E-Book, Spanisch, 817 Seiten
Ibáñez Los cuatro jinetes del Apocalipsis
1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-147-8
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Biblioteca de Grandes Escritores
E-Book, Spanisch, 817 Seiten
Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores
ISBN: 978-3-95928-147-8
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Ebook con un sumario dinámico y detallado: Se trata de una novela ambientada en 1914 en Francia y narra las vicisitudes de la Primera Guerra Mundial. El punto de vista es el de un natural de un país neutral aunque claramente decantado por el lado francés de los Aliados frente a Alemania. Debido a sus diferencias políticas, dos familias provenientes de un tronco común, los Desnoyers y los Von Hartrott, se enfrentan. Tras la muerte del patriarca, Julio Madariaga, los Hartrott se marchan a Alemania y los Desnoyers a Francia. Ambas familias terminan combatiendo en bandos opuestos en la Primera Guerra Mundial. La novela discurre ágilmente por los escenarios dantescos de una Europa rota, sobre cuyos desolados campos de batalla el gran vitalista que fue Blasco hace latir finalmente, salvaje e invencible, el deseo de vivir. Vicente Blasco Ibáñez (1867 - 1928) fue un escritor, periodista y político español.
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Capítulo 1
En el jardín de la capilla expiatoria
Debían encontrarse a las cinco de la tarde en el pequeño jardín de la Capilla Expiatoria; pero Julio Desnoyers llegó media hora antes, con la impaciencia del enamorado que cree adelantar el momento de la cita presentándose con anticipación. Al pasar la verja por el bulevar Haussmann, se dio cuenta repentinamente de que en París el mes de julio pertenece al verano. El curso de las estaciones era para él en aquellos momentos algo embrollado que exigía cálculos.
Habían transcurrido cinco meses desde las últimas entrevistas en este square que ofrece a las parejas errantes el refugio de una calma húmeda y fúnebre junto a un bulevar de continuo movimiento y en las inmediaciones de una gran estación de ferrocarril. La hora de la cita era siempre las cinco. Julio veía llegar a su amada a la luz de los reverberos, encendidos recientemente, con el bulto envuelto en pieles y llevándose el manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz dulce, al saludarlo, esparcía su respiración congelada por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, abandonaron definitivamente el jardín. Su amor había adquirido la majestuosa importancia del hecho consumado, y fue a refugiarse de cinco a siete en un quinto piso de la rue de la Pompe, donde tenía Julio su estudio de pintor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cristales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de púrpura como única luz de la habitación, el monótono canto del samovar hirviendo junto a las tazas de té, todo el recogimiento de una vida aislada por el dulce egoísmo, no les permitió enterarse de que las tardes iban siendo más largas, de que afuera aún lucía a ratos el sol en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las nubes, y que la primavera, una primavera tímida y pálida, empezaba a mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las últimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos.
Luego, Julio había hecho un viaje a Buenos Aires, encontrando en el otro hemisferio las últimas sonrisas del otoño y los primeros vientos helados en la Pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno era para él la eterna estación, pues le salía al paso en sus cambios de domicilio de un extremo a otros del planeta, he aquí que se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín de barrio.
Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vio Julio al entrar fue un aro que venía rodando hacia sus piernas empujado por una mano infantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los castaños se aglomeraba el público habitual de los días calurosos, buscando la sombra azul acribillada de puntos de luz. Eras criadas de las casas próximas que hacían labores o charlaban, siguiendo con mirada indiferente los juegos violentos de los niños confiados a su vigilancia, burgueses del barrio que descendían al jardín para leer su periódico, haciéndose la ilusión de que los rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos estaban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos a pago, servían de refugio a varias señoras cargadas de paquetes, burguesas de los alrededores de París que esperaban a otros individuos de su familia para tomar el tren en la gare Saint-Lazare… Y Julio había propuesto en una carta neumática el encontrarse, como en otros tiempos, en este lugar, por considerarlo poco frecuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad, fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que, después de pasar unos minutos en el Printemps o las Galerías con pretexto de hacer compras, podría deslizarse hasta el jardín solitario, sin riesgos a ser vista por algunos de sus numerosos conocidos.
Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada -la del movimiento en un vasto espacio- al pasear haciendo crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte días, sus paseos habían sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de picadero la vista ovoidal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas a un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y venidas no despertaban la curiosidad de las gentes sentadas en el paseo. Una preocupación común parecía abarcar a todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que tenían un periódico en la mano veían aproximarse a los vecinos con sonrisa de interrogación. Habían desaparecido de golpe la desconfianza y el recelo que impulsan a los habitantes de las grandes ciudades a ignorarse mutuamente, midiéndose con la vista cual si fuesen enemigos.
«Hablan de la guerra -se dijo Desnoyers-. Todo París sólo habla a estas horas de la posibilidad de la guerra».
Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad que hacía a las gentes fraternales e igualitarias. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los transeúntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía rodeado de un grupo que le pedía noticias o intentaba descifrar por encima de sus hombros los gruesos y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del square, un corro de trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los comentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando el periódico con ademanes oratorios. El tránsito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en otros días; pero a Julio le pareció que los vehículos iban más aprisa, que había en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes hablaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían conocerse. A él mismo lo miraban las mujeres del jardín como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía acercarse a ellas y entablar conversación, sin que experimentasen extrañeza.
«Hablan de la guerra», volvió a repetirse; pero con la conmiseración de una inteligencia superior que conoce el porvenir y se halla por encima de las impresiones del vulgo.
Sabía a qué atenerse. Había desembarcado a las diez de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era la de un hombre que viene de lejos, a través de las inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan a los grandes grupos humanos. Al desembarcar había estado dos horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren especial de los viajeros de América le había conducido a París, dejándolo a las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces mi secretario y otras mi escudero, por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona. En realidad era una mezcla de amigo y de parásito, el camarada pobre complaciente y activo que acompañaba al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los días prósperos e inventando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.
-¿Qué hay de la guerra? -le había dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje-. Tú vienes de fuera y debes de saber mucho.
Luego se había dormido en su antigua cama, guardadora de gratos recuerdos, mientras el secretario paseaba por el estudio hablando de Servia, de Rusia y del káiser. También este muchacho escéptico para todo lo que no estuviese en relación con su egoísmo, parecía contagiado por la preocupación general. Cuando despertó, la carta de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de enamorada, parecía transpirar la preocupación de París. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restaurante, en el café, en la calle, siempre la guerra… , la posibilidad de una guerra con Alemania…
Desnoyers era optimista. ¿Qué podían significar estas inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera del Imperio?
Había salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el König Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra. Sólo en México blancos y mestizos se exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el transatlántico, el pequeño mundo de pasajeros de las más diversas nacionalidades parecía un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas.
Una mañana, la música de abordo que hacía oír todos los domingos el Coral, de Lutero, despertó a los durmientes de los camarotes de primera clase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían la Marsellesa, por los pasillos y las cubiertas. El...