E-Book, Spanisch, Band 395, 200 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Hartwing Infierno
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18436-71-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 395, 200 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-18436-71-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
MELA HARTWIG (Viena, 1893-Londres, 1967) abandonó su exitosa carrera como actriz para dedicarse a la escritura, donde logró hacerse un nombre como autora modernista y feminista. En 1938 emigró a Inglaterra, donde continuó trabajando en su obra y trabó amistad con Virginia Woolf y su círculo.
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Con la carpeta de dibujos y de acuarelas bajo el brazo, Ursula entró en la salita como un alegre vendaval; sus padres y su hermano ya estaban sentados a la mesa y, casi trastabillándose, les contó, como pudo, que, en contra de lo que esperaba, su trabajo había sido bien recibido, que la beca era suya casi con toda seguridad y que iba a aprender a dibujar, por fin. Sin darle tiempo a terminar, el hermano se levantó tan bruscamente que tiró la silla al suelo y le gritó:
—¿Es que vives en la luna?
Lo miró sorprendida. Era dos años mayor que ella y estudiaba Derecho.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó ofendida.
Él, con los ojos entornados, le devolvió una mirada perversa.
—Espero no tener que avergonzarme de mi propia hermana —le recriminó con la voz ronca.
Ursula se fijó en que llevaba puesta una camisa oscura como de uniforme, en la que destacaba una insignia redonda. De pronto, se dio cuenta también de que su cara había cambiado mucho desde la última vez que la observó con detenimiento, sabía Dios cuándo habría sido eso. Tenía las facciones severas, el rostro cuadrado y en los ojos le relampagueaba un brillo fanático1. En busca de auxilio, apartó la vista y la deslizó hacia su padre y, luego, hacia su madre. Los dos siguieron paralizados y compungidos, sin levantar los ojos del plato, como si fueran de piedra.
El hermano siguió su mirada, pero se quedó con el padre.
—¿Y tú no dices nada? —le preguntó en tono severo.
El hombre hundió la vista en el plato y masculló cansado:
—Haz caso a tu hermano.
Ursula se quitó el abrigo, soltó la carpeta, se dejó caer en la silla como aturdida y se incorporó al almuerzo. Empezó a recordar que la ciudad estaba de fiesta y que el ambiente era casi embriagador, aunque no le había prestado atención, pensando que la imagen de la calle (aquella desacostumbrada agitación y las flamantes banderas que ondeaban en todas las casas) no era más que el espejo de su propia alegría. Y entonces, por fin, cayó en la cuenta: aquel día, la ciudad celebraba la entrada del hombre que extasiaba a millares de personas con sus palabras y del que esperaban milagros.
El almuerzo transcurrió en un silencio que pesaba como una losa y Ursula se entretuvo pensando en esas cosas, hasta que una mano la agarró por el hombro y la arrancó de ahí. Sobresaltada, levantó la cara y descubrió la del hermano, desencajada y suspendida por encima de ella como en una pesadilla. La miraba fijamente a los ojos hecho una furia, aunque no pudo sostener la mirada más que unos segundos, antes de que empezara a temblarle la mano y la soltara. Al incorporarse, recuperó la compostura y, apartándose de ella, añadió:
—Ya no lo aguanto más, Ursula. Piensa de una vez en todo lo que he hecho por ti.
Dejó la insignia sobre la mesa delante de su hermana y salió de la habitación sin más palabras.
El silencio que siguió al portazo fue más angustioso que el de antes. Ursula miró la insignia y, luego, a sus padres; se fijó en que él también llevaba una puesta. La madre se levantó sin decir nada, cogió un cuenco y se acercó de puntillas a la puerta, la abrió, miró hacia afuera, volvió a cerrarla, regresó a la mesa, dejó el cuenco, se sentó de nuevo y dijo, sin alzar la voz:
—Se ha ido.
—No te engañes —respondió su padre, con amargura—. A partir de ahora, las paredes tendrán oídos y habrá alguien escuchando detrás de cada puerta. Aunque a tu hijo, eso ni le hace falta. Entra en la salita sin hacer ruido y cuando menos lo esperas. Se sienta contigo a la mesa. Sabe leerte la cara. Estás rendida a su merced.
La madre se echó las manos a la cara y rompió a llorar en silencio. Su padre se levantó fatigosamente y dijo:
—Me marcho a la oficina. —Al llegar a la puerta, se detuvo y dando media vuelta le dijo a Ursula—: Harías bien en ponerte eso cuanto antes. Piensa lo que quieras, pero no abras la boca. Ya no podemos permitirnos el lujo de tener opinión.
Cerró al salir.
—Madre —comenzó a decir Ursula, pero la mujer puso cara de espanto, sin dejar de lanzar una mirada asustadiza hacia la puerta.
—Tienes que estar callada, ¿no te lo acaban de decir? —susurró y empezó a apilar platos y cacharros, y a llevarlos traqueteando a la cocina.
Ursula también se levantó, agarró la insignia, la carpeta y el abrigo, y se retiró a su habitación.
No desconocía los acontecimientos que habían llevado a aquel desencuentro y que ya habían causado algún que otro choque entre padre e hijo. Sin embargo, desde que terminó el bachillerato y salió de la escuela, le desbordó la impaciencia por vivir su propia vida y coger pincel y paleta para plasmar las imágenes que le desbordaban el corazón; así que, en esos meses, dejó de ver que el horror antes lejano se hacía más amenazante, cerniéndose en olas sombrías, inevitable y cada vez más cerca. Se había limitado a mirar hacia dentro, a ver tan solo reflejos oníricos de la realidad, detalles aislados y separados de cualquier contexto, que ella hilaba en una realidad interior de la que había proscrito toda imaginación que pudiera dañar su mundo de ensueño, el zarzal de rosas que protege a la bella durmiente para que no despierte. Al escuchar al oído la voz teñida de súplica y de amenaza de su hermano, se sintió como una sonámbula a la que llaman antes de que se desplome desde una altura vertiginosa.
Repasó lo que acababa de suceder y con los ojos que no ven se detuvo en una imagen de la que no lograba librarse: la cara de su padre sin levantar la vista del plato, con una expresión que conmovía de tan desamparada y en la que se mezclaban todas las emociones que acompañan la derrota. Solo cuando la contempló así, transformada en visión, notó que era una cara ajada y envejecida de golpe; pero también una cara que todavía no había aprendido a fingir y que ella había sorprendido en el transcurso de su transformación gradual, en el primer intento fallido de convertirse en lo mismo que todas las que ya se habían anquilosado en la mueca, en la máscara de la adhesión extasiada. Aquel semblante hablaba mejor que cualquier palabra y dejaba claro que su padre no aprobaba (dicho a las buenas) el golpe de Estado que había puesto el poder en manos de una minoría fanatizada y que, aun así, se sometía a lo que ya era un hecho consumado, por mucho que lo hiciera con vacilación y reacio en apariencia.
No sabía si compadecerlo o despreciarlo. ¿Debía renunciar a su puesto en la Administración para responder de aquello en lo que creía (con acierto o error)? ¿Debía tratar (es de suponer que en balde) de contener la violencia? ¿Debía pronunciar una palabra que lo convirtiera en mártir, o podía agachar la cabeza —ya fuera por consideración a su familia o por ser consciente de lo inútil de cualquier clase de resistencia—? Al final, dio con una respuesta que le permitió compadecerse de él, pues comprendió que no tenía elección: su padre creía en algo que pertenecía al ayer y nadie se hace mártir por el ayer.
También comprendió de pronto por qué su corazón no había tomado parte al escuchar las discusiones entre padre y hermano, los argumentos prudentes del uno y los coléricos del otro. En realidad, nunca se trató de contradicciones irreconciliables, sino tan solo del enfrentamiento inevitable entre generaciones, entre un ayer que abandonaban y un mañana que era una pesadilla. Si podía (y debía) haber un enfrentamiento decisivo, solo sería entre el mañana en el que creía su hermano y el mañana que ella únicamente alcanzaba a intuir y que a veces contemplaba con anhelo en sus visiones.
Agarró la insignia, decidida a devolvérsela al que se la había tratado de imponer, cuando lo vio junto a la puerta. Igual que una aparición, su hermano había entrado sin hacer ruido y miraba ausente la placa, daba la sensación de que Ursula estaba a punto de ponérsela. Como por resorte, se puso otra vez en guardia, levantó la vista hacia su hermana y le preguntó si a las seis estaría lista para acompañarlo al histórico2 discurso de entrada, como lo llamaba él. Por supuesto, no tenía intención de faltar a aquel mitin. Estaba claro que más que una pregunta era una orden, y eso le hizo sentir a Ursula todavía más reticente. Por suerte, se abstuvo de decir nada. Se entretuvo eligiendo una palabra que lo hiriera más hondo que un simple «NO» e incluso tuvo la tentación de tirarle la insignia a los pies, pero, entonces, algo se abalanzó sobre ella, la agarró fuerte por el pescuezo y empezó a estrangularla. No fue el hermano, que no se movió; solo en sus ojos centelleaba un odio implacable con el que se mezclaba una fiereza incontinente que le deformaba la boca en una sonrisa horripilante de burla degenerada. Lo que la agarraba por el cuello no eran manos, sino un miedo indomable e insondable que parecía surgido de profundidades primigenias y que casi le nublaba el juicio. De forma mecánica, agarró la insignia y la prendió temblorosa al vestido como si fuera un escudo con el que intentara parar un golpe mortal; aún no había terminado de ponérsela cuando en el aire con el que había querido decir aquel «NO» sonó, sin pretenderlo y en contra de su voluntad, la palabra «claro». Pero no bastaba, su hermano quería más y estaba decidido a conseguirlo, lo veía en su cara; así que, dispuesta de pronto a hacer lo que hiciera falta, añadió con una sonrisa enigmática: «Eso ni se pregunta». Solo así consiguió que se fuera satisfecho con sus palabras, aunque algo...