuevo miembro acaba de llegar a sus filas después de que la bella y prepotente Marguerite 'Mimí' Benoir, se haya casado con todo un caballero: Vincent Castleton, que aporta al matrimonio su flema inglesa y un toque cockney. Ella, a su vez, lleva consigo a George, un niño de 9 años fruto de un primer enlace con un primo fallecido en un desgraciado accidente. Junto a una enorme fortuna, el pequeño ha heredado una terrible enfermedad y un soberbio carácter. Margaret Drabble opinaba de Los Sioux que era 'extrañamente inquietante', Daphne du Maurier que era 'compulsiva', y Noël Coward la consideraba la 'obra de un auténtico genio'.

Irene Handl nació en Londres. Debutó en los escenarios en 1937 y durante toda su vida interpretó papeles de reparto de carácter humorístico, como madres ligeramente excéntricas, porteras y criadas. Al final de sus días, participó en diversas series de televisión como 'For the Love of Ada' o 'Mapp y Lucía'. Además de su carrera dramática, publicó dos novelas, 'Los Sioux' (1965) y 'The Gold Tip Pfizer' (1966), que narraban las aventuras de una excéntrica familia francesa de clase alta y que gozaron de gran éxito para luego caer en el olvido. Nunca llegó a casarse. Falleció en Londres en 1987.

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2 · Un artículo sofisticado Cuando sale del baño, parece más contenta y relajada. —Ya ha llegado mi escritoire de París, Poilu —dice sonriendo—. ¿Vamos a ver cómo queda? Lo han puesto provisionalmente en el salón grande. —Sí, vamos. Van juntos a ver el escritorio. Al niño de Mim le apasiona tanto que se lo han traído con ellos. —En este momento, es su gran amor —afirma Marguerite—. Se quedaría mirándolo boquiabierto durante horas si lo dejaran. Así a mi burrito le resultará más fácil sentir que está en su casa. Pobre Mim. Se ha llevado un amargo desencanto con la cuestión del retraso. Él, en su fuero interno, está encantado. Eso les permite pasar seis días más juntos, lo cual es maravilloso porque, desde luego, está completamente colado por ella. —¿Te gusta, Poilu? Es una pieza muy bella, de 1797, más o menos, de madera de tulípero con incrustaciones de palisandro. Se construyó allí siguiendo un diseño francés, y está adornado con diecisiete medallones exquisitos, cinco grandes y doce pequeños, con forma oval y de porcelana de Sèvres, todos enmarcados con unas cenefas de bronce dorado que casi se rozan entre sí. Estos medallones muestran escenas de la vida en las Indias Occidentales. En los más grandes aparece representada la felicidad doméstica del joven plantador francés y su esposa recién importada ante una gran mansión con soportales que se divisa claramente en el fondo. Los óvalos más pequeños, los que más le gustan a Castleton, son muy variados y alegres. Algunos simplemente muestran unos campos llenos de penachos de maíz, algodón, azúcar, arroz y añil contra un cielo cerúleo. En otros se ve a unos esclavos recogiendo la cosecha o dedicados a diversas labores agrícolas. Los esclavos hombres van vestidos con unos pantalones bombachos adornados con alegres rayas y unas camisas muy blancas, desgarradas con mucho cuidado desde el cuello hasta la cintura, que dejan al descubierto sus espaldas y pechos. Las mujeres van completamente desnudas, salvo por unos grilletes que llevan colocados con delicadeza en sus extremidades. Sus sonrosadas mejillas y sus nalgas llaman la atención. También hay un par de caribes, ataviados solo con unas plumas escarlata, que merodean en el opalino fondo de la imagen, donde vuelan unos papagayos cuyas colas parecen dagas, y unos pequeños simios se columpian entre las copas de unos árboles inmensos y de aspecto francés. El medallón del centro, que es el más importante, presenta a la joven pareja, que a Castleton le parece igualita a Benoir y Marie, paseando de la mano por una amplia avenida de árboles, podados al estilo de Versalles pero cubiertos de enredaderas y plantas trepadoras tropicales, intercalados con palmas de hojas semejantes a plumas. La mano izquierda del joven plantador se entrelaza de un modo un tanto infantil con la de su aniñada esposa, y en la derecha lleva un pequeño látigo, probablemente para controlar a un perrito blanco con una cola algodonosa que juega a sus pies. Atienden a la pareja unos esclavos que portan unas pequeñas copas de negus en una bandeja de oro y un parasol escarlata que sostienen sobre la cabeza de su pequeña ama para protegerla del sol poniente. Una joven nodriza, que lleva al primer vástago del matrimonio sobre un almohadón, cierra la marcha. A Castleton, esta niña ojinegra, que observa toda la escena sin pestañear desde debajo de un sombrero elegante y absolutamente cautivador adornado con plumas de avestruz, le recuerda al hijo de Mim, al que no ha visto más que unas pocas veces en París durante el breve tiempo que estuvieron prometidos. Todo el mundo le había asegurado que al Delfín le aterrorizaba más Castleton de lo que a él le aterrorizaba el Delfín, y que esos arrogantes silencios y esas miradas fulminantes que le lanzaba desde el escondrijo de sus largas pestañas no eran más que las manifestaciones de una timidez paralizante, pero eso no impedía que Castleton se sintiera como un apestoso. ¡Dios, la familia!, piensa Castleton. Espero que no sea demasiado pesado. Y dice en voz alta: —Tu escritorio es extraordinario, cariño. No me extraña que a tu niño le guste tanto. Me encanta que esos colonos sean igualitos a tu familia, Mim. Ninguno tiene más de quince años y todos son increíblemente sofisticados. Esa niña terrorífica del sombrero hasta podría ser el Delfín, ¿verdad? ¡Nunca he visto tanta seguridad en alguien tan pequeño! —Ojalá mi hijo tuviera la mitad de aplomo que ella —dice Marguerite con cierta tristeza—. Esa es una cualidad de la que, por el momento, carece. En cualquier caso, no le sorprende en absoluto que Castleton encuentre un parecido. El escritorio es una obra hecha de encargo para conmemorar la primera unión de las casas de Bienville y Benoir, y los medallones fueron pintados especialmente para la ocasión por L’Estoque y llevados desde París a la Martinica por un mensajero especial y muy caro que no lo tuvo nada fácil para cumplir con su misión debido al bloqueo. Se decía que, durante el Consulado, Napoleón había querido hacerse con el escritorio para regalárselo a Josefina y había llegado a ofrecer unos dos mil luises por él, pero los Benoir habían rechazado la oferta. —¡Mis parientes, menudos tontos! —dice Marguerite encogiéndose de hombros. Castleton tiene que admitir que no es una dama especialmente sentimental. Ella le pregunta, sin demasiado tacto—: ¿Te interesan las viejas historias familiares? Mucho, ya que atañen a su familia. Entonces podrá entretenerse con estas durante un cuarto de hora. Ha sacado un montón de papeles viejos de un cajón y se los está lanzando alegremente. —¡Toma, cógelos! Ahora te vas a enterar de dónde te has metido, amigo mío. Él examina los papeles con Mim sentada en su rodilla. Ella, ya un tanto aburrida de todo el asunto, observa sus rasgos en un acceso de afecto conyugal. —Hay cinco colores distintos en tus ojos, Poilu. Los acabo de contar. ¡Vaya idea, tener unos ojos de cinco colores! Los suyos brillan como alquitrán líquido. Casi todos los papeles son facturas, registros de los esclavos comprados para las plantaciones que los Benoir adquirieron en el Delta del Mississippi o de los sirvientes domésticos de la mansión de Nueva Orleans. La familia de Mim había escapado de la Martinica durante la insurrección de los esclavos para instalarse en Louisiana. —Ay, qué aburrimiento… —suspira Marguerite, y le da un beso en la nariz a su marido. Ya ha terminado de examinar sus rasgos—. Enséñame los dientes, Poilu. Hay dos órdenes de castigo para un par de tipos que estaban en la trena. Están escritas en francés. Una consiste en aplicar una docena de latigazos con «cierta severidad, pero al mismo tiempo sin excederse». La otra, en cincuenta golpes «que deben ser propinados vigorosamente y sin cuartel». Ambas están firmadas «A.-M. Benoir», con una tinta que todavía parece fresca, lo cual resulta asombroso. La alegre caligrafía, tan característica de los Benoir, podría ser perfectamente la del hermano de Mim. Mim le suplica que le deje ver sus dientes. —¡Enséñamelos, enséñamelos, Poilu! También hay algo que podría considerarse un catálogo de esclavos, con listas de precios, clasificaciones y descripciones de la mercancía en español y en francés, así como en una especie de jerga esclavista yanqui particularmente horrible, cuasi cómica, muy similar al lenguaje de Simon Legree. Es una compilación exhaustiva que anuncia la «importación directa de negros salvajes», desde «negros bravíos de la Costa del Oro» y «sementales de Zanzíbar, hembras muy parideras» hasta «ventajosas condiciones para la compra de cáfilas para plantaciones grandes» y «los más educados artículos para el establecimiento elegante de la ciudad». —¿Qué es la compra de cáfilas? —quiere saber Castleton. —Es cuando compraban un montón de negros encadenados, tal como se bajaban del barco —contesta ella, bostezando. No puede imaginarse cuál era la ventaja de comprar esclavos de ese modo, ni que los Benoir lo hubieran hecho nunca. —Muchos estarían enfermos —explica Marguerite—. Una cáfila podría contagiar a toda la plantación. Además, los negros llegaban completamente salvajes y necesitaban una doma especial antes de poder ponerse a trabajar en los campos, aunque fuera en las labores más sencillas. Marguerite dice que está segura de que el riesgo y los incordios que implicaban las transacciones de esa clase no compensarían los escasos cientos de dólares que se ahorrarían al hacerlas. El tipo de chanchullos que se hacían en esa época, voilà tout. —Me gustan tus dientes, por cierto —comenta Marguerite—. Esos colmillos de lobo no están nada mal. —¡Eres un monstruo! —dice Castleton—. Nada de esto te importa un bledo, ¿verdad? ¿Por qué habría de importarle? Parece que todo ese asunto concluyó hace casi cien años. —¿Qué es un bledo? Supongo que no es algo muy halagador para mí, ¿no? Desde luego. —¡Mim, mira esto! —Ha encontrado un anuncio especial, con unas letras grandes y negras como el carbón, y salpicado con abundantes signos de exclamación—....



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