E-Book, Spanisch, 400 Seiten
Huxley La Isla
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-350-4510-0
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 400 Seiten
ISBN: 978-84-350-4510-0
Verlag: EDHASA
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Aldous Huxley, procedente de familia de tradición intelectual, se formó en Eton y Oxford.Después de unas primeras novelas predominantemente satíricas, el éxito y la atención de la crítica más rigurosa llegó con Contrapunto(1928), ambiciosa e inteligente novela que constituye uno de los retratos más agudos y completos del esnobismo intelectual de entreguerras. Su siguiente novela, Un mundo feliz(1932), es quizá su obra más famosa y sin duda la más inquietante. Pasó un tiempo escribiendo guiones cinematográficos en Hollywood, hasta que volvió a situarse en primera línea con las novelas El genio y la diosa (1945), El tiempo debe detenerse (1948), Mono y esencia (1949) y La isla (1962), y los polémicos ensayos Eminencia gris (1941), La filosofía perenne (1946) y Nueva visita a un mundo feliz (1958).
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Capítulo I
—Atención —comenzó a llamar de pronto una voz, y fue como si un oboe se hubiese vuelto de pronto capaz de pronunciación articulada—. Atención —repitió con el mismo tono alto, nasal y monocorde.
Echado como un cadáver entre las hojas muertas, el cabello enmarañado, el rostro grotescamente sucio y magullado, Will Farnaby despertó con un sobresalto. Molly lo había llamado. Hora de despertar. Hora de vestirse. No se podía llegar tarde a la oficina.
—Gracias, querida —dijo, y se incorporó. Un agudo dolor le apuñaló la rodilla derecha, y sintió otros tipos de dolor en la espalda, los brazos, la frente.
—Atención —insistió la voz sin el menor cambio de tono. Apoyado en un codo, Will miró en torno y vio con desconcierto, no el empapelado gris y las cortinas amarillas de su dormitorio de Londres, sino un claro entre árboles y las largas sombras y luces sesgadas de las primeras horas de la mañana en un bosque.
¿Atención?
¿Por qué decía atención?
—Atención. Atención —insistió la voz... ¡Qué extraña, qué insensata!
—¿Molly? —preguntó—. ¿Molly?
El nombre pareció abrir una ventana dentro de su cabeza. De pronto, con esa sensación de culpa horriblemente familiar en la boca del estómago, olió el formol, vio a la pequeña y vivaz enfermera corriendo delante de él por el pasillo verde, oyó el seco crujir de su uniforme almidonado.
—Número cincuenta y cinco —decía la enfermera; se detuvo y abrió una puerta blanca. Él entró y allí, en una alta cama blanca, estaba Molly. Molly, con la mitad de la cara cubierta de vendas y la boca cavernosamente abierta.
—Molly —gritó—, Molly... —Se le quebró la voz y rompió a llorar, implorando—. ¡Querida mía! —No recibió respuesta. A través de la boca abierta la rápida y jadeante respiración surgía ruidosa, una y otra vez—. Querida mía, querida... —De pronto, la mano que sostenía cobró vida por un instante. Luego volvió a quedar inmóvil.
—Soy yo —dijo—,Will.
Los dedos se agitaron una vez más. Lentamente, en lo que era sin duda un enorme esfuerzo, se cerraron sobre los de él, los apretaron y volvieron a aflojarse, inertes.
—Atención —llamó la voz inhumana—. Atención.
Había sido un accidente, se apresuró a asegurarse. El camino estaba mojado, el coche había patinado sobre la línea blanca. Era una de esas cosas que suceden a cada momento. Los periódicos están repletos de ellas; él mismo había informado de decenas de esos accidentes. «Madre y tres niños muertos en violento choque...» Pero eso no venía al caso. El caso es que cuando ella le preguntó si eso era el fin, él le dijo que sí; el caso era que menos de una hora después de terminado el último y vergonzoso encuentro bajo la lluvia, Molly se encontraba en la ambulancia, agonizante.
Will no la miró cuando ella se volvió para alejarse, no se atrevió a mirarla. Contemplar una vez más el pálido rostro sufriente habría sido demasiado para él. Ella se había levantado de la silla y cruzado la habitación con lentitud, para irse lentamente de su vida. ¿Debía llamarla, pedirle que lo perdonase, decirle que aún la amaba? ¿La había amado alguna vez?
Por centésima vez, el oboe vocal le exigió atención.
Sí, ¿la había amado?
—Adiós,Will. —Recordó el susurro de Molly cuando se volvió en el umbral. Y fue ella quien lo dijo... en un murmullo, desde lo hondo del corazón—. Sigo amándote,Will... a pesar de todo.
Un momento después la puerta del apartamento se cerró tras ella casi sin un sonido. Un pequeño chasquido seco, y Molly ya no estaba allí.
Él se puso de pie de un salto, corrió a la puerta y la abrió, escuchando los pasos que se alejaban por la escalera. Como un fantasma al alba, un leve perfume familiar persistía, a punto de desaparecer, en el aire.Volvió a cerrar la puerta, entró en su dormitorio gris y amarillo y miró por la ventana. Pasaron unos segundos y la vio cruzar e introducirse en el coche. Oyó el chirrido del arranque, una, dos veces, y luego el ronroneo del motor. ¿Debía abrir la ventana? «Espera, Molly, espera», se escuchó gritar con la imaginación. La ventana permaneció cerrada; el auto comenzó a avanzar, dobló en la esquina y la calle quedó desierta. Era demasiado tarde. Demasiado tarde, ¡gracias a Dios!, dijo una grosera voz burlona. ¡Sí, gracias a Dios! Y sin embargo, ahí estaba el sentimiento de culpa en la boca del estómago. La culpabilidad, la dentellada del remordimiento... pero a través del remordimiento podía sentir un horrible regocijo. Alguien indigno, obsceno y brutal, alguien extraño y odioso, que sin embargo era él mismo, pensaba alborozadamente que ahora no había nadie que le impidiera tener lo que deseaba. Y lo que deseaba era un perfume distinto, la calidez y elasticidad de un cuerpo más joven.
—Atención —dijo el oboe—. Sí, atención a la fragante habitación de Babs, con su alcoba de color frambuesa, sus dos ventanas que daban sobre Charing Cross Road y que eran contempladas toda la noche por el parpadeante resplandor de un enorme letrero de Porter's Gin situado en la acera de enfrente. Ginebra en regio carmesí... y durante diez segundos la alcoba era el Sagrado Corazón, durante diez milagrosos segundos la arrebolada cara tan próxima a la de él resplandecía como la de un serafín, transfigurada como por un fuego interno de amor. Uno, dos, tres, cuatro... ¡Ah, Dios, que siga eternamente! Pero puntualmente al contar diez el reloj eléctrico encendía otra revelación... pero de muerte, del horror esencial; porque las luces, entonces, eran verdes, y durante diez repugnantes segundos la rosada alcoba de Babs se convertía en un útero de barro, y en la cama la propia Babs tenía un color cadavérico, como de un cadáver galvanizado en epilepsia póstuma. Cuando el Porter's Gin se proclamaba en verde, resultaba difícil olvidar lo sucedido y quién era uno. Lo único que se podía hacer era cerrar los ojos y hundirse —si se podía— más profundamente en el otro mundo de sensualidad, hundirse violenta, deliberadamente, en el enajenador frenesí al que la pobre Molly —Molly («Atención») con sus vendajes, Molly en su húmeda tumba de Highgate, y Highgate, por supuesto, era el motivo de que uno cerrase los ojos cada vez que la luz verde convertía la desnudez de Babs en un cadáver—había sido siempre tan totalmente ajena. Y no sólo Molly. Detrás de sus párpados cerrados, Will veía a su madre, pálida como un camafeo, el rostro espiritualizado por el sufrimiento aceptado, las manos convertidas en monstruosas y subhumanas por la artritis. Su madre, y, detrás de su sillón de ruedas, casi al borde de la obesidad, temblando como gelatina con todos los sentimientos que jamás habían encontrado expresión en el amor consumado, su hermana Maud.
—¿Cómo puedes hacer eso, Will?
—Sí, ¿cómo puedes? —repetía Maud, llorosa, con su vibrante voz de contralto.
No había respuesta. Es decir, no la había en palabras que pudiesen ser pronunciadas en presencia de ellas y que, una vez pronunciadas, esas dos mártires —la madre de su desdichado matrimonio, la hija de la piedad filial— pudiesen entender. No había respuesta, a no ser en palabras de la más obscena objetividad científica, de la más inadmisible franqueza. ¿Cómo podía hacer eso? Podía hacerlo, todas las razones prácticas lo obligaban a hacerlo, porque... bueno, porque Babs tenía ciertas particularidades físicas que Molly no poseía y en ciertos momentos se comportaba de un modo que a Molly le habría resultado impensable.
Se había producido un prolongado silencio; pero ahora, de repente, la extraña voz repitió su antiguo estribillo:
—Atención. Atención.
Atención a Molly, atención a Molly y a su madre, atención a Babs. Y de súbito otro recuerdo surgió de la bruma de vaguedad y confusión. La alcoba color frambuesa de Babs albergaba a otro huésped, y el cuerpo de su dueña se estremecía extáticamente con las caricias de otro. A la culpa que pesaba en el estómago se agregó entonces una angustia que atenazaba el corazón, un agarrotamiento de la garganta.
—Atención.
La voz se había acercado, llamaba desde arriba, a la derecha.Volvió la cabeza, trató de incorporarse para ver mejor; pero el brazo que sostenía su peso comenzó a temblar, cedió y el cuerpo cayó otra vez entre las hojas. Demasiado fatigado para continuar recordando, se quedó echado durante largo tiempo, mirando a través de los párpados entrecerrados. ¿Dónde estaba y cómo demonios había llegado allí? No porque eso tuviese importancia... Por el momento nada tenía importancia, salvo ese dolor, esa debilidad aniquiladora. De cualquier modo, como cosa de interés científico...
Ese árbol, por ejemplo, bajo el cual (por ningún motivo que pudiese conocer) se encontraba, esa columna de corteza gris, con la bifurcación, muy en lo alto, de ramas moteadas por el sol, tenía que ser un haya. Pero en ese caso —y Will se admiró por ser tan lúcidamente lógico—, en ese caso las hojas no tenían derecho a ser tan sin duda alguna perennes. ¿Y por qué un haya habría de sacar sus raíces por sobre la superficie del suelo? Y los absurdos puntales de madera en los que se apoyaba la seudohaya... ¿en qué forma encajaban en el cuadro? Will recordó de pronto su peor verso favorito: «¿Quién apuntaló, preguntas, en aquella época mi...




