Ibáñez | La Barraca | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 323 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

Ibáñez La Barraca

Biblioteca de Grandes Escritores
1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-163-8
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Biblioteca de Grandes Escritores

E-Book, Spanisch, 323 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

ISBN: 978-3-95928-163-8
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Ebook con un sumario dinámico y detallado: El libro se desarrolla en la Valencia rural de finales del siglo XIX, describiendo con precisión las duras condiciones de vida de la población campesina y agricultora. El tío Barret se ve imposibilitado de seguir trabajando la huerta que habían cultivado sus antepasados durante generaciones al no poder pagar el arrendamiento al propietario de la tierra, D.Salvador. Como consecuencia, todos los vecinos de la aldea, con Pepeta y Pimentó a la cabeza se conjuran para impedir que nadie vuelva a trabajar en esa parcela. Hasta que llega Batiste y su familia (su mujer Teresa y sus hijos Roseta, Batistet y Pasqualet) que, acuciados por la necesidad, se instalan en la finca y acceden a pagar el arrendamiento correspondiente para poder cultivar el terreno. A partir de ese momento se verán infatigablemente acosados por el resto de la comunidad, que los acusaba de plegarse a las exigencias del terrateniente perjudicando con ello los intereses del colectivo. El hostigamiento llega a su punto culminante cuando los hijos pequeños de la familia Batiste tienen un enfrentamiento con otros niños de la aldea, como consecuencia del cual el pequeño Pasqualet termina falleciendo. Un sentimiento de culpa y compasión invade la comunidad. Pero será temporal. Batiste se enfrenta a Pimentó en una trifulca tabernaria y pocos días después al ser Batiste disparado responde hiriendo de muerte a su agresor, el mismo Pimentó. Las represalias no se hacen esperar: La barraca donde habitan los Batiste es incendiada y ellos se ven en la obligación de abandonar el pueblo

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IV


{96}

Era jueves, y según una costumbre que databa de cinco siglos, el Tribunal de las Aguas iba á reunirse en la puerta de los Apóstoles de la Catedral de Valencia.

El reloj de la torre llamada el Miguelete señalaba poco más de las diez, y los huertanos juntábanse en corrillos ó tomaban asiento en los bordes del tazón de la fuente que adorna la plaza, formando en torno al vaso una animada guirnalda de mantas azules y blancas, pañuelos rojos y amarillos ó faldas de indiana de colores claros.

Llegaban unos tirando de sus caballejos con el serón cargado de estiércol, contentos de la colecta hecha en las calles; otros en sus carros vacíos, procurando enternecer á los guardias municipales para que les dejasen permanecer allí; y mientras los viejos {97}conversaban con las mujeres, los jóvenes se metían en el cafetín cercano, para matar el tiempo ante la copa de aguardiente, mascullando su cigarro de tres céntimos.

Toda la huerta que tenía agravios que vengar estaba allí, gesticulante y ceñuda, hablando de sus derechos, impaciente por soltar ante los síndicos ó jueces de las siete acequias el interminable rosario de sus quejas.

El alguacil del tribunal, que llevaba más de cincuenta años de lucha con esta tropa insolente y agresiva, colocaba á la sombra de la portada ojival las piezas de un sofá de viejo damasco, y tendía después una verja baja, cerrando el espacio de acera que había de servir de sala de audiencia.

La puerta de los Apóstoles, vieja, rojiza, carcomida por los siglos, extendiendo sus roídas bellezas á la luz del sol, formaba un fondo digno del antiguo tribunal: era como un dosel de piedra fabricado para cobijar una institución de cinco siglos.

En el tímpano aparecía la Virgen con seis ángeles de rígidas albas y alas de menudo plumaje, mofletudos, con llameante {98}tupé y pesados tirabuzones, tocando violas y flautas, caramillos y tambores. Corrían por los tres arcos superpuestos de la portada tres guirnaldas de figurillas, ángeles, reyes y santos, cobijándose en calados doseletes. Sobre robustos pedestales exhibíanse los doce apóstoles; pero tan desfigurados, tan maltrechos, que no los hubiera conocido Jesús: los pies roídos, las narices rotas, las manos cortadas; una fila de figurones, que más que apóstoles parecían enfermos escapados de una clínica mostrando dolorosamente sus informes muñones. Arriba, al final de la portada, abríase, como gigantesca flor cubierta de alambrado, el rosetón de colores que daba luz á la iglesia, y en la parte baja, en la base de las columnas adornadas con escudos de Aragón, la piedra estaba gastada, las aristas y los follajes borrosos por el frote de innumerables generaciones.

En este desgaste de la portada adivinábase el paso de la revuelta y el motín. Junto á estas piedras se había aglomerado y confundido todo un pueblo; allí se había agitado en otros siglos, vociferante y rojo {99}de rabia, el valencianismo levantisco, y los santos de la portada, mutilados y lisos como momias egipcias, al mirar al cielo con sus rotas cabezas, parecían estar oyendo aún la revolucionaria campana de la Unión ó los arcabuzazos de la Germanías.

Terminó el alguacil de arreglar el tribunal y plantóse á la entrada de la verja, esperando á los jueces.

Iban llegando, solemnes, con una majestad de labriegos ricos, vestidos de negro, con blancas alpargatas y pañuelo de seda bajo el ancho sombrero. Cada uno llevaba tras sí un cortejo de guardas de acequia, de pedigüeños que antes de la hora de la justicia buscaban predisponer el ánimo del tribunal en su favor.

La gente labradora miraba con respeto á estos jueces salidos de su clase, cuyas deliberaciones no admitían apelación. Eran los amos del agua; en sus manos estaba la vida de las familias, el alimento de los campos, el riego oportuno, cuya carencia mata una cosecha. Y los habitantes de la extensa vega cortada por el río nutridor, como una espina erizada de púas que eran sus cana{100} les, designaban á los jueces por el nombre de las acequias que representaban.

Un vejete seco, encorvado, cuyas manos rojas y cubiertas de escamas temblaban al apoyarse en el grueso cayado, era Cuart de Faitanar; el otro, grueso y majestuoso, con ojillos que apenas si se veían bajo los dos puñados de pelo blanco de sus cejas, era Mislata; poco después llegaba Rascaña, un mocetón de planchada blusa y redonda cabeza de lego; y tras ellos iban presentándose los demás, hasta siete: Favara, Robella, Tormos y Mestalla.

Ya estaba allí la representación de las dos vegas: la de la izquierda del río, la de las cuatro acequias, la que encierra la huerta de Ruzafa con sus caminos de frondoso follaje que van á extinguirse en los límites del lago de la Albufera, y la vega de la derecha del Turia, la poética, la de las fresas de Benimaclet, las chufas de Alboraya y los jardines siempre exuberantes de flores.

Los siete jueces se saludaron como gente que no se ha visto en una semana. Luego hablaron de sus asuntos particulares junto á la puerta de la Catedral. De vez {101}en cuando, abriéndose las mamparas cubiertas de anuncios religiosos, esparcíase en el ambiente cálido de la plaza una fresca bocanada de incienso, semejante á la respiración húmeda de un lugar subterráneo.

A las once y media, terminados los oficios divinos, cuando ya no salía de la Basílica mas que alguna devota retrasada, comenzó á funcionar el tribunal.

Sentáronse los siete jueces en el viejo sofá; corrió de todos los lados de la plaza la gente huertana para aglomerarse en torno á la verja, estrujando sus cuerpos sudorosos, que olían á paja y lana burda, y el alguacil se colocó, rígido y majestuoso, junto al mástil rematado por un gancho de bronce, símbolo de la acuática justicia.

Descubriéronse las siete «acequias», quedando con las manos sobre las rodillas y la vista en el suelo, y el más viejo pronunció la frase de costumbre:

S'òbri el tribunal[7].

Silencio absoluto. Toda la muchedum{102} bre, guardando un recogimiento religioso, estaba allí, en plena plaza, como en un templo. El ruido de los carruajes, el arrastre de los tranvías, todo el estrépito de la vida moderna pasaba, sin rozar ni conmover esta institución antiquísima, que permanecía allí tranquila, como quien se halla en su casa, insensible al paso del tiempo, sin fijarse en el cambio radical de cuanto le rodeaba, incapaz de reforma alguna.

Mostrábanse orgullosos los huertanos de su tribunal. Aquello era hacer justicia; la pena sentenciada inmediatamente, y nada de papeles, pues éstos sólo sirven para enredar á los hombres honrados.

La ausencia del papel sellado y del escribano aterrador era lo que más gustaba á unas gentes acostumbradas á mirar con miedo supersticioso el arte de escribir, por lo mismo que lo desconocen. Allí no había secretarios, ni plumas, ni días de angustia esperando la sentencia, ni guardias terroríficos, ni nada más que palabras.

Los jueces guardaban las declaraciones de los testigos en su memoria y sentenciaban inmediatamente, con la tranquilidad {103}del que sabe que sus decisiones han de ser cumplidas. Al que se insolentaba con el tribunal, multa; al que se negaba á cumplir la sentencia, le quitaban el agua para siempre y se moría de hambre.

Con este tribunal no jugaba nadie. Era la justicia patriarcal y sencilla del buen rey de las leyendas saliendo por las mañanas á la puerta del palacio para resolver las quejas de sus súbditos; el sistema judicial del jefe de cabila sentenciando á la entrada de su tienda. Así, así es como se castiga á los pillos y triunfa el hombre honrado y hay paz.

Y el público, no queriendo perder palabra, hombres, mujeres y chicos estrujábanse contra la verja, retrocediendo algunas veces con violentos movimientos de espaldas para librarse de la asfixia.

Iban compareciendo los querellantes al otro lado de la verja, ante aquel sofá tan venerable como el tribunal.

El alguacil les recogía las varas y cayados, considerándolos armas ofensivas, incompatibles con el respeto al tribunal. Los empujaba luego hasta dejarlos plantados á {104}pocos pasos de los jueces, con la manta doblada sobre las manos; y si andaban remisos en descubrirse, de dos repelones les arrancaba el pañuelo de la cabeza. ¡Duro! Á esta gente socarrona había que tratarla así.

Era el desfile una continua exposición de cuestiones intrincadas, que los jueces legos resolvían con pasmosa facilidad.

Los guardas de las acequias y los «atandadores» encargados de establecer el turno en el riego formulaban sus denuncias, y comparecían los querellados á defenderse con razones. El viejo dejaba hablar á los hijos, que sabían expresarse con más energía; la viuda acudía acompañada de algún amigo del difunto, decidido protector que llevaba la voz por ella.

Asomaba la oreja el ardor meridional en todos los juicios. En mitad de la denuncia del guarda, el querellado no podía contenerse. «¡Mentira! Lo que decían contra él era falso y malo. ¡Querían perderle!»

Pero las siete acequias acogían estas interrupciones con furibundas miradas. Allí nadie podía hablar mientras no le llegase el turno. Á la otra interrupción...



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