Horváth | Un hijo de nuestro tiempo | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 196 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

Horváth Un hijo de nuestro tiempo


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-18067-34-1
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 196 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

ISBN: 978-84-18067-34-1
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
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Cuando los nazis llegaron al poder, en febrero de 1933, registraron la casa de los padres de Horváth en Murnau y el escritor fue amenazado públicamente en el Völkischer Beobachter. Ese mismo año sus obras fueron quemadas en público por los nacionalsocialistas. Horváth se convierte con esta novela en fiel cronista de 'su tiempo', capaz de reproducir los usos del lenguaje fascista tanto a nivel militar como civil y de mostrarnos a través de ellos cómo el individuo de a pie adopta sin más los tonos por los que ya se ha dejado seducir. Si en Juventud sin Dios el maestro tenía una sensación ambivalente respecto a ello, el soldado de Un hijo de nuestro tiempo está entusiasmado con los usos del Estado fascista y habla siguiendo el modelo ideal de lenguaje tipificado por los nacionalsocialistas.

El escritor austríaco de origen húngaro Ödön von Horváth (1901-1938) considerado uno de los escritores en lengua alemana más críticos de todos los tiempos. Admirado por Hermann Hesse, Thomas Mann o Joseph Roth y Peter Handke llegó a a escribir un artículo titulado 'Horváth es mejor que Brecht'. Su estilo está marcado por el desconcierto y su nada estilizado sentimentalismo y frases trastornadas, que muestran los brincos y contradicciones de la conciencia. En 1931, fue galardonado junto con Eik Reger con el Premio Kleist.
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EL CASTILLO ENCANTADO


Hoy es domingo.

Lo tenemos libre. De dos a diez. Solo se queda la brigada de guardia.

Ayer me otorgaron mi segunda estrella y hoy saldré por vez primera con dos estrellas en el cuello.

Se acerca la primavera, ya se la escucha en el aire.

Somos tres, dos camaradas y yo. Llevamos guantes blancos y hablamos de mujeres.

Yo soy el que menos habla, prefiero guardarme lo mío.

Las mujeres son un mal necesario, eso es sabido. Se las necesita para garantizar el mayor número posible de familias numerosas, de buena salud hereditaria, de gran valor para la patria desde el punto de vista de la raza. Pero, por lo demás, no crean más que confusión.

¡Yo mismo podría contar un montón de cosas al respecto!

En especial las de promociones más antiguas y, sobre todo, las más listas. Esas te siguen porque tienes un tipo atlético y, si te atreves a complacerlas, entonces se vuelven arrogantes. Te llaman idiota, inmaduro, inocente y cosas por el estilo. O te vienen con la vida espiritual y entonces dejan de ser apetecibles.

Una mujer que ya no es muy joven no tiene por qué tener alma, tiene que estar contenta con que la miren. No tiene derecho a venirle a uno con sentimientos como, por ejemplo, los celos o el denominado instinto materno. El alma, en el mejor de los casos, es un privilegio de las chicas jóvenes.

Estas, en algún que otro caso, aún pueden permitirse ser así de románticas, suponiendo que sean bonitas. Pero hasta las románticas bonitas, ya desde su más tierna adolescencia, solo quieren a un tipo con dinero.

Ese es todo el problema.

Prefiero moverme en compañía de hombres.

Precisamente mi camarada está contando que, tiempo atrás, hace trescientos años, un gran filósofo se preguntó si las mujeres, en realidad, eran seres humanos.[12]

Podría dudarse, ya lo creo.

Con el sexo femenino nunca sabes a qué atenerte.

En él no encontrarás fidelidad ni fe, siempre llegan demasiado tarde, un nido de mentiras, etc., etc.

Y además tienes que ocuparte de su alma… Porque te lo exigen.

Pero esa no es una ocupación para un hombre hecho y derecho.

¡Sí, sí, las mujeres son un capítulo aparte!

Te traen al mundo y también te matan…

Las calles del centro de la ciudad están vacías porque aquí solo hay tiendas y altos edificios de oficinas y hoy están cerrados. Los trabajadores de la mente y del puño hoy están en casa, comen, duermen, fuman…, hoy apenas harán excursiones porque ha vuelto a llover.

Aunque ha sido solo un poco, pero no es muy seguro. En el centro de la ciudad hay silencio, una paz absoluta, como si todos hubieran muerto.

Oímos nuestros pasos, cada uno de ellos. Resuenan en el asfalto.

Y vuelvo a darme cuenta de que nos reflejamos.

En los elegantes escaparates.

Ahora atravesamos un corsé.

Ahora una langosta y un jamón muy tierno…

Ahora medias de seda.

Ahora libros y después perlas, maquillajes, borlas para polvos…

¡Rómpelos! ¡Pisotéalos!

El centro de la ciudad está muy aburrido y bajamos al puerto. Allí siempre hay movimiento.

Claro que no puedes ver mar abierto, porque empieza más afuera, pero aquí están ya los barcos extranjeros, con los marineros de negro y amarillo.

Bajamos la ancha avenida que lleva al puerto.

Cada vez se vuelve más ancha y más animada.

A derecha e izquierda empiezan las atracciones…, macacos grandes y pequeños, adiestrados y sin adiestrar. Barracas de tiro al blanco y máquinas tragaperras, un salón de baile y la mujer más gorda del mundo. Una oveja de cinco patas, una ternera con dos cabezas…, un carrusel al lado de otro, un balancín al lado de otro y una modesta montaña rusa, sinceramente deplorable. Adivinas, comefuegos, tragasables, pepinillos en vinagre y mucho helado. Anomalías animales y humanas. Arte y deporte. Y allí detrás, al fondo, el castillo encantado.[13]

Pasamos de largo por las primeras barracas de tiro, pero a la cuarta o la quinta ya no podemos resistirlo, tenemos que disparar. Dar en ese blanco es para nosotros un juego de niños y la señorita que carga nuestras armas sonríe respetuosa.

Cuando disparan los soldados, siempre se queda mucha gente mirando. También ahora. En especial dos señoritas que ríen a cada disparo, como si la cosa fuera con ellas. De ese modo despiertan nuestra atención. A mí no me gustan, pero mis camaradas empiezan a hablar con ellas. Por principio no quiero ser un obstáculo para ellos, como una rueda de sobra en un carro, y los dejo a su suerte.

Van a bailar, yo me quedo solo.

Los sigo con la mirada.

No, esas dos señoritas no podrían interesarme…

Una tiene las piernas torcidas, la otra ni siquiera tiene piernas y donde debería estar el trasero, no hay nada. Y la primera tiene un diente negro y el sostén sucio. No, a mí me molestan esas minucias del amor, soy muy exigente.

Entro en el hipódromo.

Otras dos señoritas y un niño están cabalgando.

Suena la música, restalla el látigo, los viejos caballos corren en círculo.

El niño tiene miedo, las señoritas están muy concentradas.

El niño pierde su gorra de marinero y lloriquea, las dos señoritas sonríen.

Llevan muy subidas las faldas y puede verse que no llevan nada donde acaba la media. ¡Esas sí podrían gustarme, sobre todo la mayor!

Pero una señorita a caballo confunde.

Porque una señorita a caballo puede gustar fácilmente, eso no es ningún arte. Pero cuando luego se baja, entonces se da uno cuenta de lo que hay en realidad…, ¡ya me conozco yo esas decepciones!

Ahora desmontan y la mayor me sigue gustando Y la pequeña también.

Pero ya tienen un caballero.

Un hombrecillo, una rata miserable.

Las dos se cuelgan de la rata y sonríen:

—Queremos seguir montando…, ¡por favor, por favor!

—Todo lo que queráis —dice la rata.

Miro la lista de precios.

Montar una vez cuesta cincuenta.

¿Y todo lo que queráis?

Demasiado caro para mí.

¡Pero así se las gastan las muy monas!

Mejor una vieja rata que apeste a dinero que un joven bien entrenado, que además de a sí mismo, solo tiene dos estrellas en el cuello.

Para esto los guantes blancos tampoco valen una mierda.

Me voy del hipódromo y camino despacio por las barracas, sin un rumbo fijo.

A la derecha está el hombre con cabeza de león y a la derecha la mujer barbuda.

Me he puesto un poco triste.

El aire es cálido…, sí, es la primavera y por la noche los gatos dan serenatas. También los oímos en el cuartel.

Llega la noche y en el horizonte el día se marcha con un saludo de color lila. A mis espaldas ya es de noche.

Y mientras sigo así, caminando, me sobrecoge una idea desagradable: se me ocurre que esa rata del hipódromo es mi compatriota. Y me veo en el patio del cuartel jurando morir por la patria, siempre por nuestro pueblo.

¿Así que también por esa rata miserable?

¡No, déjalo! ¡No pienses! Pensando se le vienen a uno ideas malsanas.

¡Nuestros líderes sabrán bien qué hacer!

Y entonces me sobrecoge otra idea, ya la conozco. Me acompaña durante un rato y no me deja en paz.

«En realidad —dice—, tú no quieres a nadie…».

Sí, es verdad.

No soporto a nadie…

Tampoco a mí.

En realidad, los odio a todos.

Excepto a nuestro capitán…

Y sigo caminando por las barracas hasta el final y llego al castillo encantado con sus pináculos y sus torres y sus bastiones. Las ventanas tienen rejas y los dragones y los demonios miran hacia fuera.

Por el altavoz se oye un suave vals. Es una vieja melodía. Las risas y el griterío siempre ahogan la música. Debe de ser de la gente que está dentro. Porque afuera tiene que oírse que dentro lo pasan bien.

Pero yo ya me lo conozco.

¡Todo mentira!

Es un disco de gramófono todo ese ruido tan alegre… solo para atraer al público. No hay nada detrás y yo no voy a picar en esas casas de locos en las que aprende uno a tener miedo. Es demasiado ridículo.

Me dispongo a regresar, entonces miro a la entrada sin pensar en nada, en cierto modo de manera automática. Y me detengo.

¿O solo me lo ha parecido y he seguido andando?

Es posible. Pero después de dar dos pasos en efecto me paro y sigo mirando hacia allá.

Ahora todo está oscuro y yo estoy en mitad de la noche. En la caja del castillo encantado hay una señorita.

No se mueve.

No viene nadie.

Y por un instante todo me parece tan lejano, el mundo entero, y pienso que se me para el corazón. No se mueve ni una hoja, solo se oye muy suave la vieja melodía que sale del castillo encantado.

Tiene los ojos grandes, la señorita, pero no eran sus ojos, ni la boca ni el pelo…, creo que era una línea…

Pero ¡¿qué es lo que estoy diciendo?! ¡Un montón de tonterías!

Solo sé que me quedé parado, como si de repente tuviera ante mí una pared…

¡Tonterías! ¡Idioteces! ¡Sigue andando!

Sigo andando y tropiezo.

¿Con qué?

Con nada. Aquí no hay nada.

Pero ahora la señorita sonríe porque he tropezado. Ella lo ha visto....



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