E-Book, Spanisch, Band 2, 256 Seiten
Reihe: La Leyenda del Cíclope
López El secreto de T.
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1120-320-3
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 2, 256 Seiten
Reihe: La Leyenda del Cíclope
ISBN: 978-84-1120-320-3
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Nando López (Barcelona, 1977) es doctor cum laude en Filología Hispánica, novelista y dramaturgo y ha sido durante años profesor de Lengua y Literatura de Secundaria y Bachillerato. Desde joven se sintió atraído por el teatro, y en sus años universitarios participó en montajes como autor y como director, llegando a crear su propia compañía teatral con la que estrenó sus primeros textos. Con el tiempo, ha sabido conjugar su pasión por la literatura, el teatro y la enseñanza. Autor de relatos y de varias novelas, le llegó el éxito con La edad de la ira, finalista del Premio Nadal 2010, texto que adaptó más tarde a lenguaje teatral y que recorrió los escenarios españoles. Como autor de literatura infantil, ha sabido acercar el teatro a los más pequeños con títulos como La foto de los 10000 me gusta en la colección El Barco de Vapor. En los textos de sus novelas juveniles le gusta tratar temas como la inclusión, la homosexualidad, el acoso escolar y el impacto de las nuevas tecnologías, como muestra En las redes del miedo. Como autor para adultos ha publicado, entre otros títulos, Hasta nunca, Peter Pan o El sonido de los cuerpos. Una faceta que combina con el teatro y la no ficción con libros humorísticos sobre la realidad educativa muy populares entre la comunidad docente, como En casa me lo sabía o Dilo en voz alta y nos reímos todos. En la actualidad, combina la creación literaria con numerosos encuentros con lectores en colegios e institutos de toda España.
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LAS ISLAS
Tras revisar en la red todos los Retroespacios conocidos, T. se dirigió al que, según las imágenes que arrojaba el buscador, era el más parecido al de su sueño, y que se hallaba a unos cien kilómetros de distancia del polígono en el que se había refugiado.
Por suerte, su consulta había sido lo bastante inocente como para no tener que preocuparse de su rastro digital, ya que sabía que el Senado hacía un seguimiento exhaustivo de las conexiones de los ciudadanos. Los Rebeldes habían tratado de alentar la polémica contra esas medidas, pero el Senado se les había adelantado una vez más, convenciendo de su necesidad a los ypsilianos hasta el punto de que fueron ellos mismos quienes solicitaron ese control.
Para ello, el Senado se había servido de los reportes elaborados por Hermes y su equipo, en los que se insistía en cómo la red había sido, junto con la ficción previa a las Tres Leyes, el vehículo con que se habían planificado acciones tan terribles como el Triple Atentado. Solo tuvieron que convencer a la población de que necesitaban ser protegidos para que los ypsilianos admitiesen, sumisos, los vetos cibernéticos. Y someter la red a un severo escrutinio, limitando su acceso, era uno de ellos.
Cuando T. llegó por fin al Retroespacio que había localizado en su buscador, supo que se encontraba en el lugar correcto.
No había ninguna señal que se lo confirmase, pero el hecho de que aquel entorno fuera idéntico al de su sueño solo podía interpretarse como una de esas señales que formaban parte de su vida desde que Ariadna había irrumpido en ella. Al recordarla, sintió una punzada de culpabilidad, de la que se deshizo igual que se desprendía de cualquier otra emoción que lo incomodase: actuando.
Obedeció a su intuición y atravesó las puertas de lo que, en apariencia, no era más que uno de los complejos turísticos con los que el Senado recompensaba a los trabajadores, ofreciéndoles «unos días de descanso en entornos vintage». Así era como promocionaban los Retroespacios en su publicidad oficial, cuyo alojamiento se cedía gratuitamente por unos días a cambio de aumentar la productividad durante los meses siguientes a la estancia. De este modo, lo que se anunciaba como un premio democrático se convertía en un incentivo laboral que incrementaba los beneficios de los Distritos 1 a 5 de Geonia, la verdadera elite ypsiliana.
Ya en el recinto, T. comprobó que se hallaba en lo cierto: la arquitectura exterior no era más que el gigantesco decorado tras el que se escondía la Isla, un asentamiento compuesto por una sucesión de construcciones independientes de una sola planta, que no debían de superar en ningún caso los cuarenta o cincuenta metros cuadrados de extensión y cuya estructura de acero y hormigón no se parecía en nada a las bucólicas casas encaladas de blanco con que se anunciaban los Retroespacios.
Lo primero que llamó su atención fue el foso virtual que protegía la Isla e impedía entrar sin la autorización de los vigías.
No se trataba de una excavación física en el terreno, sino de una hilera de proyecciones que forzaban un desnivel insalvable, ya que resultaba imposible orientarse con precisión frente a aquel trampantojo móvil que parecía elevarse, descender e incluso extenderse y encogerse ante quien tratase de atravesar su perímetro defensivo.
Nunca había estado cerca de ninguna de las Islas, y lo único que sabía sobre ellas era lo que el propio Senado había divulgado al respecto en sus campañas de captación de nuevos Cazadores.
Habían sido concebidas para albergar a sus moradores durante un tiempo máximo de quince días, de modo que repusieran fuerzas, cuidasen de los heridos en los combates con los Rebeldes y, sobre todo, planificaran nuevas incursiones con las que seguir alimentando las llamas del Taigeto, el edificio en el que se condenaban al fuego las obras prohibidas a la vez que se creaban y difundían las nuevas. Pero solo había dos formas de atravesar su foso: mediante el código que se atribuía a cada Cazador después de la primera transacción o, en su defecto, presentando un ejemplar del Índice Prohibido.
T. no contaba con ningún código de acceso. Sin embargo, disponía de algo que era aún más valioso: el libro de cubiertas quemadas que, aprovechando la euforia del reencuentro con Clío y Néstor, le había quitado a Ariadna. Por suerte, ni ella ni sus padres se habían dado cuenta de cómo aquel ejemplar de la Odisea cambiaba de manos y se convertía, de repente, en el salvoconducto que T. necesitaba para sumarse a los Cazadores.
Tras rodear parte del perímetro del foso virtual, localizó un arco de entrada. Tan pronto como el sistema de vigilancia se percató de su proximidad, saltaron las alarmas que avisaban de la llegada a la Isla de un intruso. Apenas habían pasado unos segundos cuando lo rodeó un grupo compuesto por dos Cazadores y tres Bibliófagos.
–Nombre –le preguntó uno de los cíborgs que formaban parte del particular comité de bienvenida.
–T.
–¿T.? –respondió con sorna uno de los Cazadores.
–Sí, T. –repuso con seguridad, tratando de resultar lo más relajado posible–. Aunque acabaré cambiándomelo por otro nombre más convencional. El mío solo me da problemas.
Ese nombre era lo único de sí mismo de lo que no había tenido que despojarse. A cambio, se había visto obligado a modificar su aspecto por temor a que lo relacionasen con los culpables de haber arruinado el Aniversario. No parecía probable que las fuerzas del Senado hubiesen reparado en él en medio de la marea humana que desbordaba la plaza, pero T. había preferido no arriesgarse y extremar las precauciones.
Lo más seguro era que los Cíclopes continuaran rastreando y analizando las imágenes de aquel día, editadas y viralizadas por el propio Senado, en busca de pistas con las que reconstruir el retrato robot de los responsables del ataque. Pero incluso si lograban aislar su silueta de la multitud que aparecía en esas grabaciones, la nueva apariencia de T. –con el pelo teñido de rubio y rabiosamente corto, un falso tatuaje en forma de araña cubriendo la totalidad de su rostro, lentillas para oscurecer sus ojos y ropa amplia y suelta que disimulaba su poderosa musculatura– lo volvía prácticamente irreconocible.
–¿Código? –el Cíclope insistió en seguir el protocolo, pese a que la alarma del arco de entrada ya había dejado constancia de que ese código no existía.
–No tengo –contestó T.–. Nunca me había acercado al Taigeto.
–Eso ya lo sabíamos –el mismo individuo que antes se había reído de su nombre se acercó a él con curiosidad–. ¿Y entonces qué te trae hasta aquí?
T. señaló con la mirada la bandolera que llevaba consigo y, sin hablar, pidió permiso para acercar sus manos y mostrar lo que había dentro.
–Me ha traído esto –respondió mientras sacaba, con un movimiento extremadamente lento, el ejemplar de su faltriquera–. Creo que en el Taigeto lo pagarán bien.
Al comprobar que cumplía con una de las dos condiciones de ingreso, los tres cíclopes bajaron la guardia y dieron media vuelta, dispuestos a retornar a la Isla después de asegurarse de que el intruso no representaba ningún peligro.
Los dos hombres que iban con ellos reaccionaron con un mal disimulado asombro y lo observaron durante unos instantes, lo que despertó en T. cierto recelo.
No debía de ser el único buscavidas que trataba de vender algún ejemplar en el Taigeto para sacarse un dinero con el que seguir adelante. Porque puede que el Nuevo Orden hubiese llenado las calles de Ypsilon de paz y felicidad, como pregonaban Némesis y el Senado, pero también había elevado los precios y regulado los sueldos de tal modo que cada vez resultaba más notable la brecha entre los Distritos que más tenían y los que menos. Los salarios se estipulaban de acuerdo con la formación y el supuesto nivel de repercusión social del trabajo, de modo que todo el mundo alcanzase un rango mínimo y, según el Senado, aceptable, aunque solo los oficios que se consideraban de gran impacto obtenían rentas más altas.
Para paliar la insatisfacción que podía derivarse de esas desigualdades, Apolo y Némesis habían puesto en marcha propuestas como los Pisos Blancos –un sistema de viviendas de bajo coste y alquiler a precios muy reducidos–, los Retroespacios –con sus vacaciones semifinanciadas por el Estado– o los Autohologramas –un dispositivo similar a un libro electrónico que sustituía a la narrativa tradicional y que permitía inventar y vivir una realidad alternativa a todos los ciudadanos, que recibían un ejemplar de manera gratuita.
El Ministerio de Información, que había presentado este sistema de ayudas y subvenciones como una muestra de la generosidad estatal del Nuevo Orden, logró que esas nuevas medidas se asumiesen como justas, ya que, tal y como repetían en sus campañas de propaganda, en Ypsilon ganaban más quienes más aportaban a la sociedad. Y esto, además, no impedía que, si alguien quería aumentar sus ingresos, se uniese a los Cazadores...