Ibáñez | Quince Libros | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 1802 Seiten

Ibáñez Quince Libros


1. Auflage 2018
ISBN: 978-1-4554-1000-2
Verlag: Seltzer Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 1802 Seiten

ISBN: 978-1-4554-1000-2
Verlag: Seltzer Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection



Este archivo incluye (en español): Los Argonautas, Arroz Y Tartana, La Barraca, La Bodega, La Catedral, La Condenada, Los Cuatro Jinetes Del Apocalipsis, La Horda, El Instruso, Los Muertos Mandan, El Paraíso de Las Mujeres, El Prestamo de la Difunta, Sangre Y Arena, y La Tierra de Todos. Según Wikipedia: 'Vicente Blasco Ibáñez (29 de enero de 1867 - 28 de enero de 1928) fue un novelista realista español que escribía en español, guionista y ocasionalmente director de cine. Nacido en Valencia, hoy es más conocido en el mundo de habla inglesa. para su novela de la Primera Guerra Mundial, Los cuatro jinetes del apocalipsis, filmada en 1921 como Los cuatro jinetes del Apocalipsis, fue filmada nuevamente en 1962, reiniciada en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en su tiempo fue un autor de best-sellers dentro y fuera de España, y también conocido por sus controvertidas actividades políticas. Mientras que Sangre y arena y Los cuatro jinetes del apocalipsis son sus novelas más populares, especialmente fuera de España, sus novelas valencianas como La barraca y Cañas y barro son los más valorados por los estudiosos '.

Ibáñez Quince Libros jetzt bestellen!

Autoren/Hrsg.


Weitere Infos & Material


 III
   Después del almuerzo, los pasajeros del _Goethe_ oyeron sonar a proa la banda de música, con la lejanía soñolienta que infunde la inmensidad del Océano a todas las vibraciones.   --Van a vacunar a los de tercera--dijo Maltrana, siempre enterado de lo que ocurría en el buque.   Estaban aún frente a la isla, costeando sus rugosas montañas, pétreo oleaje de antiguas erupciones llegadas hasta el mar. Bajaban por las laderas, como ovejas en tropel, blancas viviendas, medio ocultas algunas de ellas en los repliegues sombreados de verde. Por encima de las cumbres iba pasando la caperuza nevada del Teide como una cabeza curiosa, ocultándose o apareciendo, según el buque marchaba cerca o lejos de la costa.   Maltrana no podía mantenerse tranquilo en el jardín de invierno mientras tomaba el café con Fernando. Ocurría a bordo algo extraordinario sin que él lo presenciase.   --¿Le parece que vayamos a ver la gente de tercera?... Debe ser interesante.   Descendieron las escaleras de dos pisos, y saliendo del castillo central viéronse en la explanada de proa, al pie del palo trinquete. Bajo el gran toldo que sombreaba este espacio aglomerábase el hedor sudoroso de una muchedumbre. El médico del buque y varios ayudantes, todos con blusas blancas, ocupaban el centro junto a una mesa cargada de botiquines. Y al son de la música pasaban los emigrantes en interminable fila, todos con un brazo descubierto que presentaba a la lancera del vacunador. El primer oficial, secundado por los ayudantes de la comisaría, organizaba el desfile, cuidando de que todos, después de arremangarse el brazo, presentasen con la otra mano el papel de su pasaje.   El acto de la vacunación era a la vez un recuento. Al partir de Tenerife, última escala del viejo mundo, empezaba el gran viaje; nadie había de entrar en el buque hasta América, y la comisaría necesitaba conocer el número de las gentes que iban a bordo. Los marineros recorrían los sollados, los obscuros pasadizos, las bodegas, hasta los más apartados rincones, en busca de viajeros ocultos empujando a los fugitivos que pretendían evitarse esta operación.   Los oficiales alemanes llamaban a cada momento para dar sus órdenes a un empleado de la comisaría, hombre grueso y de bigotes canos que se expresaba en distintos idiomas, pasando de uno a otro con asombrosa facilidad. Maltrana y él se saludaron afectuosamente.   --Ése es don Carmelo--dijo Ojeda--, un compatriota nuestro. Habla todas las lenguas de Europa; además el árabe, y creo que un poco de japonés. Y con toda su sabiduría aquí le tiene usted ganando unos cuantos marcos, sin otra satisfacción que ostentar una gorra de uniforme y que los emigrantes le llamen oficial. Le busco todos los días en su despacho, que está abajo, siempre con la luz encendida, y charlamos de lo que ocurre en el buque. ¡Qué hombre! Ahí donde le ve, hizo sus estudios en Málaga, él solito, yendo por el puerto de barco en barco y diciendo a todo marino que encontraba aburrido: «Vamos a echar un párrafo en su idioma, compañero».   Mientras hablaba Isidro de la mujer y los hijos de su amigo, andaluces trasplantados a Hamburgo, y de las escaseces pecuniarias de éste, que le obligaban a buscar entre los pasajeros ricos uno que quisiera entretener los ocios de la travesía estudiando idiomas, don Carmelo gritó con el acento de su tierra:   --¡Too Dios con er papé en la mano!, ¡que se vea bien!   Y repetía la orden en italiano, en francés, en portugués y en árabe.  Habían desfilado los hombres, y eran ahora las mujeres, con una escolta de chiquillos, las que se iban presentando a recibir la vacunación. Pasaban ante el médico brazos membrudos con la blancura y la firmeza de la carne septentrional; brazos grasosos en los que se hundían los dedos de los operadores; brazos de redondez ambarina, semejantes a los de las mujeres de Tiziano, pero que ostentaban en su parte alta un obscuro triángulo de roñosa suciedad.   Luchaban al destaparse las mujeres con las mangas de la camisola o de la gruesa elástica, y en este forcejeo se les abría el pecho, mostrando escapularios y medallas sobre las flacideces de la maternidad. Las hembras árabes, morenas y huesosas, iban casi desnudas bajo sus barones rayados; las gruesas napolitanas, de cabello revuelto y ojos de brasa, devolvían al corpiño con tranquilo impudor las saltonas exuberancias surgidas al desabrocharse; las castellanas angulosas de pelo aceitoso y retinto, peinadas como vírgenes prerrafaelistas, cubrían prontamente su brazo con triples forros y se alejaban ruborizadas, moviendo la corta y bailarinesca balumba de sus zagalejos trasudados. Unos chiquillos berreaban agarrándose a sus madres, trémulos de pavor al ver las blusas blancas de los operadores; otros, con el sombrero en el cogote y mostrando la sonrisa marfileña de sus dientes de lobo, se disputaban por quién avanzaría primero el brazo, como si aquello fuese una fiesta.   Maltrana explicaba a su amigo el orden en que iban divididos los emigrantes. La proa era para «los latinos»: españoles, italianos, portugueses, franceses, árabes, judíos del Mediodía y hasta egipcios. Nadie podía adivinar el latinismo de estas últimas gentes; pero así los había encasillado la comisaría. En la parte de popa se aglomeraban otras naciones: alemanes, rusos y judíos, muchos judíos de diversas procedencias, polacos, galitzianos, rutenos, moscovitas y balcánicos, cocinando aparte, según las preocupaciones y ritos de su religión. Los israelitas llevaban carne sacrificada por los rabinos de Hamburgo. La bulliciosa latinidad gozaba el privilegio sobre las otras castas de beber vino en las comidas dos veces por semana y tomar chocolate al amanecer otras dos veces, en vez del café habitual.   Las lamentaciones de don Carmelo, que juraba para él solo con grandes aspavientos, interrumpieron a Maltrana.   --¡Mardita sea mi arma! Ya me extrañaba yo que hisiésemos er viaje sin sorpresas. ¡Pero camará, que no haya medio de librarse de esa gente!...   Cambió algunas palabras en alemán con el primer oficial y luego gritó a unos camareros españoles que estaban al servicio de «los latinos»:   --A ve esos güenos mozos; ¡tráiganlos pa acá!   Avanzaron seis jóvenes, con la cabeza descubierta, las ropas haraposas y los pies metidos en zapatos rotos o alpargatas deshilachadas.   --¿De moo que no tenéis pasaje y os habéis metió aquí de polisones sin má ni má, como si esto juese la casa e toos? ¿Y creéis que esto va a quear ansí?... Tú, ¿de ónde eres?   Y los seis _polisones_ fueron contestando al interrogatorio de don Carmelo. Uno era de Tenerife y los restantes procedían de Andalucía y Galicia. Se habían introducido ocultamente en varios buques, que los echaron en tierra al llegar a Canarias. ¡Y a buscar de nuevo un escondrijo en la bodega de otro barco!... Así pensaban llegar, fuese como fuese, adonde se habían propuesto. Los seis querían ir a Buenos Aires; y como bestias humildes, resignadas de antemano a los golpes que creían merecer, bajaban la cabeza contentos con su desgracia si lograban alcanzar el término del viaje.   Don Carmelo habló en voz baja con el primer oficial.   --Está bien--dijo solemnemente--. Pero como aquí nadie viene sin pasaje y el buque no pué retroceer por vosotros, vais a golveros nadando a Tenerife. La isla está allí cerquita.   Y señalaba la costa que se veía en lontananza, entre la borda del buque y el filo del toldo. El oficial se acariciaba impasible la barba rubia mientras el intérprete traducía sus órdenes. Las mujeres abrían los ojos con asombro y terror.   --Que pongan una escaleriya pa que sartén con más fasiliá--ordenó don Carmelo.   Los camareros le obedecieron, colocando una pequeña escalera contra la borda, mientras el intérprete repetía la orden. «¡Al agua, muchachos! E un remojonsito na más.»   Los _polisones_ de más edad seguían con la cabeza baja, entre incrédulos y aterrados, dudando de que esta orden pudiese ser cierta pero dudando igualmente de que todo fuese una burla, habituados a durezas y castigos en los buques que les habían servido de refugio. Uno que era casi un niño se atrevió a mirar por encima de la borda, apreciando con ojos de espanto la distancia enorme que se extendía entre el buque y la costa.   --¡Yo no quiero!... ¡No quiero morir!... ¡Yo quiero ir a Buenos Aires! ¡Madre!... ¡Mamita!...   Y se echó al suelo gimiendo, agitando las piernas para repeler a los que se acercasen. Comenzaron a partir suspiros y exclamaciones de los grupos de mujeres. Don Carmelo miró al primer oficial que seguía acariciándose la barba.   --Güeno, niños; será pá más tarde. A la noche os iréis nadando. Mientras tanto, que os vacunen, y luego comeréis... A ver unos pantalones viejos pa estos güenos mozos; no es caso de que vayan enseñando las vergüensas al pasaje... Pero queda convenido ¿eh, niños? a la noche os marcharéis nadando.   Súbitamente tranquilizados, los _polisones_ se dejaron llevar por los marineros, que los empujaban rudamente, acogiendo este trato con humildad y agradecimiento.   --Hay que ser enérgico--dijo don Carmelo a los dos amigos poniendo un gesto feroz--. Si no fuese así, too er buque se llenaria de gente sin pasaje. Cuatro...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.