Magnan | Trufas para el comisario | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 439, 224 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Magnan Trufas para el comisario


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17996-23-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 439, 224 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-17996-23-9
Verlag: Siruela
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POR PRIMERA VEZ EN ESPAÑOL, UNA DE LAS GRANDES SERIES DE LA NOVELA NEGRA EUROPEA. Entre Fred Vargas y Jean Giono, los ya clásicos títulos del comisario Laviolette rebosan inteligencia, oscuridad e ironía. «Pierre Magnan es el maestro del gótico provenzal». Publishers Weekly «La emoción concentrada en las novelas de Pierre Magnan trae a la memoria las obras maestras de Simenon». The Times En la pequeña localidad de Banon, en la Alta Provenza, los campesinos viven de la cría de cabras y, sobre todo, del lucrativo comercio de la trufa. ¿Quién le iba a decir al comisario Laviolette -dispuesto a degustar en forma de tortilla poco cuajada el delicioso hongo de la región- que se encontraría con un buen montón de cadáveres y que una cerda llamada Roseline sería su mejor aliada? ¿O que se toparía con una sepultura de los protestantes expulsados por la iglesia cuatrocientos años atrás, y que, tras una serie de estrepitosos fracasos, la solución al caso surgiría ante él por azar, en una comunidad plagada de odios larvados y viejas supersticiones? Publicada originalmente en 1978, la inteligente y atmosférica obra de Pierre Magnan -sin duda uno de los grandes nombres de la novela negra europea-, a mitad de camino entre Fred Vargas y Jean Giono, es un auténtico festín de ironía, sutileza y oscuridad.

Pierre Magnan (Manosque, 1922-Voiron, 2012), íntimamente ligado a la región de Provenza, fue un prolífico escritor famoso sobre todo por sus novelas policiacas, varias de las cuales han sido adaptadas al cine y a la televisión.
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2


El portón presidía el patio cuadrado; a un lado, las gallinas, y, en medio, las jaulas de los conejos. Un olor a hierba cortada flotaba bajo el techo abovedado del aprisco donde soplaba el calor del rebaño. La sala estaba en el primero, bajo el alero de la terraza, sostenida por un pilar cuadrado.

Con la cesta colgando del brazo, Alyre raspó las suelas de sus zapatos en el poyete y subió a paso ligero por la escalera exterior. Tiró del marco de la mosquitera y abrió la puerta acristalada.

Francine sacaba el gratén del horno. La mesa estaba puesta en torno al vino tinto, en parte Alicante y en parte , esa cepa prohibida. Pero se trataba de viñas muy antiguas y Francine era teniente de alcalde. Se hacía la vista gorda ante aquellas vides que habría habido que arrancar mucho tiempo atrás.

Cuchillo y tenedor en mano, con los dientes y la punta en alto, como es debido, el pastor, ya sentado, hacía entender con toda su achaparrada persona: «Bueno, ¿qué? ¿Es para hoy?». Los tres perros, bajo la mesa, se disponían a atrapar a bocados los restos del festín.

—¡Mira este, que no me echaría una mano ni muerto! —Francine señalaba al pastor con mano resuelta.

—Me ha dicho usted que era demasiado torpe.

—¡Ah! ¡Eso es verdad!

El pastor era Pascal, hijo único de una familia acomodada que había dejado a los suyos porque su madre engañaba a su padre. Se había marchado sin decir palabra, en secreto. Tenía diecinueve años. Su madre venía a por él hasta los pastizales casi todos los sábados.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¡Tenías comida y cubierto! ¡Tu padre y yo nos desvivíamos por ti! —hablaba a una espalda vuelta.

Pascal no respondía nunca y seguía con su tarea. Le decía «Hola, ma» cuando llegaba y «Adiós, ma» cuando se iba.

—Hay gente —comentaba Alyre— que se arrastra de rodillas para que les digan cuatro verdades. ¡Pero ya verás! ¡Un buen día se la escupirá a la cara, la verdad! Y entonces habrá que recogerla del prado donde se la haya soltado. ¡Tiesa se va a quedar! ¡Va a caerse de bruces en los excrementos de cabra!

Francine siempre se daba la vuelta cuando Alyre pronunciaba la palabra «verdad». ¿Qué iba a saber él de la verdad, cuando ella llevaba doce años mintiéndole sin que dijese ni mu?

Echó una ojeada a la cesta posada en el suelo.

—¡Esto es todo lo que traes! No os habéis deslomado, vosotros dos, ¿no?

De hecho, aquello valía más de mil francos. Y seguiría así del 15 de noviembre al 15 de febrero, salvo por las interrupciones debidas a las inclemencias del tiempo. No había motivo de queja. Pero la táctica de Francine consistía en seguir mostrándose tan gruñona como siempre.

Alyre continuaba contemplándola con el mismo deleite.

«Mírala, con sus alhajas», se decía, «¡está despampanante! ¡Hay que ver lo que le gustan las alhajas a esta mujer! ¡Y el reloj de muñeca cubierto de piedras! ¡Y el collar de perlas falsas y la sortija con el abalorio! ¡Y cómo brilla todo! ¡Y reluce! Más que si fuera bueno. ¡Es inimaginable lo que llegan a hacer hoy en día!».

Y era verdad que, a la luz de la araña, las alhajas de Francine, su única debilidad, centelleaban suavemente creando un ambiente festivo. Se engalanaba con ellas cada día en cuanto terminaba las tareas de la casa. «Cómo le gustan a la Francine las alhajas», decía la gente.

A primera vista, Francine, flaca y derecha, siempre vestida de oscuro de modo que nada destacase en realidad, a los cuarenta y un años, parecía hueca de amor y apenas buena para un solo hombre. Pero quien la tocaba, por azar o por intención, experimentaba una gran sorpresa. Era densa y flexible y se notaba que su vientre plano, como el de un atleta, era capaz de los más bellos movimientos.

Fue la política lo que la hizo florecer. Hasta los treinta años había pertenecido a esa generación de mujeres que, con resignación, toman el amor como viene. Sin embargo, cuando fue elegida miembro del Concejo municipal y más adelante teniente de alcalde, descubrió el mundo en esos momentos de distensión que siguen a las diversas reuniones. Un día, por jugar, un miembro del Concejo de otro municipio había tirado de ella como para hacerla bailar. Salió de aquella samba sin aliento.

—¡Dios mío, Francine! —le había dicho—. Perdóneme, pero es usted demasiado ardiente para mí.

A partir de aquel día, empezó a bailar en las recepciones que coronan las reuniones de sindicatos y congresos. Se metió en el resto también, era inevitable, pero no sin suspiros y reticencias. Detestaba las complicaciones y las mentiras. Entonces había empezado a presentar a sus amantes a Alyre.

«¡Alyre! Me voy mañana a Les Angles con el señor Mancœur. Nos han encomendado recibir la segunda entrega de las obras de abastecimiento de agua... Tienes todo listo en la nevera».

«Alyre, te presento al doctor Malgriaux, de la Sanidad Pública... Me han encargado que le lleve a visitar los campamentos de verano del cantón», etc.

Si algún día la oposición llegaba a ganar las municipales, Francine no tendría más remedio que suicidarse o decir la verdad.

«¡La verdad!», pensó Alyre mientras probaba la sopa de cebolla. «¡Como si yo no supiera la verdad!».

A él, mientras tuviera a Roseline, las trufas y las abejas, el resto...

—¡No está bien ligada! —exclamó Francine.

No hubo eco alguno. Alyre tenía hambre y, fuera como fuese...

En cuanto al pastor... El pastor, con la cuchara suspendida a medio camino entre el plato y su boca ya abierta, seguía algo en la pared con los ojos. Algo que solo él conocía, una presencia inmaterial que acababa de surgir de la caja del reloj, entre dos segundos desgranados, que ahora huía hacia la batería de cocina, que rodeaba la esquina de la repisa de la chimenea, que iba dejando un poco de su polvo sobre cada uno de los frascos de especias: «azúcar, sal, pimienta, canela», que empañaba el tubo del quinqué de las noches de tormenta para ir a perderse al fin, junto con la mirada del pastor, allá, por el desagüe del fregadero de acero cromado.

—¡Míralo! —exclamó Francine, que lo observaba—. ¿Y ahora qué habrá visto? ¡Parece un gato que acecha a un aparecido!

Eso era. El pastor de diecinueve años, bajo los pelos que le lloran sobre el cuello, con sus ojos desmesurados de Cristo románico, pero negros, profundos, seguía a un fantasma desde la caja del reloj hasta el desagüe del fregadero. Tenía ese poder, privilegio de los gatos.

—¡Le hace a una hervir la sangre! —añadió Francine.

Siempre temía que, por cualquier medio, sus secretos salieran a la superficie. Y la intermediación de un fantasma le parecía adecuada para...

El pastor tardó en traer su mirada de vuelta a la tierra. Tardó en reconocer a Francine, a quien amaba en vano y con total humildad.

—Ha desaparecido otro —dijo con voz amortiguada.

—¿Otro qué? —gritó Francine.

Creía que había perdido una oveja sin atreverse a confesarlo.

—No lo sé... Son los gendarmes. Estaba vigilando en la Charitonne...

—¿En el camino de Montsalier?

—El del bosque del Deffens, sí.

—¿Y entonces?

—Y entonces bajaron de su Renault Estafette para preguntarme si no lo había visto.

—Pero ¿a quién?

—A uno que ha desaparecido.

—¿Cómo se llamaba?

—Jérémie...

—¡Pues vaya, con ese dato ya lo sabemos todo!

—Eso es lo que les dije a los gendarmes. Insistían. «¿Cómo era el tal Jérémie?». Entonces me lo describieron: «Una túnica marrón con rayas blancas, fabricada en Yakarta», dijeron, «para una colonia de budistas. Zuecos daneses, de los que hacen mucho ruido. Pelo teñido con alheña que flota hasta la cintura y, oculto bajo la barba, un escapulario de gálbulas de ciprés, con un libro en O1 colgado del extremo». Esa fue la descripción de los gendarmes. «¡Ah! ¡Se nos olvidaba! Una bandurria colgada en bandolera». ¿Qué quieren? He visto como sesenta desde el comienzo de la temporada subiendo hacia Montsalier. ¡Y son todos como dicen!

—¡Todos! —exclamó Francine—. Hace tres días aún pasó uno que quería que le diese un huevo. Giraud des Parmelles me ha explicado un poco cómo viven. Han tapado con lonas los agujeros de la techumbre de la iglesia vieja. Hacen la comida en torno a la pila de agua bendita llena de agua. ¡Han quemado todos los bancos que quedaban!

El pastor continuó:

—«Como también lleva el pelo largo», me dijeron los gendarmes, «pensamos que podía ser uno de sus amigos. Venía de Noyers-sur-Jabron. ¿No le suena Noyers-sur-Jabron?». Y me miraban como miran los gendarmes cuando tienen sospechas.

Calló. En el saúco, bajo la terraza, el viento susurraba. Arrancaba manojos de olores del aprisco mal cerrado. El carnero, al desplazarse, agitaba su cencerro. El pastor lo escuchaba. Volvía a extirpar un fantasma de la caja del reloj, lo seguía todo a lo largo de la chimenea, ¡hop! Lo acompañaba hasta el desagüe del fregadero moderno, donde se sumía dando largos giros.

—Ya es el cuarto desde septiembre —dijo el pastor—. El cuarto por el que los gendarmes me preguntan a bocajarro...

—¡Precisamente! —replicó Alyre—. Entre paréntesis,...



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