E-Book, Spanisch, 348 Seiten
Kinstler Ven a este tribunal y llora
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-127967-0-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Cómo acaba el Holocausto
E-Book, Spanisch, 348 Seiten
ISBN: 978-84-127967-0-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Linda Kinstler (1991) es una académica y periodista estadounidense. Nació en California, adonde habían emigrado sus padres, procedentes de la Letonia soviética. Colabora habitualmente en The Economist. Sus reportajes sobre historia, política y cultura europeas han aparecido en The Atlantic, The New York Times, The Guardian y Wired. Actualmente está haciendo un doctorado sobre la genealogía legal del olvido en la Universidad de Berkeley. Vive en Washington D. C.
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Prólogo
La novela
Es marzo de 1965. Dos hombres se encuentran frente a frente en un cementerio de Riga. Están allí en misión oficial, su encuentro es apresurado y clandestino. En otro lugar de la ciudad se celebran los veinticinco años de gobierno soviético.1 Llevaban todo el año conmemorando el aniversario, aunque en realidad este era una especie de ficción. Contar veinticinco años de gobierno soviético significaba omitir estratégicamente los tres años de ocupación nazi entre 1941 y 1944, tres años en los que la sangre corrió por las calles de Riga como una lluvia de verano.2
El hombre que plantea la pregunta se identifica como «Boris Karlovics». Le pregunta a su colega por qué ha sido necesario matar y descuartizar al objetivo; el plan era traerlo con vida a Riga. Se suponía que era un secuestro, no un asesinato. Su colega vacila y le entrega a Boris un paquete. «Es lo que ha pasado —dice—. Boris Karlovics, por favor, entienda que no estaba planeado..., un miembro del grupo se excedió.»
Boris regresa a su piso y reflexiona sobre su mala suerte. Su trabajo consistía en asegurarse de que la misión se desarrollara sin incidentes, la misión más importante de sus décadas de carrera en el KGB, la coronación de toda una vida de evasión, falsedades y engaños. Ahora no ve la forma de salir del «torbellino de revanchismo» donde está atrapado. Dentro del paquete encuentra recortes de prensa que informan de un asesinato en Montevideo. Un sobre aparte contiene fotografías de la escena del crimen: un baúl manchado de sangre con un cadáver desfigurado y encogido en su interior. «¿Es posible que sea Herberts Cukurs?», piensa. Herberts Cukurs, un hombre que antes parecía inmenso, un aviador pionero conocido como el «Lindbergh letón», más famoso y más querido que el último primer ministro del país. Boris había conocido a Cukurs en la guerra. Ambos pertenecían al Kommando Arajs, una de las brigadas de exterminio más brutales que existieron durante el dominio nazi, compuesto exclusivamente por voluntarios locales. Boris se había integrado en la unidad como un agente doble que transmitía a Moscú las acciones de la brigada. Se había ganado la confianza de Cukurs y sus colegas, y luego, uno por uno, los había traicionado.
Llaman a la puerta. Al otro lado, un general del KGB, el jefe de Boris, aguarda con una botella de vodka en la mano. Los dos hombres revisan juntos las fotografías de la escena del crimen, hablan de por qué ha fallado la operación. Su jefe le había pedido que se encargase de la misión, que aportara las pruebas necesarias para incriminar a Cukurs y traerlo de vuelta a Riga. Boris había falsificado testimonios y tergiversado los relatos de los supervivientes judíos. Había alterado los registros de los interrogatorios del Kommando Arajs para subrayar la crueldad de Cukurs, presentándolo como alguien que gozaba sacrificando despiadadamente vidas humanas. Había enviado agentes soviéticos a Sudamérica para vigilar a su objetivo. Y aun así había fracasado.
Boris deja al general solo un momento para ir al cuarto de baño. No puede librarse de la sospecha de que el cuerpo que aparece en las fotografías no es realmente Cukurs. Algo en la misión se ha torcido. Pero es demasiado tarde. En la mesa, el general ha sacado su pistola. Cuando Boris salga, todo habrá terminado.
*
Si esto parece el argumento de una novela de espías barata, es porque lo es. La novela de espías es un género seductor que ofrece una atractiva liberación de los misterios, la ambigüedad y las incógnitas. «Para el espía, ninguna elección es casual; todo es deliberado», escribe el especialista en literatura Nicholas Dames. Las novelas de espías responden a un deseo básico de claridad y conservación, a la seguridad de que, en algún lugar, ahí fuera, un pequeño ejército de agentes posee no solo la verdad, sino que también nos protege noblemente de ella. Ofrecen una escapatoria de las innumerables incertidumbres del pasado, del presente y del futuro. Nos aseguran que los errores y las difíciles decisiones de la historia se cometieron al servicio del statu quo. Dames sostiene que el género de la novela de espías representa un «nacionalismo pesimista y destructivo», el tipo de nacionalismo que opera al servicio de ideales desaparecidos: «Los espías son leales al viejo mundo —cualquiera que sea ese viejo mundo en el que creemos— cuando es evidente que el viejo mundo está en declive».3 La función más importante de la novela de espías es, quizá, proporcionarnos una trama discernible y reconfortante. En sus páginas, los lectores pueden entregarse momentáneamente a la creencia de que, por muchos giros que dé el relato o por muchas muertes y desapariciones que se produzcan, al final todo tendrá una explicación.
Descubrí esta novela en concreto mientras curioseaba en una librería del casco antiguo de Riga en 2016. La novela estaba en el expositor de novedades. Se llamaba Jus Nekad Vinu Nenogalinasiet, es decir, Nunca lo mataréis.4
Le pregunté a la librera si era un título popular, y me dijo que sí, por supuesto. ¿Por qué si no iba a estar ahí arriba en la pared? Lo abrí y allí, en la primera página del primer capítulo, encontré el nombre y el patronímico de mi difunto y desaparecido abuelo: Boris Karlovics.
Resulta difícil describir la sensación de desorientación que me produjo este hallazgo. Encontrar parientes muertos y apellidos familiares en álbumes de fotos, cementerios, cartas, recuerdos, documentos, tal vez incluso en textos históricos, es previsible; pero las novelas son algo distinto. No fue exactamente vértigo lo que sentí al ver su nombre, sino cierta inestabilidad, una sensación de estar en dos lugares al mismo tiempo. Fue como encontrarse con un anacronismo en carne y hueso, una especie de emboscada. La escritora Maria Tumarkin describe el pasado como un «torbellino», algo que no puede confinarse en «pequeños recintos zoológicos», que «no podemos visitar como si de una anciana tía se tratara». Una vez que se apodera de ti, no te suelta. «Al menos en ciertos lugares, es como la marca de un criminal grabada a fuego en la piel de tu familia»,5 escribe Tumarkin.
De niña me habían dicho que mi abuelo paterno desapareció después de la Segunda Guerra Mundial, y hasta hace muy poco me bastaba con esa explicación. Millones de personas desaparecieron en el transcurso de aquella terrible década y siempre había pensado en él como uno más, un hombre enterrado anónimamente en una fosa, un ciudadano muerto de un país muerto, como tantos otros. No se le mencionaba en las conversaciones familiares ni había fotografías suyas a la vista. Solo más tarde supe que había una buena razón para aquel silencio: Boris había sido, en efecto, miembro de la misma brigada de asesinos a la que había pertenecido Cukurs, el Kommando Arajs. Después de la guerra se había convertido en agente del KGB y luego había desaparecido. Mi padre había dedicado gran parte de su vida a averiguar lo que realmente le había ocurrido a su propio padre, en vano. Un día me llamó angustiado. No avanzaba, los archivos no ofrecían respuestas. Delegó la búsqueda en mí: «Eres periodista, ¿por qué no lo averiguas tú?», me dijo.
Le respondí que lo intentaría, aunque no estaba segura de querer hacerlo. Mis padres y mi hermana mayor habían emigrado de la Letonia soviética en 1988, y mis padres se habían divorciado unos años después de llegar a Estados Unidos. Crecí en el círculo de judíos soviéticos de mi madre y pasé años en la escuela diurna judía, donde todos los días empezábamos con el himno nacional estadounidense, seguido del israelí. El único abuelo que tenía presente era el padre de mi madre, Misha, un hombre que casi perdió un pie luchando con el ejército soviético y que bailó durante toda su vejez. La ausencia de la otra rama de la familia no me preocupaba; en realidad, ni siquiera pensaba en eso.
Todo cambió en 2016, cuando siendo estudiante de posgrado en la Universidad de Cambridge encontré una serie de curiosos titulares antiguos en los periódicos letones. Me había propuesto familiarizarme con el entorno de la vida que mi familia había abandonado. Me dije que era una investigación académica: convertí su pasado soviético en un objeto de intriga universitaria. Y así acabé leyendo un artículo de 2011 en uno de los principales medios de comunicación letones, Delfi, donde se afirmaba que la Fiscalía General de Letonia estaba investigando si un hombre llamado Herberts Cukurs, ya fallecido, había participado «en el asesinato de judíos».6 Algunos recuerdan a Cukurs como el «carnicero» o el «verdugo» de Riga, aunque ninguno de estos apelativos es del todo correcto. Tiene el ignominioso honor de ser el único nazi oficiosamente asesinado por el Mosad, la agencia de inteligencia israelí. El mismo agente que orquestó la logística del secuestro de Adolf Eichmann en 1960 volvió a Sudamérica cinco años después con una nueva misión: celebrar un consejo de guerra, matar a Cukurs y dejar que la policía encontrara su cadáver putrefacto.
Esa primavera escribí a la Fiscalía General de Letonia para solicitar más información sobre el caso. Leí los informes de los...