E-Book, Spanisch, 176 Seiten
Reihe: Ensayo
Ishikawa / Cruz Santaella Un río en la oscuridad
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-121826-5-1
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 176 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-121826-5-1
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Masaji Ishikawa. Como decenas de miles de coreanos étnicos en Japón y sus familiares, la familia de Ishikawa al completo emigró a Corea del Norte en 1960, cuando Ishikawa tenía trece años, en un programa de reasentamiento organizado por las sociedades de la Cruz Roja de los dos países para coreanos que vinieron o fueron traídos a Japón antes y durante la guerra. Se estima que, entre 1959 y 1984, un total de 93.340 residentes coreanos de Japón, sus cónyuges y descendientes japoneses se mudaron a Corea del Norte. La Sociedad de la Cruz Roja Japonesa calcula que unas mil ochocientas esposas japonesas, como la madre de Ishikawa, se fueron allí con sus esposos coreanos. Pero la vida en lo que se promocionaba como un 'paraíso en la tierra' no era nada parecido a ningún paraíso.La madre de Ishikawa, víctima de la pobreza y la discriminación, murió en 1973, seguida de su padre en 1984. Su hermana menor y sus dos hijos murieron de hambre en 1997, poco después de la huida de Ishikawa de Corea del Norte. Este organizó una operación de rescate de su otra hermana, que finalmente tuvo lugar en 2004, tras cruzar el Yalu con la ayuda de las mafias de la frontera y llegar al norte de China en la noche del 18 de octubre. Desde la fuga de Miyazaki en octubre de 1996, alrededor de cincuenta personas más han abandonado de manera clandestina Corea del Norte y están viviendo ahora en Japón.
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01
Uno no elige nacer. Simplemente pasa. Hay quien dice que tu cuna marca tu destino. Yo digo que una mierda, y un poco del tema sí que sé. No nací una sola vez, sino cinco. Y las cinco veces aprendí la misma lección: hay ocasiones en la vida en las que tienes que agarrar eso que llaman destino por el cuello y retorcerle el pescuezo.
Mi nombre japonés es Masaji Ishikawa y mi nombre coreano, Do Chan-sun. Nací (por primera vez) en el barrio de Mizonokuchi, en la ciudad de Kawasaki, al sur de Tokio. Tuve la mala suerte de nacer entre dos mundos: padre coreano y madre japonesa. Mizonokuchi es una zona de montañas con pendientes suaves que actualmente se llena los fines de semana con visitantes llegados de Tokio y de Yokohama, atraídos por la idea de escapar de la ciudad y respirar aire fresco. Pero hace sesenta años, cuando yo era niño, en el barrio había poco más que unas cuantas granjas, con unos canales de riego por en medio que llegaban allí desde el río Tama.
Por entonces, los canales de riego no solo se usaban para la agricultura, sino también para tareas domésticas, como lavar la ropa y fregar los platos. De niño, pasaba los largos días del verano jugando en esos canales. Me tumbaba en una tina grande y flotaba por el agua toda la tarde, tomando el sol y observando las nubes cruzar el cielo. Visto con mis ojos de crío, el lento movimiento de esas nubes a la deriva hacía que el cielo pareciese una enorme extensión de mar. Me preguntaba qué pasaría si dejase a mi cuerpo ir sin rumbo con las nubes. ¿Cruzaría el mar y llegaría a un país desconocido para mí? ¿Un país del que nunca hubiese oído hablar? Pensaba en miles de opciones de futuro. Quería ayudar a la gente pobre (a familias como la mía) a hacerse más rica y disponer de recursos con los que disfrutar de la vida. Y quería que en el mundo reinase la paz. Soñaba con que un día sería primer ministro de Japón. ¡Qué poco sabía de la vida!
Solía subir a un monte cercano para coger escarabajos bajo el rocío de primera hora de la mañana. Los días de fiesta, iba detrás del santuario portátil y seguía la danza con mi máscara de león puesta. Todos mis recuerdos son bonitos. Mi familia era pobre, pero los días de mi infancia en Mizonokuchi fueron los más felices de mi vida. Incluso ahora, cuando pienso en mi ciudad natal, no puedo evitar que me broten las lágrimas. Daría cualquier cosa por volver a esa época de felicidad, por sentirme así de inocente y lleno de esperanza una vez más.
A las afueras de Mizonokuchi había una aldea en la que vivían unos doscientos coreanos. Más tarde descubrí que muchos habían llegado allí más o menos arrastrados desde Corea para trabajar en la fábrica de munición que había en los alrededores. Mi padre, Do Sam-dal, fue uno de ellos. Nació en una granja en el pueblo de Bongchon-ri, situado en la actual Corea del Sur, y con catorce años lo reclutaron a la fuerza —en realidad, lo secuestraron— y lo llevaron a Mizonokuchi.
De todos modos, yo ni siquiera supe que tenía padre hasta que entré en primaria. No guardo de él ningún recuerdo anterior. A decir verdad, fui consciente por primera vez de su existencia cuando mi madre me llevó a un lugar extraño —que luego descubrí que era una cárcel— a visitar a un hombre al que no reconocí. Fue ese día cuando mi madre me dijo quién era mi padre. Pasado el tiempo, el hombre al que había visto al otro lado del cristal en la sala de visitas se presentó en nuestra casa. En la zona tenía mala reputación por ser un tipo peligroso y nuestros parientes lo evitaban.
Mi padre apenas aparecía por casa, pero cuando lo hacía, dedicaba la mayor parte del tiempo a darle unos buenos tragos a un licor de olor fuerte. Era capaz de acabarse un par de litros de sake de un plumazo. Y lo peor: borracho o no, le pegaba a mi madre siempre que estaba en casa. Mis hermanas se asustaban tanto que solían agazaparse en un rincón acobardadas. Yo intentaba detenerlo enganchándome a su pierna, pero siempre me apartaba a patadas. Mi madre trataba de no gritar, así que aguantaba el dolor apretando los dientes. Me sentía impotente y tenía miedo por ella, pero no podía hacer nada. Conforme pasó el tiempo, me limité a hacer lo posible por apartarme del camino de mi padre, cosa nada complicada, dado que nunca me prestó demasiada atención. De todos modos, más de una vez se me pasó por la cabeza la idea de ir a por él cuando me hiciese mayor.
Mi madre se llamaba Miyoko Ishikawa. Nació en 1925. Sus padres tenían una tienda de pollos en la esquina de la antigua calle comercial. Mi abuela, Hatsu, era la que llevaba el negocio; hacía un trabajo complicado y sucio. La carne de pollo no venía bien cortadita y empaquetada como ahora, nada de eso. Las jaulas se apilaban de cualquier manera delante de la tienda y, cuando aparecía un cliente, mi abuela sacaba entre cacareos algún pollo de su jaula y lo mataba allí mismo.
Mi abuela padecía de asma, así que le daban ataques de tos con frecuencia. Siempre que me veía llegar a casa del colegio o de estar jugando en algún sitio, arqueaba la espalda y me decía: «Mabo, ¿me das un masajito?». Y entonces yo le acariciaba y le masajeaba aquella espalda menuda durante unos minutos. En esos ratos que pasábamos juntos, siempre me repetía: «Eres un buen niño. No deberías ser como tu padre. No entiendo por qué tu madre cometió el error de casarse con él».
Muy pronto comprendí por qué usaba la palabra error. Los Ishikawa eran una familia respetada y muy arraigada en la zona. Había muchas ramas de los Ishikawa en Mizonokuchi. Junto al resto de la gente del lugar, formaban una comunidad muy unida. Mi abuelo, Shoukichi, murió antes de que yo naciera, pero siempre me contaban que había sido un hombre bueno y afable que cuidaba de su familia y del resto de su comunidad. Mandó a mi madre a una escuela de secundaria femenina y la animó a aprender a coser. Pese a que no se podía decir que la familia fuese adinerada, mi abuelo hizo todo lo posible para que sus hijos tuviesen algún tipo de educación.
Mi madre era una mujer de carácter fuerte. Tenía la cara ovalada y, a su modo, era guapa. Mi padre, por el contrario, tenía unos ojos afilados como cuchillas, un cuerpo bien formado y unos hombros musculosos. No sé lo que mi madre vio en él; quizá se sintió atraída por la seguridad y el instinto de supervivencia de mi padre. Sí sé que la comunidad local se sorprendió cuando empezaron a vivir juntos. A sus espaldas, la gente los llamaba la Bella y la Bestia y se preguntaba por qué mi madre se había casado con un hombre tan horrible.
En una ocasión, mi abuela me dijo: «Los coreanos son unos bárbaros». Yo la quería, pero aquel comentario me molestó. Aunque me sentía japonés —y lo sentía con absoluta convicción—, era medio coreano y ella lo sabía perfectamente. Los hermanos mayores de mi madre, Shiro y Tatsukichi, hacían comentarios similares algunas veces. Los habían llamado a filas para servir en el Ejército japonés en Manchuria, y siempre describían a los coreanos como pobres y desaliñados, como un puñado de gorilas. Nunca tuvieron las agallas de decir nada así delante de mi padre, claro. Pero cuando él no estaba, Shiro soltaba a menudo: «Miyoko haría bien en divorciarse lo antes posible. Los coreanos están podridos hasta la médula». Pese a que me daba una punzada de incomodidad siempre que les oía decir esas cosas, no podía evitar estar de acuerdo con ellos. Sentía una profunda repugnancia hacia mi padre, quien desde luego hacía honor a esa reputación de bárbaros de los coreanos cada vez que le pegaba a mi madre. En vista de cómo la atormentaba día tras día —y de que, en el proceso, nos tenía atemorizados a mis hermanas y a mí—, tampoco fue demasiada sorpresa que yo creciese detestando a los coreanos igual que mi abuela.
Mi padre solía pasearse por el barrio pavoneándose, acompañado de veinte o treinta secuaces coreanos. Era uno de los cabecillas de la comunidad coreana y disfrutaba buscando pelea con cualquier japonés que lo pusiera de los nervios. No le importaba quién fuese. ¿Un policía especial? Vale. ¿Un policía militar? Venga. Los coreanos dependían de él para sentirse protegidos, sí, pero a los japoneses los tenía muertos de miedo.
Insistía siempre en hacer las cosas a su manera. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, abrió un puesto callejero de productos del mercado negro con algunos de sus compinches. Vendían comida enlatada producida en la fábrica de munición en la que él mismo había trabajado, además de azúcar, harina, galletas, ropa y otros productos que se agenciaban ilegalmente a través de soldados estadounidenses. Un día, mi padre y sus compinches se vieron involucrados en una reyerta enorme contra unos soldados americanos por la mercancía que estaban vendiendo. La mala fama de mi padre tenía su razón de ser.
Tampoco es que le quedasen muchas alternativas. La derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial dejó a 2,4 millones de coreanos varados en Japón. No pertenecían ni al bando ganador ni al perdedor, ni tampoco tenían ningún sitio al que ir. Una vez liberados, a los coreanos simplemente los echaron a las calles. Desesperados y empobrecidos, sin forma humana de ganarse la vida, asaltaban los camiones de comida destinada a los miembros de las fuerzas armadas imperiales de Japón y vendían el botín en el mercado negro. Incluso...