E-Book, Spanisch, 264 Seiten
Hughes En un lugar solitario
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17109-90-5
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 264 Seiten
ISBN: 978-84-17109-90-5
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Los A?ngeles de finales de los an?os cuarenta es una ciudad de promesas y prosperidad, excepto para el expiloto de aviones de combate Dix Steele, cuya existencia es un oasis de tedio en comparacio?n con «la sensacio?n de poder, euforia y libertad que le produci?a surcar los cielos en solitario». Steele pasa las noches merodeando, entre paradas de autobu?s vaci?as y playas en penumbra, en busca de mujeres jo?venes y solitarias. Apenas tiene dinero y no ve ninguna salida a sus frustraciones. ¿Do?nde ha quedado el suen?o americano? Su vida da un giro inesperado cuando se reencuentra con su viejo compan?ero del eje?rcito, Brub, que trabaja para la polici?a de la ciudad y que va tras la pista de un estrangulador de mujeres que lleva meses sembrando el terror en sus calles... En un lugar solitario es un cla?sico de la e?poca dorada de la novela negra, pero es tambie?n una obra avanzada a su tiempo, cuyo desenlace feminista trasciende los co?digos habituales de un ge?nero en el que las mujeres soli?an verse relegadas a un papel testimonial o al rol de femme fatale. Poco despue?s de su publicacio?n en 1947, la novela inspiro? la famosa peli?cula homo?nima dirigida por Nicholas Ray y protagonizada por Gloria Grahame y Humphrey Bogart. La crítica ha dicho «Aquellos que aún creen que en los albores del género negro las únicas historias que una escritora tenía capacidad de contar eran aquellas ambientadas en la campiña inglesa con protagonistas de la alta sociedad, deberían echarle un vistazo a esta novela.» Marta Marne, El Periódico «Como suele ocurrir cuando se disfruta con un libro, uno quisiera que durara mucho ma?s de las casi 300 pa?ginas que ocupa.» Ernesto Ayala-Dip «Dorothy B. Hughes escribe novela negra mirando de tu? a tu? al mejor Chandler, Hammett, Cain y Thompson.» Rob Kitchlin «Esta mujer es la reina del noir, y En un lugar solitario es su corona.» Laurie R. King «Es elogiable el gusto con el que esta editorial selecciona las pequeñas joyas que va recuperando para el lector en español. En un lugar solitario es un clásico en mayúsculo.» Juan Carlos Galindo, El País «Un libro de una eficacia estilística casi despiadada. No se pierdan ni el texto ni la película... Por ese orden.» Ángeles López, La Razón «Hughes combina un sentido elegante y melódico de la narrativa con la inclusión sin pamplinas, desinhibida, de muy quemantes fogonazos.» Manuel Hidalgo, El Cultural «Es sutil, envolvente y está escrita con ese aroma clásico que nos remite a la esencia del género. Un lujo para buscadores de tesoros ocultos.» Diego Ameixeiras, El Salto Diario
(1904-1993) nacio? en Kansas, Misuri. Hizo la carrera de periodismo. En 1931, publico? su libro de poemas Dark Certainty. Al siguiente an?o se caso?, y no volveri?a a publicar hasta 1940, con la novela negra The So Blue Marble. Entre 1940 y 1952 publico? doce novelas, entre las que cabe destacar The Cross-Eyed Bear y Persecucio?n en la noche. Durante cuatro de?cadas trabajo? como cri?tica de literatura polici?aca para The Albuquerque Tribune. En 1963 aparecio? The Expendable Man, su u?ltima novela. Ma?s tarde diri?a que su vida familiar le impidio? tener la tranquilidad necesaria para dedicarse plenamente a la literatura. En 1978 fue reconocida como Grand Master por la asociacio?n Mystery Writers of America.
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Capítulo 2 i Eran las siete y cuarto cuando Dix aparcó ante la verja de los Nicolai. No había una niebla espesa esa noche, sólo una leve humedad que flotaba sobre el cañón. Era como una gasa al otro lado del parabrisas. Podía ver con claridad los escalones de la entrada, y hasta la frontera de geranios que los enmarcaba. Las ventanas de la casa mostraban una luz dorada, y la luz del porche también estaba encendida para darle la bienvenida. Volvió a sentirse satisfecho de haberse apuntado a la cena. Se había vestido deliberadamente para causar una buena impresión: era un amigo de los Nicolai procedente del Este, acomodado, de buena familia y hasta un antiguo miembro de las Fuerzas Aéreas. Un traje de franela gris; una corbata cara, estampada en azul marino, granate y blanco; una camisa blanca; unos zapatos marrones bien lustrados, ingleses. Se ajustó la corbata antes de subir al porche. Ni la más mínima vacilación antes de llamar al timbre ni cuando se abrió la puerta. Sylvia estaba de pie en el umbral. Llevaba el abrigo puesto, un abrigo ligero de color azul, y el bolso, que era como un sobre blanco, bajo el brazo. —Hola, Dix —dijo—. Enseguida estoy contigo. No lo invitó a pasar; la puerta mosquitera se interponía entre ambos y Sylvia no la abrió. Lo dejó ahí de pie, en el porche iluminado, mientras ella volvía al interior de la casa y se disponía a apagar algunas luces del techo. Cuando salió, aún quedaban algunas luces tenues en el pasillo y el salón. —Hemos quedado con Brub en el club —dijo con su voz aguda y clara mientras bajaba los escalones—. Me llamó para decirme que te llevase allí a tomar unas copas. No ha tenido tiempo de pasar por casa. Fue tras ella. Tenía que levantar la voz para hablarle, pues iba muy por delante de él. Estaba habituada a las escaleras, mientras que él debía ir con cuidado. —¿Está Brub muy ocupado? —Sí —repuso Sylvia, pero no amplió la información—. ¿Quieres ir en tu coche o en el mío? No está lejos, a unas pocas calles. No es que hablase especialmente rápido, pero sí algo atropelladamente, como si quisiera evitar el más mínimo silencio entre ellos, como si reparase demasiado en su presencia. Se quedó junto al coche de Dix, alta, elegante y encantadora, pero no tan tranquila como la noche anterior. Dix le sonrió, pero sin insinuar una confianza excesiva. —Podemos ir en el mío, sí. Tú me indicas. —De acuerdo —convino ella. Le abrió la puerta, dio la vuelta al vehículo y ocupó su sitio al volante. Sylvia había bajado la ventanilla y apoyaba el brazo en el marco. Se mantuvo arrinconada en aquel lugar mientras le indicaba la dirección: —Baja por la carretera de la playa y tuerce a la izquierda; el club está junto al mar. No tardaron ni cinco minutos en llegar, así que no dio tiempo a que intimaran. Ella le habló de sus amigos del club, nombres que no le resultaban familiares. No se quedaron callados ni un instante durante el trayecto. Convenientemente guiado, Dix cruzó la entrada de pilares que conducía al aparcamiento. Sylvia bajó del coche sin esperar a que le abrieran la puerta. El club no era muy grande. Predominaba la juventud, como si fuese un club de oficiales; las parejas en la sala de entrada, en el salón siguiente, eran de las que uno esperaba que conociesen a los Nicolai. Las típicas que encontrabas por todo el país: gente joven, respetable y atractiva. Dentro de los parámetros. Pero esa noche a Dix no le parecían aburridos. Su seguridad le resultaba muy agradable. —Voy a dejar el abrigo —dijo Sylvia dedicándole una sonrisa abierta y amistosa—. Vuelvo enseguida, Dix. No tardó mucho. Estaba muy guapa con ese vestido de color crema, un vestido tan sencillo como caro. Dix se sintió orgulloso de acceder al salón con ella. —Creo que Brub todavía no ha aparecido. A no ser que nos haya ganado a la hora de llegar a la barra. Saludó con la cabeza a varias parejas mientras atravesaban el salón. Había bastantes más en el bar, pero ni rastro de Brub. —Sustituiré a Brub y te invitaré a una copa mientras le esperamos —dijo Sylvia. —Apruebo la sustitución, pero pago yo —repuso Dix. Sylvia se apartó de él en dirección a una mesa. —Ni hablar. En el club no. Esto es territorio de Brub. Le presentó a todos los que hacían un alto en su mesa. La pregunta que hacían era siempre la misma: «¿Dónde está Brub?». A nadie le parecía que ella pudiese tener algún interés en Dix. Y Sylvia siempre respondía lo mismo: «Está al caer». Su presentación tampoco variaba: «… Dix Steele, el mejor amigo de Brub en Inglaterra». Sólo una vez mostró cierta alteración. Cuando dijo en voz baja: «Me pregunto dónde se ha metido». A las ocho, el bar se había vaciado de todos aquellos que no eran simplemente alcohólicos. Ahora se la veía nerviosa. Se levantó de la mesa. —Más vale que empecemos a cenar. Seguro que llega en cualquier momento. Fue entonces cuando Dix decidió saltarse los convencionalismos. —No te disculpes, Sylvia, no echo de menos a Brub —le sonreía con la voz—. Disfruto mucho de tu compañía, casi tanto como de la de Brub. —Le echo de menos. No lo he visto desde esta mañana —dijo ella riéndose y con un pequeño mohín. —Veo que aún dura la luna de miel —dijo Dix con un suspiro burlón. —Sin duda alguna. Ya había metido una cuña, no muy contundente, pero no estaba mal para empezar. Esperó a estar sentados a la mesa para preguntar de manera desenfadada: —¿Tiene un caso de los gordos? Ella lo miró. Sus ojos revelaban ansiedad. Luego apartó la vista. —No lo sé —contestó—. A mí no me ha dicho nada. Sólo que llegaría tarde. Sylvia no había visto el diario vespertino. Podría habérselo contado, pero no lo hizo; que se encargara Brub de informarla de lo que se temía. En ese momento vio a Brub cruzando el salón. Parecía agotado, pero improvisaba una sonrisa cada vez que pasaba junto a la mesa de algún conocido; una sonrisa leve que se desvanecía con la misma rapidez que se manifestaba. Sylvia reparó en él casi al mismo tiempo que Dix. La preocupación hacía que sus rasgos pareciesen más marcados. Ambos permanecieron en un silencio tácito hasta que Brub llegó a la mesa. El policía se inclinó para besar a su mujer. «Lamento llegar tarde, cariño.» No les sonrió; no tenía por qué disimular ante su esposa y su mejor amigo. Le dio la mano a Dix. «Me alegro de que hayas podido venir.» Luego tomó asiento como un perro agotado. Llevaba el traje arrugado y su camisa mostraba el desánimo acumulado a lo largo del día. Su cabello oscuro estaba alborotado. —No he tenido tiempo de cambiarme —dijo sonriéndole a Sylvia—. Siempre puedes fingir que soy tu chófer. El camarero, un joven de color, aunque con la piel más blanca que los comensales con bronceado de playa, se plantó discretamente ante la mesa. Brub levantó la vista. —Hola, Malcolm. ¿Podrías traerme un whisky doble antes de la cena? Salgo de trabajar y lo necesito. —Por supuesto, señor Nicolai —le sonrió Malcolm antes de desaparecer. Sylvia puso la mano sobre la de Brub, que estaba encima de la mesa. —¿Un día duro, mi amor? Ella había empezado a hablar como si no pasara nada, pero fue incapaz de mantener ese tono. Algo en la boca torcida de Brub la preocupó. —¿No será otra…? Brub tenía la boca tensa. Su voz se limitó a reconocer los hechos: —Sí, ha aparecido otra. —¡Brub! —susurró ella. Brub encendió un cigarrillo, pero la llama oscilaba ligeramente. Dix los observó a ambos con la atención y la curiosidad debidas. Cuando vio que ninguno de los dos decía nada, hizo patente su curiosidad: —¿De qué...