E-Book, Spanisch, 264 Seiten
Osborne Perversas criaturas
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-122364-8-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 264 Seiten
ISBN: 978-84-122364-8-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Nació en Inglaterra en 1958. Estudió Lenguas Modernas en Cambridge y Harvard. Vivió en París, ciudad donde escribió su primera novela, Ania Malina (1986), y también el libro de viajes Paris Dreambook (1990). Posteriormente llevó una vida nómada; vivió en Nueva York y después en México, Estambul y Bangkok, ciudad donde reside en la actualidad. En 2010 obtuvo el Premio Napoli. Gatopardo ediciones ha publicado de este autor El turista desnudo (2017), Bangkok (2018), Cazadores en la noche (2019), Los perdonados (2020), Beber o no beber (2020), Perversas criaturas (2021) y Maldita suerte (2022). Su novela más reciente es The Glass Kingdom (2020).
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Capítulo 1
En lo alto de la ladera que dominaba el puerto, durante las secas mañanas de junio, los Codrington dormían en su casa a la sombra de los cipreses y de los toldos desplegados sobre las puertas. Yacían en espléndidos pijamas entre sus iconos bizantinos y sus pinturas de capitanes de barco hidriotas sin saber que su hija Naomi, que solía levantarse temprano para ir a nadar, se estaba vistiendo en su fresca habitación, una hora antes de que saliera el sol. Reflejándose parcialmente en el espejo del tocador, se puso una camisa de batista de puño doble y una gargantilla de cuero, se echó una bolsa vaquera de playa al hombro y bajó la escalera encalada que había detrás de la casa paterna. Se dirigió al puerto bajando por estrechos peldaños en espiral, entre rellanos protegidos por verjas de hierro y vistas repentinas del mar donde los arcos de piedra conservaban el frescor nocturno, terrenos con sus carteles de «Poleitai» y dormitorios conyugales ahora abiertos al cielo, repletos de mariposas inmóviles.
Ya en el pueblo, Naomi pasó ante el hotel Miranda, su ancla encadenada a la pared y su puerta que se abría a un jardín secreto bañado en el resplandor azul de los plumbagos. Había un sacerdote sentado en la escalera, como si esperara algo, y la saludó con un gesto de la cabeza. Se conocían, pero no sabían sus nombres. La inalterable barba sagrada, la chica que un verano tras otro andaba con pasos silenciosos, ajena a lo que ocurría a su alrededor. En el pequeño puerto, pasó entre los yates de precios desorbitados sin detenerse en los cafés. Ascendió por el puerto turístico y llegó a un sendero sobre el mar. Al principio siguió andando en silencio, calzada con sus alpargatas, pero luego empezó a cantar y a contar sus pasos. Dejó atrás un muro con una hilera de cañones encastrados, el monumento a Antonios Kriezis, y las pitas rasgadas por el viento que se alzaban como tótems en la ladera. Resiguió la costa hacia el norte por un sendero que llevaba a la pequeña bahía de Mandraki, un lugar cuyas aguas nunca se movían, según su madrastra griega. No había conseguido averiguar por qué había montones de maquinaria oxidada a un lado del sendero; calderas, vigas y hormigoneras abandonadas entre las flores desde hacía mucho tiempo. En lo alto de la colina que domina Mandraki se alzaban varias casas imponentes rodeadas por largos muros, con aldabas torneadas como cabezas de Atenea. Abajo, en la bahía, estaba el Mira Mare, un resort destartalado a cuya playa habían arrastrado un pequeño hidroavión de ventanillas cubiertas con parasoles. Detrás de la playa habían plantado hileras desordenadas de sombrillas sin la cubierta de paja; pero después de Mandraki el camino seguía sin contaminar. Serpenteaba hacia Zourva entre laderas cubiertas de matorrales y grandes campos de rocas que descendían al mar entre un viento abrasador. Antes de que el sol saliera para iluminarla, el agua era casi negra. Y allí nadaba siempre Naomi, a veces casi esperando morir, hasta que se le entumecían los dedos y tenía demasiado frío para continuar.
Sus padres no sabían nada de sus zambullidas matutinas, ni falta que hacía. ¿Qué le habrían dicho? Para ellos, la soledad carecía de valor. No habrían entendido que todas las mañanas ella sintiera la misma expectación apática e imprecisa, la misma insatisfacción con el ritmo del mundo tal como ella lo conocía. A veces pensaba que había internalizado aquella decepción perpetua desde la infancia, aunque no pudiese identificar sus motivos inconscientes. O quizá fuese la isla. Los veranos interminables, las tardes demasiado calurosas para emprender actividades puramente animales. Y, peor aún, los viejos bohemios con los que se relacionaban su padre y su madrastra. La asombrosa vacuidad ni siquiera la aburría; hacía que se sintiera superior al hedonismo de la isla, pero sin llegar a sugerirle ninguna alternativa.
Después se secaba en las rocas, entre las avispas, y escribía en su pequeño diario mientras al otro lado de los estrechos se insinuaba la prometedora sombra del continente. Argólida y el muelle de Metochi en la otra orilla de la bruma, demasiado lejanos para la vista. A eso de las ocho solía regresar al resort de Mandraki para tomarse un café. Por encima de la bahía, un santuario blanco resplandecía con los primeros rayos del sol en las laderas desnudas. Cuando era niña se imaginaba que allí vivían santos, ermitaños zarandeados por los vientos, pero nunca habían aparecido. Los chicos que colocaban las sombrillas y las correspondientes tumbonas en la arena la conocían y ya habían dejado de coquetear con ella; ahora la observaban con hosco escepticismo porque, cientos de veces, había rechazado sus insinuaciones.
Contempló las hileras de toallas azul marino extendidas sobre las tumbonas. Aquel era un lugar cutre, pero solitario; a veces lo primero era el precio que se debía pagar por lo segundo. La bahía era tan pequeña que, comparado con la angosta playa, el mar poseía una amplia inmensidad. Y a la playa ya habían llegado dos mujeres que bajaban por el sendero con la prudente agilidad de los escarabajos, con sus bolsas de playa y sus temblorosos sombreros de paja.
Las mujeres se echaron en dos tumbonas y los camareros les sirvieron agua con hielo. Era evidente que iban a diario y que el personal las conocía muy bien. Probablemente desayunaban y almorzaban con abundantes bebidas alcohólicas de por medio, porque los griegos las trataban con familiaridad. Aquel complejo turístico agonizaba y los clientes que no se hospedaban allí eran tan esenciales como los huéspedes. Se trataba de una mujer mayor y otra joven, quizá madre e hija. Pero Naomi no las reconocía de las interminables fiestas a las que invitaban a su padre y a su madrastra, y a las que ella también asistía porque en la isla no había nada más que hacer. Por tanto, no eran famosas, no formaban parte de la «gente guapa», y probablemente ni Jimmie ni Phaine las conocían. Y sin embargo ahí estaban, tomando café en unas grandes tazas azules mientras ahuyentaban las moscas con nada menos que un par de espantamoscas tropicales. La joven era muy guapa, esbelta, de cabellos dorados y demasiado blanca para aquel sol, que confería a sus ojos una expresión más desesperada y ávida si cabe. Cuando les daba la luz, emitían el brillo inhumano de las gemas azules. Los espantamoscas eran divertidos y Naomi los aprobó para sí, incluso cuando alcanzó a oír su acento y resultaron ser americanas. Ahí estaban, y antes de terminarse el café ambas miraron con franca curiosidad a la joven británica que se servía miel en el yogur con una cuchara de madera. «¿Tú también aquí, en Mandraki?»
La mitad femenina de la familia Haldane había descubierto aquella cala el primer día de su llegada en barco desde el Pireo. Habían salido a pasear por la isla sin el señor Haldane. Muy a su pesar, Amy tenía que admitir que siempre hacía sus mejores descubrimientos cuando su marido no estaba cerca para estropearlos.
—Fue Samantha quien la encontró; preguntó a la criada de nuestra casa, algo muy inteligente por su parte. Pero creo que tú la conocías mucho antes que nosotras.
—Hace años que vengo aquí —dijo Naomi con deliberado hartazgo.
—Así que conoces…
La otra chica era más joven que Naomi, quizá de diecinueve o veinte años frente a los veinticuatro de ella, y tenía una mirada firme y distante; quizá también fuese una observadora de los seres humanos y sus calamidades.
—¿Vives aquí? —preguntó tranquilamente, interrumpiendo a su madre.
—Mi padre tiene una casa. Desde los años ochenta.
—Dios, hemos dado con una experta —dijo la madre—. ¿Tu padre lleva aquí tanto tiempo? Te habrás criado en la isla.
—Veraneamos aquí.
—Veranos en la isla. Nosotros veraneamos en una isla de Maine casi tan bonita como esta. Pero somos de Nueva York. Quizá conozcamos a tu padre.
Parecía entusiasmada y Naomi tuvo que serenarla.
—No lo creo. Mi padre y mi madrastra no son muy sociables.
—Mi marido se está recuperando de una lesión. Ha venido aquí para curarse, lo que nos pareció una buena idea. Yo diría que está casi restablecido, ¿no te parece, Sam?
—Ya anda con el pie malo.
Naomi se trasladó a una tumbona más cercana. Se desperezó de una forma que llamaba claramente la atención. Una narcisista, pensó la madre.
—Hablo griego —dijo Naomi, sonriendo—. Puedo pediros lo que queráis. Tienen muchas cosas fuera de la carta.
La madre dirigió la vista a los camareros de la barra y su boca vaciló.
—¿Qué tal yogur? —murmuró, señalando el desayuno abandonado de Naomi—. Me gustaría tomar yogur.
—Yaourti —gritó Naomi a los camareros—. Me meli.
El calor les subió por la nuca, y cuando se acomodó detrás de las orejas se negó a soltarlas. En lo alto de la ladera, dos árboles se recortaban en su propia luz gris. Intuyeron, sin llegar a verlos, que unos perros dormían bajo su sombra, y Naomi preguntó qué le pasaba al señor Haldane.
—Entró en una jaula de varanos en el zoo y uno le mordió el pie —respondió la joven, con expresión neutra—. Le cortó los...