E-Book, Spanisch, 168 Seiten
Manfredi La herencia de Roma
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-350-4886-6
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 168 Seiten
ISBN: 978-84-350-4886-6
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Valerio Manfredi (Piumazzo di Caselfranco Emilia, Módena, 1943) es escritor, historiador, arquéologo y periodista, desde 1978 ha impartido clases en diferentes universidades europeas y participado en excavaciones arqueológicas. Pero, sobre todo, ha dedicado su vida a la Historia y a sus libros. Tiene en su haber, amén de artículos y estudios sobre Historia, muchas novelas, por las que es mayormente reconocido. Entre ellas destacan, Talos de Esparta, La Trilogía Alexandros, La última legión, El ejército perdido o Loas idus de marzo. En total más de 15 millones de ejemplares vendidos. El ensayo La herencia de Roma, lo ha escrito junto a su hijo Fabio Emilio Manfredi, que, como su padre, es historiador, aunque especializado en la época contemporánea.
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Capítulo 1
La estirpe de Marte
Roma nos enseñó que la peor derrota
es no aprender de los errores
La que se consumó el 2 de agosto de 216 a. C. en Cannas (Apulia), fue un enfrentamiento entre dos superpotencias. Por una parte, Roma, cuya fama militar no tenía igual, y por la otra, Cartago, cuyo destino estaba en las manos de Aníbal, uno de los estrategas más grandes de todos los tiempos. Un comandante moderno, al que definir como bárbaro, en la acepción que los romanos daban al término, es una provocación. Si acaso podía serlo como entendían los griegos a aquellos que no eran griegos, aunque conocieran su lengua. Y Aníbal hablaba y leía griego. Probablemente, también pensaba en griego: había estudiado las tácticas militares macedonias y las había aplicado en la construcción de un ejército ágil y flexible.
Llevar la guerra al territorio enemigo había sido una idea genial de Aníbal después de las derrotas cartaginesas de la primera guerra púnica. Así, en el 218 a. C., había cruzado los Alpes con un poderoso ejército de cien mil hombres y unos cuarenta elefantes de guerra. Desde aquel momento, de victoria en victoria, la armada cartaginesa había comenzado a acercarse al corazón de la República. En un cierto momento, Aníbal había tenido la posibilidad de apuntar directamente hacia Roma, pero sabía que asediarla habría sido un azar y un riesgo demasiado grande, sin haber ganado primero el apoyo de las tribus itálicas. Por eso se había dirigido a Apulia, con la intención de establecer una alianza con las poblaciones locales.
Por toda respuesta, Roma movilizó ocho legiones y constituyó una armada de casi noventa mil hombres, entre infantes y caballería, a las órdenes de los cónsules Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón.
A continuación, los historiadores antiguos identificaron en este doble mando el origen de la catástrofe. Emilio Paulo, de clase noble, fue descrito como un hombre cauto, reacio a afrontar a los cartagineses en una batalla campal. Por el contrario, el plebeyo Varrón fue pintado como un decisionista arrogante, y a él se atribuyó la voluntad de enfrentarse a Aníbal, despreciando cualquier prudencia. Dejando de lado las simpatías aristocráticas ocultas detrás de esta versión de los hechos, es indudable que la fuerza de las tropas se resintió por el desacuerdo entre los cónsules, y quizás aún más por su alternancia cotidiana al mando. Un vulnus que no debió escapar al astuto Aníbal.
Y así sucedió que aquel día los romanos conocieron la peor derrota de su historia. Con una maniobra en pinza que aún hoy es estudiada en las academias militares, Aníbal cercó y destruyó todo el contingente adversario; según el historiador Tito Livio, los legionarios caídos fueron casi cincuenta mil. Es opinión común que los romanos constituían una formidable maquinaria de guerra: el ejército más poderoso del mundo antiguo, el más disciplinado y el más tecnológicamente avanzado. Y, además, los romanos estaban convencidos de ello; tanto que, cuando al día siguiente de la batalla las voces de la derrota comenzaron a llegar a Roma, la ciudad se hundió en el miedo y la incredulidad. «Nunca con la ciudad a salvo hubo tanto terror y tumulto dentro de los muros de Roma», escribe Tito Livio. Para evitar que, como una enfermedad contagiosa, se extendiera el pánico, se instituyó el toque de queda y se hicieron incluso sacrificios humanos, práctica ajena a los usos romanos, más para aplacar los ánimos de la población que a los dioses.
No era la primera gran derrota que Roma sufría a lo largo de su historia, y sufrirá otras incluso en momentos de mayor esplendor, en muchos casos destinadas a repercutir gravemente sobre su destino. Como tiempo después con la derrota de Teutoburgo (9 d. C.), en el apogeo de la edad dorada augustea, que significó la renuncia definitiva al proyecto de conquista de Germania: una modificación de la estrategia geopolítica romana que se habría revelado fatal cuatro siglos después.
Aun así, hasta que la decadencia socavó su fibra moral, Roma fue casi siempre capaz de trastocar en su propio beneficio la experiencia de la derrota, incluso más, pues eran capaces de analizar los errores y de reconstruir a partir de ellos nuevas estrategias. Ninguna otra ciudad-estado de la antigüedad habría podido levantarse después de una derrota como aquella de Cannas. Roma perdió un quinto de sus ciudadanos en edad de reclutamiento y el apoyo de la mayoría de las poblaciones de la Italia meridional, que se apresuraron a pasarse del lado de los cartagineses. Pero Roma supo reaccionar. El historiador Silio Itálico reproduce las palabras de ánimo que el cónsul y dictador Fabio Máximo dirigió a los ciudadanos: «Abandonarse a la adversidad no es digno de hombres que adscriben a Marte su propio origen». Bajo su guía, Roma rechazó cualquier propuesta de paz y movilizó nuevos soldados de todas las zonas de sus dominios, llegando incluso a enrolar esclavos. Y, sobre todo, comprendió que, para no arriesgarse a perder todo de una sola vez como en Cannas, habría sido más seguro dividir las fuerzas y ponerlas bajo diversos mandos, coordinados, pero con amplia autonomía de maniobra. La táctica de Fabio Máximo, basada en el lento y continuo desgaste del adversario, le valió el sobrenombre de «Procrastinador» (Cunctator), un puesto en la historia y el triunfo final. Pronto el ejército cartaginés perdió ímpetu y fuerza y, en el 202 a. C., los romanos lo desbarataron definitivamente en Zama. Allí ganaron una guerra que durante mucho tiempo había parecido perdida.
* * *
Lección aprendida, pero muy pronto olvidada. Un siglo después, en otra invasión, las divisiones internas en el mando provocaron otra sangrienta derrota, ésta potencialmente letal para la República.
Aquella vez, los que amenazaron la existencia misma de Roma fueron dos tribus germánicas, los cimbrios y los teutones, que desde las Galias se disponían a invadir la península. El 6 de octubre del 105 a. C., en Arausio (la actual Orange), junto a las riberas del Ródano, los romanos intentaron frenar su avance basándose en una notable superioridad tecnológica y estratégica. Al menos, sobre el papel. Por desgracia, el defecto, como en Cannas, estaba en la raíz. En realidad, los que comandaban las legiones eran dos: el cónsul Cneo Malio Máximo y el procónsul para la Galia cisalpina Quinto Servilio Cepión. El primero, un homo novus; el segundo, un aristócrata. En teoría, el mando supremo habría correspondido a Malio Máximo, pero Cepión lo trataba con desprecio por sus orígenes plebeyos y se negaba a obedecerlo. El resultado fue ruinoso: las legiones, divididas y descoordinadas, fueron barridas. Según las estimaciones históricas, los caídos entre los romanos oscilan entre los ochenta mil y los ciento veinte mil, dos cifras igualmente impresionantes.
Con el enemigo ya a las puertas y la eventualidad cada vez más concreta de un derrumbe definitivo de la República, Roma reaccionó de nuevo con inteligencia. Confió el consulado y la dirección de la guerra a Cayo Mario, otro homo novus que en los años precedentes había dado pruebas de excepcionales dotes estratégicas. Mario, que en el momento de los hechos estaba entre las personalidades políticas y militares más prominentes de la República, aprovechó la ocasión para imponer una radical reforma del ejército; en particular, estableció que todos los ciudadanos, independientemente de su clase, pudieran ser alistados e introdujo numerosas innovaciones en las técnicas de combate. Gracias al flujo de fuerzas frescas en las legiones y a una decidida mejora de la capacidad bélica, en el 102 a. C. Mario se enfrentó en Aquae Sextiae (la actual Aix-en-Provence) con los teutones, y éstos fueron literalmente aniquilados. Idéntica suerte tocó a los cimbrios al año siguiente, erradicados en la que pasó a la historia como la batalla de los Campi Raudii.
Diez años después del exterminio de cimbrios y teutones, Roma se encontró enfrentando una nueva y grave crisis debida esencialmente a la torpeza de su élite. Y esta vez todo se jugó en el interior de la península itálica. La mecha que prendió fue el eterno problema de la extensión de los derechos de ciudadanía a las poblaciones itálicas, históricas aliadas de los romanos y ansiosas por ser acogidas de pleno derecho en la vida política de la República. Pero en la urbe la resistencia era muy fuerte, sobre todo por parte de la aristocracia ecuestre y senatorial, a quienes aquello les parecía una peligrosa alteración de los equilibrios de poder. Tal era la animosidad en torno a la cuestión que, cuando, en el 91 a. C., el tribuno de la plebe Marco Livio Druso propuso una ley para conferir la ciudadanía a los itálicos, sus adversarios lo hicieron asesinar. El homicidio de Druso fue la gota que hizo desbordar el vaso: la mayor parte de los viejos aliados, con marsios y sannitas a la cabeza, se rebeló y declaró la guerra a Roma.
El conflicto fue breve, pero sangriento. Aunque los insurgentes disponían de una notable fuerza de choque, durante dos años la superioridad militar romana consiguió doblegarlos. La guerra social terminó, pues, con la victoria romana sobre el terreno; sin embargo, por más que pueda parecer paradójico, el resultado fue favorable a los derrotados, que obtuvieron exactamente aquello por lo que habían tomado las armas. En efecto, Roma concedió la ciudadanía antes a los que no se habían sublevado o que habían aceptado rendirse, pero no excluyeron más tarde a todas las poblaciones itálicas al sur del Po.
La ampliación de la ciudadanía tuvo consecuencias...




