E-Book, Spanisch, Band 383, 308 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Hare Tragedia en el tribunal
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-18245-12-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 383, 308 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-18245-12-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
«Escrita con elegancia e ingenio, Tragedia en el tribunal es para muchos la mejor novela detectivesca inglesa ambientada en el mundo de la justicia». P. D. James En el otoño de 1939, el juez William Hereward Barber del Tribunal Supremo recorre el sur de Inglaterra presidiendo casos de municipio en municipio. Cuando una carta le advierte sobre una inminente venganza sobre su persona, el magistrado le resta toda importancia, atribuyéndola sin duda a algún inofensivo lunático. Pero al recibir el segundo anónimo, seguido esta vez de una caja de bombones envenados, Barber empieza realmente a temer por su vida. Será el abogado y detective aficionado Francis Pettigrew -probo, poco exitoso y enamorado en su día de la esposa del juez- quien intente desenmascarar al autor de las amenazas, antes de que sea demasiado tarde... Tragedia en el tribunal (1942) es indiscutiblemente la obra maestra de su autor y uno de los más originales y acabados exponentes de la ficción judicial de todos los tiempos.
Cyril Hare (Mickleham, 1900-Box Hill, 1958) fue el seudónimo de Alfred Alexander Gordon Clark, quien como distinguido juez y abogado dedicó su vida a la jurisprudencia. Escribió nueve novelas policiacas y multitud de relatos inspirados directamente por su experiencia profesional.
Weitere Infos & Material
CAPÍTULO 2
ALMUERZO EN LA RESIDENCIA —¡Marshal! —dijo el juez en un susurro ronco. Era el susurro que usaba en el tribunal, un poco diferente al tono que utilizaba normalmente, él y cualquiera, en realidad. Derek, sentado a la izquierda del juez, se sobresaltó en cierto modo como si fuese culpable de algo. Pese a su entusiasmo por las leyes, la sucesión de los casos menores que encabezaban la lista de pleitos le había parecido de un aburrido insoportable. Tras buscar a su alrededor algo con lo que ocuparse, se había agenciado la única lectura disponible de manera inmediata: los Testamentos que se ofrecían a los testigos al ir a declarar. Markshire no era un condado con muchos habitantes judíos, a excepción de los demasiado acaudalados para aparecer con mucha frecuencia por los tribunales penales, por lo que el Pentateuco tenía poca demanda con esa finalidad. Así pues, Derek estaba sumergido en el Libro del Éxodo cuando recibió aquella imperiosa invocación. Con un esfuerzo, apartó la mente del tribunal del faraón para llevarla hasta el mucho menos interesante tribunal en el que Barber dispensaba justicia, e inclinó la cabeza para recibir las órdenes de ese gran hombre. —Marshal —continuó el susurro—, invite a Pettigrew a almorzar. Eran las doce y media de la mañana del segundo día de las sesiones y Pettigrew estaba atando la cinta roja alrededor de su segundo y último expediente antes de marcharse de la sala. Si así lo hubiese deseado, Barber podría haber remitido su invitación en cualquier momento tras constituirse el tribunal esa misma mañana. Al retrasarlo hasta el último momento, debía ser consciente de que combinaba el placer de dispensar su hospitalidad con el grado máximo de inconveniencia para su invitado. Al menos, esa fue la primera reflexión de Pettigrew cuando, tras hacer su reverencia para marcharse de la sala, recibió al fin el mensaje en la celda fría, húmeda y deprimente que servía como sala de togas para los abogados en la Casa del Condado. Tenía previsto coger el único tren rápido de la tarde a Londres, que salía a la una, y almorzar de camino. Si aceptaba la invitación, le sería casi imposible evitar pasar otra noche en Markhampton. Además, el juez había expresado su intención de cenar con el club de abogados. Dos comidas en compañía de Barber eran más que suficientes para un mismo día. Por otro lado, no había nada que requiriese su presencia en Londres. Barber, que estaba muy al tanto de la situación profesional de Pettigrew, también lo sabía y seguro que se tomaría su negativa como una afrenta. Y eso, pensó Pettigrew, significaría que lo mantendría entre ceja y ceja para el resto del circuito. Calibró sus alternativas arrugando la nariz, como era característico en él, mientras plegaba con cuidado la peluca y la guardaba en su maltrecha caja de latón. —Almorzar con su señoría, ¿eh? —dijo al fin—. ¿Quién más asistirá? —El gobernador civil y el capellán, y la señora Habberton —respondió el marshal. —¿Quién es? ¿La mujer bastante bien parecida con pinta de simplona que estaba sentada detrás de mí? Tenía aspecto de ser buena compañía... Vale, iré. Derek, algo molesto por aquel trato displicente ante una orden cuasi regia, estaba a punto de irse cuando entró otro miembro de la abogacía, contemporáneo de Pettigrew. —Acabo de terminar —dijo el recién llegado—. ¿Compartimos un taxi a la estación? —Lo siento, no puedo. Me quedo a comer. —¡Ah, vaya! Supongo que te ha invitado el Padre William, ¿no? —Sí. —Me alegro de no ser yo, amigo. ¡Hasta luego! Derek, enormemente desconcertado, se atrevió a preguntar: —Disculpe, señor, ¿por qué lo ha llamado Padre William? Pettigrew lo miró de manera inquisitiva. —¿Ha conocido usted a lady Barber? —le dijo. —No. —Pronto lo hará, seguro. ¿Ha leído Alicia en el País de las Maravillas? —Claro. —En mi juventud, dijo su padre, estudié leyes, y discutí todos los casos con mi esposa; y la fuerza muscular...5 »Mire, será mejor que vuelva usted al tribunal o el juez levantará la sesión y lo pillará desprevenido. Estará ya llegando al final de la lista. Nos vemos en el almuerzo. Tras marcharse el joven, Pettigrew se quedó unos momentos solo en la lóbrega sala de togas, con la cara enjuta arrugada en un pensamiento. «Qué tonto he sido al hablarle así al muchacho —murmuró—. Después de todo, a lo mejor Barber le cae bien. Y seguro que le caerá bien Hilda... ¡En fin!». Luchó por ahogar una punzada de remordimiento. A esas alturas, tampoco necesitaba albergar buenos sentimientos de ningún tipo hacia ella. Pettigrew, que había subido andando desde la Casa del Condado, llegó a la residencia oficial poco después que el resto de invitados. Entró al salón a tiempo de oír a Barber repetir «Marshall de nombre y oficial marshal de oficio» y el estallido de una risa de niña, que significaba que la señora Habberton había sabido apreciar la broma. Al hacerse las presentaciones, Pettigrew observó que la risa de la mujer no era lo único que había de niña en ella. Sus maneras, su ropa, su tez, todo estaba diseñado para fomentar la ilusión de que, pese a no poder tener menos de cuarenta años por calendario, seguía siendo básicamente una muchacha que no superaba los diecinueve, y unos diecinueve en cierto modo inmaduros. Aun así, reflexionó Pettigrew, diseñado no era la palabra correcta del todo. De nadie que evidentemente tuviese tan poco cerebro podía decirse que hubiese diseñado nada. En realidad, parecía que en la cabeza suave y aún hermosa de la señora Habberton no había entrado nunca la idea de ser en ningún modo distinta a la niña suave y hermosa que se había casado recién salida de la escuela, unos veinte años antes; y solo había que echarle un vistazo a su esposo para darse cuenta de que él tampoco encontraba ninguna diferencia. Pasados unos años más, probablemente aquella mujer se convirtiese en un espectáculo bastante lamentable. Por lo pronto, Pettigrew tenía que admitir que conservaba un cierto encanto coquetón no carente de atractivo. Barber parecía ser de la misma opinión. Marshall, todavía un poco sonrosado por el torrente del eco de la risa de la señora Habberton, servía jerez con una mano temblorosa; al momento, Savage abrió la puerta de golpe y anunció, con una profunda curvatura de la espina dorsal: —¡El almuerzo está servido, señoría! La señora Habberton caminó hacia la puerta, aunque el juez llegó antes que ella. —Discúlpeme —dijo el hombre en un chirrido de voz—, pero en el circuito es costumbre que el juez preceda a todo el mundo, damas incluidas. —¡Oh, claro! ¡Qué tonta soy, se me había olvidado! —respondió con un tintineo la señora Habberton—. Al fin y al cabo, usted es el rey. ¡Qué maleducada soy! Y supongo que debería haber hecho una reverencia al entrar al salón, ¿no? La voz de Barber volvió atravesando el umbral de la puerta. —Personalmente, no me importan nada todas estas cosas, pero algunos de mis colegas... Fue un almuerzo muy sustancioso. El racionamiento era aún cosa del futuro y la señora Square, la cocinera, se había criado en una tradición que no iba a alterarse por cuestiones menores como una guerra. La señora Habberton, para quien las tareas domésticas resultaban una pesadilla perpetua, hablaba nerviosa, con envidia y emoción, mientras supervisaba la carta del menú. Disfrazados en el idiosincrásico francés de la señora Square, vio filetes de lenguado, chuletas de cordero, tortitas y unos entremeses intraducibles. Le brillaban los ojos con un placer infantil. —¡Cuatro platos para el almuerzo! —exclamó—. ¡En tiempos de guerra! ¡Menuda revelación! Como siempre, se hizo consciente demasiado tarde de que había dicho lo incorrecto. Su marido enrojeció y el capellán tosió incómodo. El juez levantó las cejas de golpe, de golpe las volvió a bajar y respiró hondo para hablar. «Ahora va a mencionar otra vez a sus colegas», pensó Pettigrew, así que se lanzó desesperado al rescate. Como de costumbre, dijo lo primero que se le vino a la cabeza: —Los cuatro platos del Apocalipsis, sí. En el silencio que siguió, Pettigrew tuvo tiempo de reflexionar y darse cuenta de que había pocas cosas peores que pudiese haber dicho. Cierto, se oyó un breve espurreo de risa por parte del oficial, pero se apaciguó al instante bajo la mirada de reprobación del juez. La señora Habberton, causante del vertido de aquella ocurrencia, adoptó una expresión de incomprensión absoluta. El capellán parecía profesionalmente dolido. El gobernador civil tenía pinta de llevar el cuello más apretado que nunca. Su señoría, en el ejercicio de su prerrogativa real, echó mano primero del pescado, todavía sumido en un pesado silencio. Seguidamente, dijo con toda la intención: —Dígame, Pettigrew, ¿se ocupa usted de la acusación en el juicio por asesinato de esta tarde? («Sabe muy bien que no», pensó Pettigrew. Hacía algún tiempo que no le llegaba ningún nombramiento de fiscal general para el circuito, y Pettigrew creía en secreto que Barber tenía más que un poco que ver en aquel asunto). En voz alta, respondió en tono encantador: —No, juez, Frodsham...