E-Book, Englisch, Spanisch, 160 Seiten
Reihe: ESPECIALES
Hardy Apología de un matemático
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-120906-2-8
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Englisch, Spanisch, 160 Seiten
Reihe: ESPECIALES
ISBN: 978-84-120906-2-8
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Godfrey Harold Hardy fue un matemático británico que formuló la desigualdad que lleva su nombre. Fue el principal valedor en Gran Bretaña y director de tesis del matemático autodidacta indio Ramanujan (1887-1920), conocido por algunas de sus asombrosas fórmulas. Considerado el mejor matemático de su tiempo en el Reino Unido, los trabajos de Hardy abarcan una gran diversidad de temas, entre los que destacan el análisis diofántico, la suma de series divergentes, las series de Fourier, la función de Riemann y los números primos.
Weitere Infos & Material
Godfrey Harold Hardy,
el matemático puro
José Manuel Sánchez Ron
Real Academia Española
Universidad Autónoma de Madrid
El libro que ahora tiene usted en las manos, apreciado lector, A Mathematician’s Apology (Apología de un matemático), pertenece a una clase particularmente rara, constituye una rara avis en el muy poblado universo del ensayo. Trata de una disciplina científica que, por desgracia, muchos consideran ajena, demasiado complicada y abstracta para poder acercarse a ella. Es la matemática, una materia caracterizada por la combinación de las reglas de la lógica para extraer todo el potencial que albergan una serie de puntos de partida, llamados axiomas. Tales puntos de partida, que, por supuesto, no deben entrar en contradicción entre sí, pueden ser intuitivos, como es el caso de uno de los textos más perfectos que jamás haya producido el genio de los humanos, los Elementos de Euclides (c. 350-265 a. C.), donde, entre otros resultados, se establecían las bases de la geometría, o alejados de cualquier imaginería posible (pienso, por ejemplo, en los pilares de aquel esfuerzo gigantesco, a la postre frustrado, que fueron los tres tomos de Principia mathematica de Bertrand Russell y Alfred N. Whitehead, publicados entre 1910 y 1913).
Pureza e intemporalidad de la matemática
Los procedimientos que caracterizan a la matemática y los resultados a los que llega poseen tal seguridad e inevitabilidad —dentro de su estructura interna, de los axiomas sobre los que se construye— que es natural pensar que no es una ciencia como las demás, como la física, la química, la biología, la geología o cualquier otra. Mientras que estas serían sistemas lógicos de proposiciones a posteriori, falibles, la matemática sería a priori tautológica e infalible. En un libro publicado en 1843, A System of Logic Ratiocinative and Inductive, el filósofo y economista inglés John Stuart Mill expresó la misma idea, aunque restringiéndose a la lógica, una de las partes más básicas de la matemática: «La lógica no observa, ni inventa, ni descubre; pero juzga». Y no es muy diferente lo que pensaba Albert Einstein, quien manifestó en 1927: «En la medida en que se refieren a la realidad, las proposiciones de la matemática no son seguras, y, viceversa, en la medida en que son seguras, no se refieren a la realidad».
Ahora bien, no obstante su dimensión esencialmente abstracta, basada en la lógica intemporal, e independientemente de que viva aparentemente en el mundo platónico de las ideas, la matemática es un instrumento imprescindible para la ciencia. Es cierto que no desempeña siempre el mismo papel en las diferentes disciplinas científicas (El origen de las especies, el inmortal libro que Charles Darwin publicó en 1859, no contiene, recordemos, una sola expresión matemática), pero no exagero si digo que el ideal de cualquier teoría científica es poder ser expresada mediante una forma matemática cerrada, reducirla a un conjunto de ecuaciones que describen leyes, con capacidad predictiva, ideal que se manifiesta de forma particularmente rotunda en la física. De hecho, la matemática penetra hasta tal punto las leyes que codifican los fenómenos naturales, que parece que el universo es matemático en un sentido profundo (¿lo será también nuestro cerebro, su «arquitectura»?). El físico Eugene Wigner, premio Nobel de Física, expresó de manera exquisita esta característica y problema en una conferencia, ahora legendaria, titulada: «La irrazonable efectividad de la matemática en las ciencias naturales» (1960).[1] Mucho antes, Galileo manifestó en Il Saggiatore (1623): «La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que continuamente está abierto ante nuestros ojos (es decir, en el universo), pero no se puede entender si primero no se aprende a comprender su lengua y a conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin cuya ayuda es humanamente imposible entender nada; sin estas es como girar vanamente por un oscuro laberinto». Y en el mismo sentido, en 1927 Albert Einstein se preguntaba: «¿Cómo puede ser que la matemática —un producto del pensamiento humano independiente de la experiencia— se adecúe tan admirablemente a los objetos de la realidad?».
Ante todo esto, es perfectamente posible defender el punto de vista de que la verdadera matemática, la matemática pura, es la que no tiene en cuenta más que su estructura y desarrollo interno, lógico, ajeno a cualquier elemento o consideración relacionada con «la realidad», esa que pretenden describir las ciencias de la naturaleza. El autor del presente libro, Godfrey Harold Hardy (1877-1947), defendió con pasión semejante idea. Basta con leer algunos pasajes de su conmovedora Apología de un matemático: «La “seriedad” de un teorema matemático radica, no en sus consecuencias prácticas, que son habitualmente insignificantes, sino en la importancia de las ideas matemáticas que conecta. Podemos decir que, más o menos, una idea matemática es “significativa” o importante si se puede conectar, de una forma natural y esclarecedora, con un gran complejo formado por otras ideas matemáticas». Y, más adelante, añadía: «Las matemáticas “auténticas”, las de Fermat, Euler, Gauss, Abel y Riemann, son, casi en su totalidad, “inútiles” (y esto es igualmente cierto tanto para las matemáticas “aplicadas” como para las “puras”). No es posible justificar la vida de ningún matemático profesional auténtico sobre la base de la “utilidad” de su trabajo».
La cuestión de la «utilidad» de la matemática fue una a la que Hardy volvió una y otra vez. Me gusta recordar lo que manifestó en una ocasión tan solemne como cuando tomó posesión en 1920 de la cátedra Saviliana de Geometría de la Universidad de Oxford:[2]
Si se me pidiera que explicase cómo, y por qué, la solución de los problemas que ocupan las mejores energías de mi vida es importante para la vida general de la comunidad, tendría que declinar semejante desigual tarea: no tengo el descaro de desarrollar una tesis tan palpablemente falsa. Debo dejar a los ingenieros y a los químicos que expongan, con justo fervor profético, los beneficios que confieren a la civilización máquinas de gas, petróleo y explosivos. Si pudiera conseguir todas las ambiciones científicas de mi vida, las fronteras del Imperio no avanzarían, ni siquiera se haría estallar a un negro convirtiéndolo en pedazos, no se haría ninguna fortuna, al menos no yo. Un matemático puro debe dejar a sus colegas más felices la gran tarea de aliviar el sufrimiento de la humanidad.
Supongo que a veces todo matemático se deprime, como ciertamente me ocurre a mí, por este sentimiento de impotencia y futilidad. No pretendo disponer de ningún consuelo muy satisfactorio que ofrecer. Es posible que la vida de un matemático sea una que ninguna persona verdaderamente razonable elegiría para vivir. Existen, sin embargo, una o dos reflexiones de las cuales a veces yo he encontrado posible extraer un cierto grado de satisfacción. En primer lugar, el estudio de las matemáticas es, aunque no tenga utilidad, una ocupación perfectamente inofensiva e inocente, y hemos aprendido que ya es algo ser capaz de decir que en cualquier caso no hacemos daño. En segundo lugar, la escala del universo es grande y, si estuviésemos perdiendo nuestro tiempo, la pérdida de las vidas de unos pocos dons universitarios [miembros permanentes de algún college de Oxford o Cambridge] no es una catástrofe tan terrible. En tercer lugar, lo que hacemos puede ser pequeño, pero tiene un cierto carácter de permanencia; y haber producido algo del mínimo interés permanente, ya sea una copia de versos o un teorema geométrico, es haber hecho algo totalmente fuera de los poderes de la gran mayoría de las personas. Y, finalmente, la historia de nuestra disciplina parece demostrar conclusivamente que después de todo no es un estudio mezquino. Los matemáticos del pasado no han sido dejados de lado ni despreciados; han sido recompensados de alguna manera, indiscriminada tal vez, pero ciertamente generosa […]. En estos días de conflicto entre los estudios antiguos y modernos, seguramente algo se debe decir en favor de un estudio que no comenzó con Pitágoras y que no terminará con Einstein, y que es el más antiguo y el más joven de todos.
Volveré de nuevo, más adelante, a la cuestión de la utilidad de la matemática, pero al releer estas líneas y lo que allí Hardy decía sobre «permanencia», me viene inmediatamente a la memoria un pasaje de Apología de un matemático que he citado muchas veces. No resisto la tentación de hacerlo una vez más. Reza así: «[…] las matemáticas griegas son “eternas”, más aún que la literatura griega. Arquímedes será recordado, mientras que Esquilo cae en el olvido, porque los lenguajes mueren, pero las ideas matemáticas no. Puede que inmortalidad sea una palabra absurda, pero es muy probable que sea un matemático el que tenga más probabilidades de alcanzarla, sea cual sea su significado».
Belleza y...




