E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: ENSAYO
Hedges La muerte de la clase liberal
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-945043-8-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: ENSAYO
ISBN: 978-84-945043-8-9
Verlag: Capitán Swing Libros
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Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Periodista estadounidense, Hedges es corresponsal de guerra especializado en América y Oriente Próximo. Durante dos décadas fue corresponsal en Centroamérica, Oriente Próximo, África y los Balcanes, informando desde más de cincuenta países. Entre 1990 y 2005 trabajó para numerosos medios como The Christian Science Monitor, National Public Radio, The Dallas Morning News, y The New York Times. En 2002 formó parte del equipo de periodistas del New York Times que fue galardonado con el Premio Pulitzer por su cobertura del terrorismo global, y recibió también el Global Award for Human Rights Journalism de Amnistía Internacional. Ha impartido clases en las universidades de Columbia, Nueva York, Princeton y Toronto. En 2011 Hedges compuso lo que el New York Times describió como una 'llamada a las armas' para el primer número de The Occupied Wall Street Journal, el periódico que desde entonces da voz al movimiento de protesta, y es también autor de varios bestsellers, entre los que figuran War is a force that gives us meaning (2002), finalista del National Book Critics Circle Award para libros de no ficción; I Don't Believe in Atheists (2008); Death of the Liberal Class (2010); y Days of Destructions, Days of Revolt (2012), su libro más reciente, escrito en colaboración con el dibujante Joe Sacco.
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02
La guerra permanente
«Uno de los rasgos más ridículos de la historia humana es que todas las civilizaciones, cuando más pretenciosamente se expresan, cuando con más convicción conjugan los valores parciales y universales, proclamando la inmortalidad de su finita existencia, es precisamente en el momento en que ha comenzado la descomposición que conduce a su muerte.»
Reinhold Niebuhr
(Más allá de la tragedia) 10
Desde el final de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos ha dedicado una asombrosa cantidad de recursos y de dinero a batallar contra enemigos reales e imaginarios. Entregó los motores del poder estatal a un mastodóntico engranaje dedicado a la guerra y la seguridad. Esas batallas, que han creado una ilusión de guerra permanente propia del Estado orwelliano, han neutralizado cualquier oposición al poder empresarial y también las tibias reformas de la clase liberal. Durante la Guerra Fría, esta, temiendo ser tachada de blanda o de poco patriota, se unió de buen grado a la campaña lanzada por el Estado para aplastar a los movimientos populares y radicales en nombre de la seguridad nacional. La guerra permanente es el mecanismo más eficaz que utiliza la elite del poder para sofocar la reforma y amordazar a la disidencia. El estado de guerra exige un enorme secretismo, y una vigilancia y una sospecha constantes. Genera desconfianza y miedo, sobre todo en los ámbitos cultural y artístico, a los que con frecuencia reduce al silencio o a la palabrería nacionalista. Degrada y corrompe la educación y los medios de comunicación. Hace descarrilar la economía. Anula a la opinión pública. Y obliga a las instituciones liberales a sacrificar sus principios en aras de una santa cruzada, una especie de sucedáneo de religión, ya sea contra los hunos, los bolcheviques, los fascistas, los comunistas o los terroristas islámicos. En un estado de guerra permanente, la clase liberal se torna impotente.
Dwight Macdonald previno contra la ideología de la guerra permanente en su ensayo de 1946 The Root Is Man [La raíz es el hombre]. No confiaba en que pudiera haber un contrapeso al Estado empresarial mientras se mantuviera ese estado de guerra permanente. Según escribió, la clase liberal, al igual que los cuadros marxistas a los que él había abandonado para unirse al anarquismo, se habían equivocado al depositar en el Estado las esperanzas del progreso humano. Era un enorme error. El Estado, en su día depositario de la esperanza de la clase liberal y de muchos progresistas, había devorado a sus hijos en Estados Unidos tanto como en la Unión Soviética. Y el elixir mágico, el potente opiáceo que convertía a la población en un ente pasivo y dispuesto a ser privado del poder, era el estado de guerra permanente.
A los teóricos que ampararon las reformas y movimientos sociales del siglo XIX y comienzos del xx, Marx entre ellos, se les escaparon los usos políticos de la ideología de la guerra perpetua. Los reformistas solo se fijaron en la lucha de clases interna y, como señaló Macdonald, nunca elaboraron «una teoría adecuada sobre la relevancia política de la guerra». Hasta que no se llene ese vacío, advirtió Macdonald, «el socialismo contemporáneo no dejará de tener un aire un tanto académico».11
El derrumbe del liberalismo, tanto en la Rusia imperial como en el Imperio austrohúngaro, la Alemania de Weimar, la antigua Yugoslavia o Estados Unidos, estuvo íntimamente ligado al ascenso de una cultura de guerra permanente. En esa cultura, la explotación y la violencia, ejercidas incluso contra los ciudadanos, están justificadas para proteger a la nación. El grito de guerra se expresa a través de múltiples lemas, lenguas e ideologías. Se puede manifestar mediante saludos fascistas, farsas judiciales comunistas, campañas de limpieza étnica o cruzadas cristianas. Todo es lo mismo. Es una burda y aterradora represión que, en nombre de la seguridad nacional, ejerce el Estado a través de la elite del poder y de los mediocres de la clase liberal que son sus servidores.
Fue la caída en la guerra permanente, no el islam, lo que a comienzos del siglo XX erradicó, en países del mundo musulmán como Egipto, Siria, el Líbano e Irán, a movimientos liberales y democráticos muy prometedores. La prolongación del mismo estado de guerra permanente acabó con las clases liberales en Israel y Estados Unidos. La guerra permanente, que hace que todos acaben utilizando la simplificada jerga del nacionalismo, es una enfermedad. Priva de derechos a los ciudadanos, reduce cualquier comunicación a la palabrería patriótica, da poder a quienes se benefician del Estado en nombre de la guerra y corroe y empequeñece el debate y las instituciones democráticos. «La guerra», observó Randolph Bourne, «es la salud del Estado».
El gasto militar de EE UU, que consume la mitad del gasto discrecional, ha tenido profundos costes sociales y políticos. Los puentes y los embalses se vienen abajo. Las escuelas se desmoronan. La producción fabril interna entra en decadencia. Billones de dólares de deuda ponen en peligro la viabilidad de la moneda y la economía. Se abandona a los pobres, a los que padecen enfermedades mentales o físicas y a los desempleados. El sufrimiento es el precio de la victoria, que nunca llega a definirse o a alcanzarse del todo.
Las grandes empresas que se benefician de la guerra permanente necesitan tenernos atemorizados. El miedo nos impide oponernos al gasto del Gobierno en un inflado sector militar y conlleva que no hagamos preguntas incómodas a quienes ejercen el poder. El miedo permite al Gobierno actuar en secreto y significa que estamos dispuestos a renunciar a nuestros derechos y libertades a cambio de promesas de seguridad. La imposición del miedo garantiza que las grandes empresas que han destrozado el país no se vean cuestionadas. El miedo nos mantiene cercados como si fuéramos reses.
Puede que Dick Cheney y George W. Bush sean a todas luces malvados, en tanto que Obama es débil, pero para quienes pretenden mantenernos en un estado de guerra permanente, esas diferencias no importan. Tienen lo que quieren. La clase liberal, como el hombre del subsuelo de Dostoievski, ya no puede influir en una sociedad en estado de guerra permanente y se refugia en enclaves en los que sus miembros pueden continuar adorándose a sí mismos. Los pasillos de las instituciones liberales están llenos de hombres y mujeres del subsuelo, que denuestan el caos social del que son responsables, pero sin hacer nada al respecto. En su interior anidan la amargura y una creciente aversión al conjunto de la sociedad. Además, su propio fariseísmo, elitismo e hipocresía los hacen despreciables.
La institución eclesiástica, cuando habla, farfulla santurronamente sin llegar a pronunciarse. Aspira a preservar la idea que tiene de sí misma como voz moral, pero evitando enfrentarse realmente a la elite del poder. Habla un lenguaje plagado de tópicos morales. Es lo mismo que podemos apreciar en una carta escrita el 25 de marzo de 2003 por el arzobispo Edwin F. O’Brien, cabeza de la Archidiócesis para los Servicios Militares, en la que dice a sus sacerdotes que era moralmente admisible que los soldados católicos combatieran en la segunda guerra de Irak:
Dada la complejidad de los factores implicados, que en muchos casos y comprensiblemente siguen siendo confidenciales, es totalmente lícito que los miembros de nuestras fuerzas armadas presuman la integridad de nuestros líderes y de sus juicios, y que, por tanto, cumplan con sus deberes militares sin sentirse culpables.
La Conferencia de Obispos Católicos de EE UU dijo a los fieles que el presidente iraquí Sadam Husein era una amenaza y que la gente razonable podía discrepar de la necesidad de recurrir a la fuerza para derrocarle. Garantizó a todos los que apoyaban la guerra que Dios no pondría objeciones. B’nai B’rith12 apoyó una resolución del Congreso que autorizaba el ataque de 2003 contra Irak. La Unión de Congregaciones Hebreas de Estados Unidos, que representa al judaísmo reformista, acordó respaldar una acción unilateral siempre que el Congreso la avalara y el presidente buscara el apoyo de otros países. Amparándose en un recurso muy trillado, y utilizando una retórica maniquea, el Consejo Nacional de Iglesias, que representa a treinta y seis agrupaciones religiosas, instó al presidente George W. Bush a «hacer todo lo posible» por evitar la guerra con Irak y a dejar de «demonizar a adversarios o enemigos», pero, al igual que las demás instituciones religiosas liberales, no la condenó.
Según una encuesta de 2006, «cuanto más acude un estadounidense a la iglesia, menos probable es que diga que la guerra fue un error». Es algo asombroso si tenemos en cuenta que Jesús era pacifista y que todos los que nos licenciamos en seminarios estudiamos la doctrina de la guerra justa, flagrantemente vulnerada por la invasión de Irak.
Lo que atrae de la derecha y de los belicistas es que parecen contar con el coraje de sus convicciones. Cuando alguien como Sarah Palin muestra un mapa con puntos de mira colocados sobre los distritos demócratas y utiliza un lema como «¡No retrocedas, más bien RECARGA!», tiene entre el público a gente desesperada que está limpiando su arma. Cuando en los púlpitos de iglesias enormes se alzan cristianos fascistas diciendo que Obama es el anticristo, hay creyentes que los escuchan. Cuando durante el debate celebrado en la Cámara de Representantes en 2010 sobre la ley de reforma sanitaria el legislador republicano Randy Neugebauer grita «¡Asesino de niños!» al demócrata de Michigan Bart Stupak, hay...