E-Book, Spanisch, Band 1, 200 Seiten
Reihe: La Leyenda del Cíclope
López El don de Ariadna
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1120-319-7
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 1, 200 Seiten
Reihe: La Leyenda del Cíclope
ISBN: 978-84-1120-319-7
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Nando López (Barcelona, 1977) es doctor cum laude en Filología Hispánica, novelista y dramaturgo y ha sido durante años profesor de Lengua y Literatura de Secundaria y Bachillerato. Desde joven se sintió atraído por el teatro, y en sus años universitarios participó en montajes como autor y como director, llegando a crear su propia compañía teatral con la que estrenó sus primeros textos. Con el tiempo, ha sabido conjugar su pasión por la literatura, el teatro y la enseñanza. Autor de relatos y de varias novelas, le llegó el éxito con La edad de la ira, finalista del Premio Nadal 2010, texto que adaptó más tarde a lenguaje teatral y que recorrió los escenarios españoles. Como autor de literatura infantil, ha sabido acercar el teatro a los más pequeños con títulos como La foto de los 10000 me gusta en la colección El Barco de Vapor. En los textos de sus novelas juveniles le gusta tratar temas como la inclusión, la homosexualidad, el acoso escolar y el impacto de las nuevas tecnologías, como muestra En las redes del miedo. Como autor para adultos ha publicado, entre otros títulos, Hasta nunca, Peter Pan o El sonido de los cuerpos. Una faceta que combina con el teatro y la no ficción con libros humorísticos sobre la realidad educativa muy populares entre la comunidad docente, como En casa me lo sabía o Dilo en voz alta y nos reímos todos. En la actualidad, combina la creación literaria con numerosos encuentros con lectores en colegios e institutos de toda España.
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2
EL JUEGO
Acababa de cumplir cuatro años cuando descubrió su poder.
Sus padres, según le contaron, lo habían intuido mucho antes, y fue Dédalo, el antiguo Bibliotecario Estatal, quien les aconsejó que adiestraran a Ariadna hasta que supiera dominarlo.
–Vuestra hija debe aprender cuanto antes de lo que es capaz –les insistió quien se había convertido en el líder de los Rebeldes después del Gran Incendio–. No podéis negarle su identidad.
–No pretendemos negarle nada, Dédalo –se defendió Clío–. Lo que queremos es que esa identidad la construya ella.
–¿Y cómo va a hacerlo si le ocultáis parte de lo que es?
–Pero esa parte de la que tú hablas –se lamentó Néstor– podría costarle la vida.
–O podría ser la que salvara las vidas de todos los demás.
–¿De qué estás hablando?
Dédalo adoptó un tono misterioso:
–«Solo de las palabras adecuadas nacerá todo lo que el silencio ha aprendido a robarnos».
–¿Y qué se supone que quiere decir eso?
El antiguo Bibliotecario se encogió de hombros.
–Solo Tiresias lo sabe...
–Ese viejo loco –refunfuñó Néstor, que creía que aquel hombre que presumía de ser adivino, y a quien nadie tenía acceso, no era más que un charlatán.
–Él es quien dejó escrito que vuestra hija heredaría ese don. Así que quizá no esté tan loco si acierta con cuestiones tan delicadas como esta.
–¿Y qué más escribió? –preguntó Clío temiendo que, además de adivinar el poder de Ariadna, también hubiera sido capaz de anticipar su futuro.
–Nada que os pueda decir aún –se excusó Dédalo–, pero formadla. Por favor. Educadla en el uso de su don.
Tanto Clío como Néstor recibieron aquel consejo con inquietud. Las palabras de Dédalo, al igual que su alusión a Tiresias, confirmaron lo que ambos se temían: el destino de Ariadna estaba marcado por sus poderes, de modo que aquello que la hacía más fuerte también la volvía más vulnerable. El riesgo que entrañaba su don era el precio que debía pagar por poseerlo.
Desde aquel día, Clío se aplicó a la tarea de enseñarla a leer. Ariadna se quejaba cuando veía aparecer a su madre cargada de cuadernos y lápices, con los que pretendía que aprendiera a dominar cuanto antes el manejo del arma que habría de empuñar en el futuro. Entonces ella ni siquiera podía imaginar el alcance de su poder, pero acababa cediendo ante los relatos llenos de dioses y héroes que su madre sacaba de las páginas de un viejo libro. Un ejemplar de la Odisea con las cubiertas medio devoradas por culpa del Gran Incendio y que pronto aprendería a proteger de cualquiera que quisiera destruirlo.
–¡Pero si solo hay letras! –protestó la primera vez que lo tuvo delante.
Clío interrumpió la lectura y se levantó en busca de algo.
–Toma –le dijo entregándole unos lápices–. ¿Por qué no haces tú los dibujos que faltan? Yo te leo y tú lo vas pintado.
Ariadna se puso manos a la obra, dispuesta a llenar su cuaderno con escenas inspiradas en aquel libro tan serio y lleno de palabras, donde se contaba el regreso de un héroe hasta Ítaca, la isla en la que había vivido antes de ir a la guerra.
¿Cómo era posible que ese tal Homero no hubiera hecho un solo dibujo? Ella estaba decidida a arreglarlo, así que trazó en un papel la silueta de una sirena, uno de los seres fantásticos que aparecían en el texto y de quienes se decía que hipnotizaban a los marineros con sus cantos.
La dibujó con una larguísima melena pelirroja, igual que la de su madre. El mismo color fuego que había heredado ella. En realidad, el único rasgo que compartían, pues ni los ojos menudos y negros de Ariadna ni sus pómulos marcados y angulosos guardaban recuerdo alguno de las facciones redondeadas ni de los ojos claros y grandes de Clío.
Debajo de su ilustración, escribió con su caligrafía infantil el nombre del personaje que había imaginado: «sirena», y fue en ese momento, justo después de redondear la «a», cuando sucedió el prodigio.
La habitación comenzó a llenarse de voces y de música. Una melodía cantada por mujeres a quienes no podían ver y que, sin embargo, estaban junto a ellas. Después llegó el agua, un torrente imparable que, en tan solo un instante, inundó la habitación con el olor y el sonido del mar.
–¿Qué pasa, mamá? ¿Qué está pasando?
Las dos salieron corriendo del cuarto y esperaron casi una hora antes de volver a entrar. Cuando lo hicieron, ya no había rastro alguno del agua, ni de la música, ni de esas extrañas mujeres que habían aparecido cuando ella las había dibujado.
Ariadna no logró conciliar el sueño aquella noche. Era incapaz de entender lo que había sucedido, y la conversación de sus padres tampoco la dejaba dormir. A pesar de que hablaban entre susurros, sabía que estaban discutiendo por su culpa.
Se pellizcó con fuerza la mano derecha, como si quisiera castigarse. Si no hubiera dibujado aquella figura con cola de pez y rostro humano. Si no se le llenara siempre la cabeza cada vez que alguien le contaba algo. Si no fuera tan especial, como decían sus padres, no habría pasado nada. Estuvo a punto de hacerse sangre mientras odiaba todo lo que en ese momento la rodeaba. El libro de las tapas medio quemadas. Las imágenes de seres que ni siquiera existían. Y esa etiqueta, ese especial, que le habían dicho demasiadas veces.
–Tenemos que contárselo –Clío estaba convencida de que no podían seguir manteniendo a Ariadna en la ignorancia–. No solo por los demás, Néstor, también por ella misma. Es importante que aprenda a controlarlo.
–Cuando se lo contemos, ya no habrá vuelta atrás.
–¿Eso es lo que te preocupa? –le preguntó Clío con ternura, tratando de ocultar que sentía el mismo miedo que su pareja.
–Me preocupa obligarla a afrontar demasiado pronto una responsabilidad como esa...
–No quieres que deje de ser tu niña –le sonrió ella con una mueca triste.
–Lo que no quiero es robarle la oportunidad de serlo.
Clío sabía que, en cierto modo, Néstor tenía razón, pero si no hablaban acabarían poniendo en riesgo la vida de su hija. Ariadna necesitaba ser consciente de su don no solo para sumar su fuerza a las de los Rebeldes, sino para mantenerse a salvo en Ypsilon. Némesis, la Presidenta del Senado, no dudaría en ordenar su búsqueda en cuanto tuviera noticia de sus poderes.
–Lo esencial es que nadie más lo descubra –insistió Néstor–. En especial, nadie cercano al Senado ni al Nuevo Orden: cualquier conexión entre Ariadna y los títulos prohibidos podría costarnos la vida a los tres.
–Lo sé.
Todo el país llevaba demasiado tiempo sumido en la obediencia ciega a su Presidenta como para no saberlo.
Desde que se había impuesto el Nuevo Orden, los grupos rebeldes eran cada vez más pequeños y débiles. Siempre nómadas, se comunicaban mediante una precaria red que los vinculaba con el núcleo central, liderado por Dédalo. ¿Cuánto tiempo podrían resistir? ¿Cuánto tiempo serían capaces de evitar la persecución de los Cíclopes? Hasta ahora habían logrado sobrevivir, e incluso proteger muchos de los títulos prohibidos, en los Refugios, pero aquellas guaridas secretas estaban cada vez más amenazadas.
–Dédalo ya nos avisó de que ocurriría –recordó Clío, que intentaba disipar los miedos de Néstor y, de paso, también sus propios fantasmas.
–Pero no imaginaba que sería tan pronto... ¿Crees que está preparada?
–¿Y quién podría estarlo? –Néstor no respondió. La simple idea de cargar con semejante responsabilidad a la niña fantasiosa y alegre que era su hija lo apenaba profundamente–. Se lo contaremos como si fuera un juego.
–Con la diferencia de que no lo es, Clío. Lo que estamos arriesgando aquí es nuestro futuro. Y nuestras vidas.
–Por eso es necesario que aprenda a defenderse cuanto antes.
–¿Y cómo lo haremos?
La respuesta era evidente. No se trataba de decidir el cómo, sino el quién, pues Dédalo ya les había advertido, tan pronto como descubrieron los primeros signos, lo que debían hacer. El don de Ariadna, les explicó, nacía de las mismas páginas que habían sido la inspiración del Nuevo Orden. Debía dominar el contenido de aquel ejemplar de la Odisea. Solo así podría elegir las criaturas que la ayudarían a afrontar los retos que encontraría en el futuro.
–¿Y si Dédalo se equivoca? –Néstor respetaba lo que había hecho por los Rebeldes, pero a veces le enfurecía la obediencia ciega que los demás mostraban ante él.
–Estoy convencida de que sabe de lo que habla...