Harffy | El nacimiento de un guerrero | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 576 Seiten

Harffy El nacimiento de un guerrero


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-350-4954-2
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 576 Seiten

ISBN: 978-84-350-4954-2
Verlag: EDHASA
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Los presagios lo habían anunciado: hambruna, vientos huracanados, relámpagos en el cielo despejado, serpientes volando por el aire; y, sin embargo, cuando todo sucedió, nadie estaba preparado. Por el norte, descendiendo hacia el lugar más sagrado del reino, el monasterio de Lindisfarne, aquellos barcos con el dragón en la proa se deslizaron entre la niebla del amanecer aquel 8 de junio del año 793. Y entonces llegó el caos. Entre la sangre y el saqueo de los vikingos, los monjes huyen y se resguardan, y sólo un joven novicio se mantiene firme. Ha sido educado en la caridad y la templanza, pero, ante la matanza de sus hermanos y la profanación pagana de su iflesia, el perdón resulta imposible. Y lo vivido cambia para siempre la existencia del joven Hunlaf, pues descubre, de repente, que hay un tiempo para la fe y la oración... y otro para las espadas.

MATTHEW HARFFY Autor británico de novelas históricas de aventuras, trabajó en España como profesor de inglés y traductor. Después, ya de vuelta a Inglaterra, trabajó para empresas de Tecnologías de la Información, editando y escribiendo textos. Finalmente, su pasión por la historia ya la literatura lo han llevado a escribir sus propias novelas. En su haber tiene hasta la fecha nueve novelas de la serie «Bernicia Chronicles», ambientadas en la Gran Bretaña del siglo VII, la obra, independiente Wolf of Wessex, calificada por The Times como «un libro delicioso», y la trilogía «Tiempo de espadas», que será su primera traducción en lengua española. En breve, este 2024, publicará en inglés su primer western histórico: Dark Frontier. Matthew vive en Wilshire, con su esposa, sus dos hijas y un perro un poco loco.
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Capítulo dos

Aún recuerdo el maravilloso camino en dirección norte hacia la isla sagrada de Lindisfarne. La mula, gruñona a veces, aunque bastante mansa, avanzaba a mi lado. El hermano Leofstan, esbelto y de piernas largas, caminaba delante como si quisiera alejarse de mi parloteo. Yo marchaba con energía y tiraba de la bestia para acelerar el paso, empleando más a menudo una palabra de aliento en voz baja que un golpe del bastón de avellano. Se me aceleró el corazón ante la sensación de libertad que me producía estar fuera del monasterio de Werceworthe después de tantos meses de mal tiempo durante el invierno y la primavera.

Todavía me costaba creer que Leofstan me hubiera elegido a mí como acompañante, por encima de todos los demás monjes novicios. Debía llevar un montón de pieles de cordero recién secas, estiradas y raspadas para que las utilizaran los hermanos en el scriptorium de Lindisfarne. Al enterarme, rogué ir con él.

–Sería mejor que te dedicaras a tus estudios en vez de acompañarme al norte –me dijo.

–Ya terminé de memorizar del capítulo ocho al diecinueve de la regla de san Benito –repliqué.

Leofstan enarcó una ceja.

–¿Y los ejercicios de latín? –me preguntó, entrecerrando los ojos y mirándome por encima de su fina nariz.

–Copié todas las declinaciones y aprendí los pronombres que se apartan del orden normal.

Le entregué una tablilla encerada de madera de boj. La tomó y miró mis trazos marcados en la fina capa de cera de abejas. Siempre he tenido una habilidad natural para aprender idiomas, tanto escritos como hablados, y sabía que mi latín estaba bien escrito. Con sus finos dedos recorrió las palabras mientras leía y soltó un gruñido, no sabría decir si con aprobación o fastidio. Me miró fijamente durante un buen rato.

–¿Qué es lo que tanto te atrae de Lindisfarne? –me preguntó al fin.

La verdad era que anhelaba ser libre de la opresión del monasterio, viajar más allá de los límites de la pequeña parcela de tierra alrededor de Werceworthe, pero elegí darle una respuesta diferente:

–A menudo nos decís que los escribas de Lindisfarne son los mejores de toda la cristiandad –contesté–. Ahora que estoy aprendiendo el arte más fino de la escritura, me gustaría ver los mejores escritos del mundo. –Me observó con atención, sin expresión en su rostro delgado y lleno de arrugas. ¿Acaso frunció el ceño ligeramente? No obstante, me obligué a mirarlo a los ojos con lo que esperaba fuera una expresión abierta y entusiasta, y continué–: Creo que aprendería mucho viendo trabajar a los escribas de Lindisfarne –agregué con la esperanza de que lo que estaba por decir fuera el argumento ganador para mi causa–, y también me gustaría tener la oportunidad de ver la cabeza de san Oswaldo y los huesos de san Cutberto; de ofrecer una plegaria al espléndido rey y al más sagrado de los santos hombres. Rezaría por el alma inmortal de mi querida madre, para que descanse en paz eterna junto al Todopoderoso.

Sentí una punzada de culpa al utilizar la memoria de mi madre para salirme con la mía. Había muerto cuando yo era un niño, y los recuerdos que tenía de ella eran borrosos. Sin embargo, mis palabras no eran mentira. Rezaría por su alma a los santos de Lindisfarne si Leofstan me llevaba con él.

Mi maestro frunció el ceño y guardó silencio. Yo solía ser tan holgazán como habilidoso para los idiomas y la escritura, y era evidente que el hombre dudaba de mi sinceridad. Durante unos instantes, pensé que rechazaría mi petición, pero al cabo de un rato asintió.

–Muy bien. Me acompañarás en el viaje. Puede que aprendas de los hermanos de Lindisfarne. La mula quedará a tu cuidado. No hagas que me arrepienta de mi decisión.

No me cabe duda de que se arrepintió de haberme llevado más de una vez mientras, siempre hacia el norte, transitábamos por el viejo y derruido camino de Deira Stræt. Yo no era la mejor compañía, y cuanto más nos acercábamos a nuestro objetivo más me costaba ocultar mi entusiasmo. Señalé una diminuta curruca de color marrón claro que revoloteaba entre una maraña de tojos. Leofstan echó un vistazo al pequeño pájaro y asintió distraídamente. Liberado de la regla de silencio impuesta en el convento, yo hablaba sin cesar y mi acompañante se mostraba indulgente con mis caprichos. En ese momento, no le di importancia. Estaba realmente emocionado por ver el trabajo de los monjes en el scriptorium que abastecía de evangelios, misales y salterios a obispos y reyes de todo el mundo, desde la lejana Roma en el sur hasta la distante Duiblinn en el oeste. Me fascinaba el arte de crear libros, y estaba seguro de que aprendería el oficio de los mejores escribas. También me intrigaba cómo luciría la cabeza de san Oswaldo. ¿Y los restos del venerable Cutberto, el obispo cuyo nombre estaba para siempre ligado a Lindisfarne? ¿Sentiría el poder de su tumba? ¿Percibiría la energía sagrada palpitando en el relicario que contenía el cráneo marchito de Oswaldo?

Eran preguntas apasionantes para un joven que aún no había vivido veinte veranos. Poco sabía yo entonces, mientras viajábamos sin descanso durante los largos y cálidos días de verano, que pronto sería testigo de una belleza tan exquisita y un misterio tan oscuro que cambiaría mi vida para siempre. Leofstan deseaba que aprendiera de todo aquello, pero me cuesta creer que tuviera idea de lo profundo y trascendental que sería ese aprendizaje o del impacto que todo aquello tendría en nuestras vidas.

Cuando llegamos al cruce hacia la isla, tuvimos que esperar a que bajara la marea. Mientras descansábamos, observé las aves marinas, muchas eran gaviotas, que se lanzaban en picado y giraban en el cielo cubierto de nubes. Unos cuantos cormoranes nadaban en las oscuras aguas del sur, donde las cabezas de las focas se mecían por encima de la superficie. Permanecimos sentados en silencio la mayor parte del tiempo. Ahora que casi habíamos llegado a destino, con la fortaleza de Bebbanburg asomando en el horizonte a nuestra derecha, mi animada charla fue reemplazada por una tensa expectación de poner un pie en la isla sagrada. Leofstan parecía satisfecho con la tranquilidad y paz del momento, y contemplaba la tierra, el mar y el cielo.

Al fin, la marea bajó y dejó al descubierto el camino seguro a través de las marismas hasta Lindisfarne. El trayecto, que utilizaban peregrinos y viajeros, estaba marcado con largas varas que sobresalían de la oscura arena. El anciano monje iba delante, y yo tiraba de la mula. Me inquietaba caminar por una tierra que hasta hacía poco había estado cubierta por el mar, y el animal, quizá sintiendo mi malestar, se negó a andar al principio. Tiré del ronzal y le murmuré palabras tranquilizadoras en voz baja hasta que acabó bajando con resistencia a través de las dunas y llegó a las extensas playas que separaban la isla sagrada del territorio de Britania. A pesar del sol radiante, corría un viento marino tempestuoso y frío.

–El camino es bastante seguro –señaló mi maestro–, pero apartarse de la senda puede hacer que caigas en un lodo muy profundo. –Miró hacia los lodazales, donde los ostreros se paseaban orgullosos entre los charcos que reflejaban el brillante cielo–. Allí fuera encontrarás un pantano que te chupará las extremidades y te retendrá hasta que las aguas regresen con la siguiente marea para cobrarse otra víctima.

Temblé y seguí arrastrando la mula para no quedarme muy atrás.

Me sentí aliviado cuando llegamos a tierra firme, en la isla, donde sabía que las aguas del mar no me tragarían con la siguiente marea alta. Era temprano, por la tarde, y pasamos por delante de un grupo de edificios que eran las casas y los talleres de los laicos que servían a los hombres y mujeres santos del monasterio. La gente nos miraba; sin embargo, estaban acostumbrados a ver pasar monjes tonsurados por su asentamiento, así que volvían rápido a sus asuntos. Un par de niños corrieron a nuestro lado durante un rato, emocionados al ver caras nuevas. Un perro ladró a la mula y nos persiguió hasta que su dueño, un hombre corpulento con los hombros de quien está acostumbrado a trabajos pesados, salió de la sombra de una cabaña y silbó. El can volvió corriendo, y el lugareño levantó la mano en señal de bienvenida.

Después de dejar atrás el asentamiento, cruzamos el vallum, el foso que rodeaba los edificios del monasterio, y anduvimos los últimos pasos de nuestro viaje. Los hermanos ya estaban entrando en la capilla y, cuando miré hacia el sol, me di cuenta de que debía de ser la hora nona. Creí que Leofstan, que nunca se perdía una oración, me haría atar la mula y seguir a los demás a la iglesia. Pero, antes de llegar al edificio, una figura se precipitó hacia nosotros. Era un monje joven, tal vez dos o tres años mayor que yo, con ojos entrecerrados que le asomaban en el rostro deteriorado por alguna enfermedad de la niñez.

–¿Hermano Leofstan? –preguntó, sin aliento. Mi maestro asintió–. Bienvenido. El hermano Oslac me ha enviado a recibirlo.

Leofstan arqueó una ceja e inquirió:

–¿Y tú eres?

–Soy Tidraed.

–Y él es Hunlaf –agregó el viejo monje haciendo un gesto en mi dirección.

Tidraed asintió con aire distraído mientras se daba la vuelta y nos hacía señas para que lo siguiéramos. Se dirigía hacia el edificio más grande del convento.

–¿A qué viene tanta...



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