Lüscher | La primavera de los bárbaros | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 160 Seiten

Lüscher La primavera de los bárbaros


1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-17109-02-8
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 160 Seiten

ISBN: 978-84-17109-02-8
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Preising, el protagonista de esta exquisita novela de Jonas Lüscher, un magnate industrial de una fábrica en Suiza, es testigo, durante un viaje de negocios a Túnez, de los costosos preparativos de una boda. Por este motivo, unos jóvenes ingleses pertenecientes al mundo de las finanzas de Londres han convocado a amigos y familia a una gran fiesta en un antiguo campamento bereber, situado en el desierto y uno de los destinos del turismo de lujo. Preising asiste a la celebración, donde el derroche y la ostentación parecen ser requisitos indispensables, al tiempo que los indicios económicos de crisis se manifiestan con signos evidentes de catástrofe: la libra esterlina se desploma y poco después el Reino Unido entra en bancarrota. Mientras los invitados se recuperan en sus camas del agotamiento de la derrochadora fiesta, ignoran que tienen las tarjetas de crédito bloqueadas, que se hallan embarrancados en el desierto y que, de pronto, están endeudados hasta las cejas. Todos parecen hallarse a un paso de regresar a la barbarie. Preising se da cuenta de lo fina que es la piel de la civilización y aprende su propia lección acerca de la globalización. Emocionante, construida con inteligencia, cómica, llena de imágenes inolvidables y narrada con un lenguaje rico y ágil, esta novela disecciona las debilidades humanas y apunta con maestría al corazón de nuestro presente.

Nace en Suiza en 1976. Después de realizar estudios de magisterio en Berna y trabajar durante unos años en la industria alemana del cine, estudia filosofía en Múnich, ciudad donde reside. En la actualidad es doctorando de la Cátedra de Filosofía de la Universidad Politécnica de Zúrich. Con La primavera de los bárbaros, su primera novela, Lüscher obtuvo el prestigioso Premio Franz Hessel en 2013.

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Capítulo I —No —dijo Preising—, haces las preguntas equivocadas —y, para enfatizar su réplica, se detuvo en mitad del sendero de grava, una costumbre que yo no podía soportar, porque de ese modo nuestros paseos se asemejaban a los cortos recorridos de un viejo basset con sobrepeso. Y aun así paseaba todos los días con Preising, porque en ese lugar, a pesar de sus numerosas cualidades irritantes, seguía pareciéndome el mejor compañero—. No —repitió, y volvió por fin a ponerse en movimiento—, haces las preguntas equivocadas. A pesar de hablar tanto, Preising se tomaba muy en serio la importancia de sus palabras, y sabía siempre con exactitud lo que quería que le preguntaran para que la corriente de sus palabras pudiera recorrer el camino previsto. A mí, que allí era en cierto modo un prisionero, no me quedaba más remedio que seguirlo por esos senderos. —Escucha —dijo—, voy a demostrártelo, y a tal efecto voy a contarte una historia. Ésa era otra de sus particularidades, emplear expresiones de las que podía estar seguro de ser el único que aún las conservaba en su repertorio. Además, me temo que se trataba de una manía que, a lo largo de las últimas semanas, se me había contagiado. A veces existían razones de peso para dudar de que Preising y yo fuéramos una buena influencia el uno para el otro. —Una historia —me prometió— de la que se puede aprender algo. Una historia llena de quiebros increíbles, extravagantes peligros y exóticas tentaciones. Quien espere ahora una historia obscena no puede estar más equivocado. Preising jamás hablaba de su vida sexual. No tenía por qué temer tal cosa, lo conocía demasiado bien. Sólo podía hacer conjeturas acerca de si tenía una historia. Era difícil imaginárselo. Pero las apariencias engañan. Al fin y al cabo, a veces yo mismo me sorprendo, de pie ante el espejo, de que alguien como yo, con tan poca vida, haya conseguido tenerla. Antes de poder comenzar su historia, Preising volvió a interrumpir nuestro paseo, como si echara un vistazo al pasado que parecía vislumbrar en el horizonte, que en nuestro caso estaba muy próximo, pues lo formaba la cima del alto muro amarillo. Para eso, entrecerró los ojos, arrugó la nariz y apretó los finos labios. —Quizá —dijo, iniciando por fin su historia— todo esto nunca habría ocurrido si Prodanovic no me hubiera enviado de vacaciones. Pese a ser responsable del internamiento de Preising, Prodanovic no era ni siquiera su médico de cabecera. Prodanovic era aquel antaño joven y todavía brillante empleado de Preising que, al inventar la conexión CBC de wolframio, un componente electrónico sin el que ninguna antena de móvil de este mundo podría cumplir con su función, había salvado de la quiebra la sociedad comanditaria de receptores de televisión y antenas heredada por Preising y la había llevado a insospechadas esferas de liderazgo mundial en el mercado de las conexiones CBC. El padre de Preising, que se había tomado para morir el tiempo suficiente para que éste pudiera terminar sus estudios de economía de empresa, interrumpidos un año y medio antes para estudiar canto en una escuela privada en París, dejó a su hijo en herencia una fábrica de antenas de televisión con treinta y cinco empleados, en un momento en el que hacía mucho que se había impuesto la televisión por cable. La empresa, que procedía del negocio de manufacturas de bobinas y potenciómetros del abuelo, en la que los antepasados de Preising se habían desollado los dedos con finos hilos de cobre, obtenía por aquel entonces casi todo su volumen de ventas de la fabricación de aquellas antenas, larguísimas pero, puesto que apenas tenían ramificaciones, muy baratas, que los radioaficionados —por desgracia otra especie en extinción— solían clavar en los tejados. Así pues, Preising, sin culpa alguna por su parte, se hizo cargo de una empresa arruinada que habría requerido la aplicación de unas cuantas medidas drásticas; podemos asegurar que, hoy en día, ya no existiría si aquel joven técnico de mediciones, llamado Prodanovic, no hubiera diseñado la conexión de CBC de wolframio y no hubiese tomado las riendas del negocio. Por lo tanto, Prodanovic era responsable de que Preising se hubiese convertido no sólo en un propietario adinerado, sino también en presidente del consejo de administración de una sociedad con mil quinientos empleados y sucursales en cinco continentes; al menos de puertas afuera, porque hacía mucho que Prodanovic manejaba, junto a un grupo de emprendedores ejecutivos, el negocio operativo de la dinámica empresa, que ahora llevaba el dinámico nombre de Prixxing. Sin embargo, Preising seguía siendo la cara visible de la firma, porque Prodanovic sabía que, si había algo que Preising podía hacer, era transmitir credibilidad, el espíritu solvente de una empresa familiar que iba a entrar en su cuarta generación. Eso era lo único a lo que Prodanovic, hijo de un bosnio que trabajaba de camarero en un bufet, no se atrevía, porque él mismo pensaba que lo balcánico era la encarnación de la inestabilidad, una impresión que había que evitar a toda costa. A Prodanovic le gustaba dar, cuando su apretada agenda se lo permitía, pequeñas charlas en colegios para chicos problemáticos, en las que se presentaba como modelo de una integración exitosa. Aquel Prodanovic que ostentaba plenos poderes era, pues, el que había mandado a Preising de vacaciones. Algo que hacía regularmente cuando se avecinaban tomas de decisiones importantes. Y así, lo capté enseguida, desde la primera frase de su historia, Preising consiguió rehuir toda responsabilidad sobre los acontecimientos venideros. Tampoco tuvo que decidir adónde iría de vacaciones. Prodanovic era eficiente y siempre trataba de aunar lo agradable con lo útil. Lo que, en este caso, significaba que Preising volaría a Túnez, donde, en uno de los muchos polígonos industriales que hay a las afueras de Sfax, en un edificio bajo de uralita, junto a la carretera que llevaba a la capital, tenía su sede una de sus empresas suministradoras. Slim Malouch, el propietario de la ensambladora, era un comerciante mangoneador, que participaba en sectores tan distintos como la fabricación de aparatos electrónicos, el comercio de fosfatos y el turismo de lujo. Era el dueño de unos cuantos hoteles exclusivos. Preising sería su invitado. Malouch se arrimaba a todo el que tuviera que ver de algún modo con las telecomunicaciones, porque en ellas no sólo veía el futuro, como hacía a esas alturas todo el mundo, sino la salvación de su empresa familiar. Tenía cuatro hijas inteligentes y, según Preising, de muy buen ver. Pero, para su desgracia, las circunstancias en Túnez eran tales que no podía confiarles la dirección del holding de la familia, por lo que dicha responsabilidad debía recaer por entero sobre los hombros de su hijo varón. Hombros que Foued Malouch había cargado previamente con el peso moral de unos estudios de geología en París, lo que hacía que no se sintiera en condiciones de dirigir una empresa cuyos principales ingresos procedían del comercio de fosfatos, que terminaban en los sembrados de Europa convertidos en abono artificial. Foued llegó a amenazar a su padre con buscarse la vida en una granja ecológica, en el departamento del Lot. Slim Malouch no sólo era un hombre decente, o eso creía haber advertido Preising, también era un hombre razonable, y trataba de escapar de los fosfatos a las telecomunicaciones, razón por la cual tenía interés en conocer a Preising. Así que Preising tuvo que abandonar las brumas de la región de los Tres Lagos por la primavera tunecina. Cambió la chaqueta de tweed y los pantalones de pana color borgoña por una chaqueta de espiguilla color licor de huevo y unos chinos con la raya muy marcada, una vestimenta que le parecía imposible, pero que le había preparado su asistente personal, y temía ofenderla, razón por la que se sentó a su lado con una sonrisa indulgente y se dejó llevar al aeropuerto, en su coche, porque él no tenía ninguno. —El vuelo fue agradabilísimo —me aseguró Preising—. En contra de mi costumbre, bebí alcohol. La azafata no me entendió y me trajo un whisky en vez del zumo que le había pedido, pero aun así me lo tomé, porque me enterneció su figura rechoncha, que tanto contrastaba con las numerosas gacelas estilizadas que adornaban su uniforme. Realmente no era guapa, y los pasajeros, que sentían que les habían escatimado parte de la experiencia que creían haber comprado junto con el billete, se lo hacían pagar. Habría sido injusto no aprovechar cualquier oportunidad de ser amable con ella, así que al primer vaso siguió un segundo, y al segundo un tercero. Slim Malouch, acompañado de su hija mayor, recibió a Preising en el refrigerado vestíbulo del aeropuerto de Túnez-Cartago. Y cuando Preising vio el envidiable gesto de autoridad con el que Malouch apartaba a los taxistas en medio del calor a la salida del edificio y llamaba a su chófer, por un momento pensó en dar credibilidad al rumor de que Malouch era hijo ilegítimo de Roger Trinquier, el autor de la obra de referencia La guerre moderne, y de su cortesana argelina, que, la noche en la que los franceses abandonaron el Magreb, había huido a través del desierto hasta Túnez, llevando al pequeño Slim en brazos. Allí, gracias a su encanto y sus conocimientos de mecanografía, se había convertido rápidamente en secretaria, y pronto en esposa, de un oscuro diputado del partido Neo-Destour que estaba preparando un atentado contra el presidente Burguiba y que no pudo perpetrar porque sufrió un...



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