Lynch / McNicol / Thrall | La Cura | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 144 Seiten

Reihe: La Cura

Lynch / McNicol / Thrall La Cura

y Que Tal Si Dios No Es Quien Tu Piensas Que Es... Y Tampoco Lo Eres Tu?
1. Auflage 2017
ISBN: 978-0-9863648-7-7
Verlag: Trueface
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

y Que Tal Si Dios No Es Quien Tu Piensas Que Es... Y Tampoco Lo Eres Tu?

E-Book, Spanisch, 144 Seiten

Reihe: La Cura

ISBN: 978-0-9863648-7-7
Verlag: Trueface
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Así lo creíamos, pero eventualmente, sin darnos cuenta, la mayoría de nosotros llevamos a nuestra nueva vida, una imágen vieja y muerta. Nos propusimos una meta altísima de esfuerzo propio y al no poder superarla, nos convencimos que venía de Dios. Leíamos su Palabra a través de nuestros filtros de vergu?enza y nos sentimos caer cada vez más bajo. Comenzamos a atacarnos el uno al otro juzgando, comparando, fingiendo y dividiéndonos. Algunos de nosotros nos retiramos de la escena tornándonos cínicos, sospechosos, desprovistos de esperanza. Todos necesitamos la cura: nuestro matrimonio, nuestra iglesia, nuestra familia, los amigos, el mercado, nuestra cultura. Pero la sanidad de Dios raramente viene en la forma que la esperábamos, y nos preguntamos: Y qué si Dios no es quien pensamos que es... ni tampoco nosotros?

Como co-fundador de Trueface 1995, la sabiduría de Bill ha sido puesta por escrito a través de La Cura, The Ascent of a Leader, Bo's Café, Behind the Mask y High Trust Cultures. Los dones y experiencia de Bill también se destacan cuando ayuda a los Líderes a establecer confianza en todas sus relaciones, y a hacer crecer los ambientes basados en la gracia. Los directores de compañías internacionales y líderes de organizaciones misioneras y universidades, han descubierto vez tras vez una gratitud permanente al pasar tiempo con Bill. Antes de unirse a Trueface, Bill fundó y pastoreó por más de veinte años la Comunidad de Fe Open Door Fellowship, de mucha influencia. Durante esos años, creó un programa de entrenamiento y desarrollo del carácter muy efectivo, el cual nutrió a visionarios como Kit Danley, fundador de Neighborhood Ministries. En su tiempo libre, podemos encontrar a Bill pescando, jugando al golf, diseñando muebles para su familia en su sala de recreo, y cultivando frutas, hierbas, y verduras en su fértil quinta al fondo de la casa. Bill y su esposa Grace tienen tres hijos mayores: Wenda, esposa de Jim, Bill, casado con Charlotte, y Joy, esposa de Joe; y nueve nietos.

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CAPÍTULO UNO DOS CAMINOS “La Ley convierte en rebeldes a quienes quieren amar y ser amados”. Cuando eres joven, la vida que tienes por delante es un libro intacto, nunca abierto. Tiene ese embriagante olor a libro nuevo. Apenas has pasado de la portada, las páginas se ven blancas y limpias y sabes con total certeza que te espera una historia magnífica. Cuando eres mucho más joven aún, te imaginas ser un vaquero o una bailarina. En medio de la gloria de la juventud, tú y tus amigos son piratas temidos, estrellas pop idolatradas por todos, atletas súper famosos, caballeros galantes o una reina que impera con justicia y gentileza. Más adelante, las fantasías se decoloran, pero los sueños adquieren un mejor enfoque. Tal vez llegarás a ser el primer ser humano en llegar a Marte o el médico que cure el cáncer de mama. La historia consiste en lo que tú quisieras llegar a ser y todavía estás en las primeras páginas de tu gran novela. De cualquier manera, estás seguro de que la historia va a ser magnífica. Sabes que tienes un destino, un propósito en esta vida. Algunos de esos sueños son propios, cierto. Pero algunos de esos sueños, de esas esperanzas de tener un destino, provienen de Dios. A medida que nos hacemos mayores, algunos de esos sueños comienzan a decolorarse, influenciados por el dolor, el cinismo y el fracaso. Las orillas se desbaratan, el tejido se va desgastando y algunas veces la tela se deshace completamente. Algo anónimo redecora el horizonte. Las tareas tediosas de la vida cotidiana se van apilando como ladrillos. En poco tiempo, nos sentimos demasiado cansados de lidiar con nuestra existencia cotidiana como para contemplar visiones grandiosas del destino. Inclusive nuestra relación con Dios, que parecía tan maravillosamente hermosa y revitalizante al principio, se debilita. No dejamos de caminar, pero más vale que no sigamos adelante. ¿Qué toxina es esta, que es capaz de convertir un sueño inocente en una carga agobiante? Es como si todos nos hubiésemos despertado una mañana bajo un maleficio que no nos podemos quitar de encima. Forzamos el paso, poniendo un pie delante del otro, pero dejamos de preguntarnos por qué. Cuando nos venimos a dar cuenta, tenemos los pies de plomo y los pulmones marchitos. Sin embargo, el maleficio no es una metáfora. El maleficio se trata de una mentira que todos nos tragamos, repentinamente algunas veces, lentamente otras, como las ranas que se quedan en la olla mientras el agua se calienta y las hierve. Esa mentira nos destroza el corazón y nos dispersa en distintas direcciones. Algunos encontramos refugio en la disciplina religiosa. Otros hallamos consuelo en el cinismo y la destrucción descontrolada. Otros se espantan completamente. Entonces comenzamos a echar culpas: A nosotros mismos, a quienes nos rodean, a nuestros sistemas religiosos, al gobierno, a la limonada o incluso a Dios. Algunas de estas culpas son válidas, ciertamente. Algunos de los lugares que debieron habernos ofrecido mayor seguridad, conservaron la mentira con más intensidad. Aquí tienen la mentira en dos partes: No vemos a Dios tal como Él es y no nos vemos a nosotros mismos tal como somos. Todos nos creemos esa mentira hasta cierto punto. De pronto, el camino por el que hemos estado viajando se divide. ¿Cuál sendero vamos a elegir? Bueno, el asunto es medio complicado. A lo largo de la historia, la cura nunca nos ha llegado tal como la esperábamos. Ni siquiera me doy cuenta al principio, pero de pronto, los tres metros de camino delante de mí se abren en direcciones distintas. Y me doy cuenta de que no tengo idea de por dónde agarrar. Me quedo mirando al cruce, como si así fuese a esfumarse. Allí es cuando me percato de un poste altísimo con dos flechas en la parte más alta que apuntan hacia ambos lados del cruce. Lo que tienen escrito me confunde aún más que el cruce mismo. Una de las flechas, la que apunta hacia la izquierda, dice: Agradar a Dios. La que apunta hacia la derecha dice: Confiar en Dios. ¿En serio? ¿Se supone que tengo que elegir una de las dos? Me niego a hacerlo. Elegir una significa dejar de elegir la otra. Es como que te pidan elegir entre el corazón y los pulmones. Lo que yo quiero es un atajo. Pero aquí no hay atajos. Miro hacia el letrero que dice Confiar en Dios. Tiene que ser una trampa, algo así como una pregunta capciosa. Suena muy bien, pero me deja como en el limbo, sin nada que hacer. Es demasiado pasivo. ¿Cómo voy a lograr algo significativo y marcar la diferencia? Si Dios y yo vamos a estar en un acuerdo, tendré que hacer algo más que confiar. Si yo soy el del problema, ¡probablemente no voy a descubrir mi destino simplemente confiando en que se puede confiar en Dios! Me dirijo al letrero que dice Agradar a Dios, que apunta hacia el sendero a la izquierda. ¡Este tiene que ser el sendero correcto! Después de todo lo que Él ha hecho por mí, lo menos que puedo hacer es agradarlo. Así que inicio la marcha por el sendero de agradar a Dios, a la sombra de unos árboles altísimos. Me anima el hecho de ver que es un sendero muy transitado, nivelado por los pies de millones de viajeros. De hecho, muchos de ellos están todavía en el sendero. El primer grupo que paso está compuesto por un trío de músicos callejeros con dos guitarras y una mandolina. Nos saludamos cortésmente con la cabeza. Después de un corto trecho, una familia de cinco integrantes acampa apenas a treinta metros del sendero, junto a un riachuelo. Un poco más adelante, una pareja de mediana edad se asolea a un lado del camino. “¡Hola!”, les digo, saludando con la mano. “¿Nos vemos más tarde?”. “¡No!”, dijo el señor, sonriente, pero con firmeza. “Nosotros nos fuimos del Salón de las Buenas Intenciones hace tiempo ya. No creo que se nos ocurra volver”. “Ah, bueno”, les respondo, un tanto confundido. No estoy muy seguro de qué significa eso del “Salón de las Buenas Intenciones,” pero me imagino que no todo el mundo quiere agradar a Dios. Después de un buen rato y de haber pasado una gran cantidad de viajeros a los lados del sendero, veo un edificio gigantesco que se impone en la distancia. Parece un hotel. A medida que me acerco, me doy cuenta de que tiene algo escrito al frente en letras de bronce: Me esfuerzo muchísimo para llegar a ser todo lo que Dios quiere que sea.1 ¡Por fin! Ya tengo algo, una tarea. Yo me esfuerzo para alcanzar el éxito en mi profesión. Me esfuerzo para mantenerme en forma. ¿Por qué me voy a esforzar menos cuando se trata de Dios? Me acerco más y veo una puerta. Sobre la perilla, hay una plaquita decorada atornillada a la pesada puerta de madera. Dice: Esfuerzo propio. ¡Pero claro! Dios cumple con su parte y yo con la mía. ¡Por fin! Ya era hora de que alguien lo pusiera en palabras. Giro la perilla y entro. Me impresiona encontrarme en un gran salón abierto lleno de miles de personas. Le echo una ojeada al grupo, tratando de absorberlo todo. “Así que esta es la gente que de verdad vive para Jesús”. De inmediato, me doy cuenta de que parada junto a mí se encuentra una mujer, tal vez sea una de las anfitrionas. Está impecablemente arreglada, cada cabello perfectamente en su sitio, el maquillaje le acentúa las facciones y despliega una amplia sonrisa. No tiene nada fuera de su sitio. “Bienvenido al Salón de las Buenas Intenciones”. Lo dice perfectamente, como si se hubiese pasado la vida saludando gente. Me produce una inquietud muy leve y casi imperceptible, pero estoy tan emocionado de haber llegado finalmente, que no le doy mucha importancia. “¡No tienes idea de cuánto tiempo he esperado para encontrar este lugar!”. Le devuelvo la sonrisa mientras le sostengo la mano, que me extiende con gran elegancia. Me dirijo a la multitud y les digo, casi involuntariamente: “¡Hola! ¿Cómo está todo el mundo por aquí?”. El salón se queda en silencio. Está repleto de gente bella y sonriente. Algunas personas llevan puestas unas máscaras confeccionadas con gran detalle, lo cual es fantástico porque me encantan las fiestas de disfraces. Este lugar va conmigo. Un señor pasa al frente. Al igual que la anfitriona, despliega una amplia sonrisa. Parece como si se hubiese enderezado con una regla los blanquísimos dientes. “Bienvenido”, me dice para comenzar, mientras me aprieta la mano con firmeza. “Estamos bien, gracias...



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