Kafka | Relatos | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Kafka Relatos


1. Auflage 2022
ISBN: 978-959-03-0974-8
Verlag: RUTH Casa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 184 Seiten

ISBN: 978-959-03-0974-8
Verlag: RUTH Casa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



El volumen Relatos de Franz Kafka, con prólogo del prestigioso intelectual cubano Ambrosio Fornet, es una selección de la edición publicada por nuestra editorial en 1968. Las narraciones aquí reunidas-dentro de las que se encuentra, por supuesto, «La metamorfosis»-, dan cuenta de la singular poética kafkiana. El absurdo, la ironía, la influencia surrealista y de la filosofía existencialista demuestran la angustia, incoherencia e incertidumbre de la sociedad en que habita el hombre contemporáneo.

Franz Kafka (Praga, 1883-Kierling, 1924). Escritor checo en lengua alemana cuya obra inicia la profunda renovación que experimentaría la novela europea en las primeras décadas del siglo XX. A pesar de la hostilidad manifiesta de su familia hacia su vocación literaria y de su empleo de burócrata en una compañía de seguros de Praga, Kafka se dedicó intensamente a la literatura. Su obra, que nos ha llegado en contra de su voluntad expresa, se cuenta entre las más influyentes e innovadoras de la pasada centuria. Dentro de sus novelas destacan El proceso (1925), El castillo (1926) y América (1927), además de innumerables relatos.
Kafka Relatos jetzt bestellen!

Autoren/Hrsg.


Weitere Infos & Material


La metamorfosis


Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.

—¿Qué me ha sucedido?

No soñaba, no. Su habitación, una habitación de verdad, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de paños —Samsa era viajante de comercio—, colgaba una estampa ha poco recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba esta estampa una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en un boa también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo.

Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado (sentíanse repiquetear en el zinc del alféizar las gotas de lluvia) le infundió una gran melancolía.

—Bueno —pensó—; ¿qué pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías? Mas era esto algo de todo punto irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esta postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación: cerró los ojos para no tener que ver aquel rebullicio de las piernas, que no cesó hasta dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó aquejarle en el costado.

—¡Ay, Dios! —se dijo entonces—. ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! Un día sí y otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esta plaga de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con todo!

Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda, alargándose en dirección a la cabecera, a fin de poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le escocía estaba cubierto de unos punticos blancos, que no supo explicarse. Quiso aliviarse tocando con una pierna el lugar del escozor; pero hubo de retirar esta inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.

Se deslizó, hasta recobrar su primitiva postura.

—Estos madrugones —se dijo— le entontecen a uno por completo. El hombre necesita dormir lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media mañana regreso a la fonda para anotar los pedidos, me los encuentro muy sentados tomándose el desayuno. Si yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto de paticas en la calle. Y ¿quién sabe si esto no sería para mí lo más conveniente? Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me habría despedido. Me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, le había manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae del pupitre! Que también tiene lo suyo eso de sentarse encima del pupitre para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele mucho. Pero lo que es la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto tenga reunida la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis padres —unos cinco o seis años todavía— ¡vaya si lo hago! Y entonces sí que me redondeo. Bueno, pero por ahora lo que tengo que levantarme, que el tren sale a las cinco.

Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía su tic-tac encima del baúl.

—¡Santo Dios! —exclamó para sus adentros.

Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. Es decir, ya eran más. Las manecillas estaban casi en menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama podía verse que estaba puesto efectivamente en las cuatro; por lo tanto, tenía que haber soñado. Mas ¿era posible seguir durmiendo impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta a los mismos muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo mismo, probablemente tanto más profundo. Y ¿qué se hacía él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para alcanzarlo, era preciso darse una prisa loca. El muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último, él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzara el tren, no por ello evitaría la filípica del amo, pues el mozo del almacén, que habría bajado al tren de las cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. Era el tal mozo una hechura del amo, sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, infundiría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado malo ni una sola vez. Vendría de seguro el principal con el médico del Montepío. Se desataría en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería del hijo, cortaría todas las objeciones alegando el dictamen del galeno, para quien todos los hombres están siempre sanos y solo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su opinión no habría carecido completamente de fundamento. Salvo cierta somnolencia, desde luego superflua después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía admirablemente, con un hambre particularmente fuerte.

Mientras meditaba atropelladamente, sin poder decidirse a abandonar el lecho, y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron quedo a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama.

—Gregorio —dijo una voz, la de la madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte de viaje?

¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio la suya propia, que era la de siempre, sí, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego, resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido contestar dilatadamente, explicarlo todo; pero, en vista de ello, se limitó a decir:

—Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto.

A través de la puerta de madera, la mutación de la voz de Gregorio no debió de notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este corto diálogo hizo saber a los demás miembros de la familia que Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa. Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó: «Gregorio, ¡Gregorio! ¿Qué pasa?». Esperó un momento y volvió a insistir, alzando algo la voz: «Gregorio, ¡Gregorio!». Mientras tanto, detrás de la otra hoja, la hermana se lamentaba dulcemente: «Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?». «Ya estoy listo», respondió Gregorio a ambos a un tiempo, aplicándose a pronunciar, y hablando con gran lentitud, para disimular el sonido inaudito de su voz. Tornó el padre a su desayuno, pero la hermana siguió musitando: «Abre, Gregorio; te lo suplico». En lo cual no pensaba Gregorio, ni mucho menos, felicitándose, por el contrario, de aquella precaución suya —hábito contraído en los viajes— de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia casa.

Lo primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser importunado y, sobre todo, desayunar. Solo después de efectuado todo esto pensaría en lo demás, pues de sobra comprendía que en la cama no podía pensar nada a derechas. Recordaba haber sentido ya con frecuencia en la cama cierto dolorcillo, producido sin duda por alguna postura incómoda, y que, una vez levantado, resultaba ser obra de su imaginación; y tenía curiosidad por ver cómo habrían de desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. No dudaba tampoco lo más mínimo de que el cambio de su voz era simplemente el preludio de un resfriado mayúsculo, enfermedad profesional del viajante de comercio.

Arrojar la colcha lejos de sí era cosa harto sencilla. Le bastaría para ello con abombarse un poco: la colcha caería por sí sola. Sin embargo, la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse ayudado de los brazos y las manos; mas, en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era imposible hacerse dueño de ellas. Y el caso es que él quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fin dominar una de sus patas; pero, mientras tanto, las demás proseguían su libre y dolorosa agitación. «No conviene hacer el zángano en la cama», pensó Gregorio.

Primero intentó sacar del lecho la parte inferior del cuerpo. Pero esta parte inferior —que por cierto no había visto todavía, y que, por lo tanto, le era imposible representarse en su exacta conformación— resultó ser demasiado difícil de mover. La operación se inició muy despacio. Gregorio, frenético ya, concentró toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante. Mas calculó mal la dirección, se dio un golpe tremendo contra los pies de la cama, y el dolor que esto le produjo le demostró, con su agudeza, que aquella parte inferior de su cuerpo era quizá,...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.