Manfredi | Vida e historia | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 192 Seiten

Manfredi Vida e historia

Instrucciones de uso
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-350-5017-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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ISBN: 978-84-350-5017-3
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'Vida e Historia' es, en pocas palabras, una narración apasionada de las páginas de la historia que más han fascinado a Valerio Massimo Manfredi: Ulises, el hombre de ingenio y mente deslumbrante; Alejandro Magno, cuyo sueño de un imperio mundial no se hizo realidad, pero que nos dejó un magnífico legado de civilización, tecnología y arte; la batalla de Teutoburgo, la gran derrota de Roma, muestra del horror de la guerra y la violencia, y también algunas de las páginas más sobresalientes de la contemporaneidad, como las guerras mundiales del siglo xx, en las que la Historia, como una verdadera magistra vitae, se repite y se revisita a sí misma. Si hay alguien que ha vivido muchas vidas en el espacio de una sola, sin miedo a viajar y a husmear en todos los pliegues del mundo, ése es Manfredi. Y estas páginas, editadas por su hijo Fabio Emiliano, son un breve resumen de su legado, en las que conviven historiografía, filosofía y ética cívica; relatos, intervenciones públicas o entrevistas en las que podemos descubrir al Manfredi más auténtico, aquel que inició su vida tal como la conocemos tras quedar subyugado por el viaje de los Diez Mil que Jenofonte narró en su Anábasis. Es este volumen, así, una de esas lecciones que, como estudiantes, podríamos desear escuchar, leer, paladear del mejor profesor, ese que sabe encantar con las palabras y nos hace amar la cultura y la historia. Y todo, siempre, manteniendo siempre la fe en la enseñanza de su padre: «Nunca digas que estoy cansado».

Valerio Manfredi (Piumazzo di Caselfranco Emilia, Módena, 1943) es escritor, historiador, arquéologo y periodista. Desde 1978 ha impartido clases en diferentes universidades europeas y participado en excavaciones arqueológicas. Pero, sobre todo, ha dedicado su vida a la Historia y a sus libros. Tiene en su haber, amén de artículos y estudios, muchas novelas, por las que es mayormente reconocido. Entre ellas destacan, Talos de Esparta, La Trilogía Alexandros, La última legión, El ejército perdido o Loas idus de marzo. En total, más de 15 millones de ejemplares vendidos. Este ensayo La herencia de Roma lo ha escrito junto con su hijo Fabio Emilio Manfredi, que, como su padre, es historiador, aunque especializado en la época contemporánea. En 2023 publica en Edhasa su otro ensayo Seis lecciones de Historia, con ilustraciones de Diana Manfredi
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Historia: instrucciones de uso

Mi vida ha transcurrido estudiando el pasado. Cuando me preguntan si de todo eso he aprendido el «secreto» para vivir bien el presente, siempre respondo: el secreto es no detenerse nunca, tener siempre algo nuevo que hacer. Imaginar, inventarse, y simplemente correr, moverse, no permitir que nuestra melancolía nos bloquee. La vida es una aventura tan extraordinaria que no hay motivo para perder ni siquiera un segundo.

Mi abuelo era un gran narrador. Un narrador popular y no profesional, aunque tenerlo con nosotros no era fácil, porque en este sentido era una especie de «estrella». Durante el invierno iba a los establos, todas las tardes, o casi, a contar historias. Era muy solicitado por las otras familias.

Cuando caía una gran nevada y no podía ir a trabajar, venía a nuestra casa. Entonces era todo para mí y para mi hermano. Lo escuchábamos durante horas y horas, mientras tenía ganas de contar.

Creo que fue precisamente de él, de mi abuelo, de quien heredé este deseo, y quizá también este talento para contar historias.

Nací en una familia de agricultores. Mi padre tenía dos granjas, que trabajaba con entrega y sacrificio. Fui educado con pocos y sencillos principios. Mi padre me decía siempre: «No quiero oír la frase “estoy cansado”». «No quiero oír decir “no soy capaz”». «No quiero que me digas “me han golpeado”; es más, si vuelves a casa y te han golpeado, yo te doy más». Me vendaba las manos y me hacía dar puñetazos a un saco de trigo, luego se marchaba y decía: «Cuando vuelva, debes estar aún ahí dando golpes». En resumen, crecí con pocas «historias». Fui a un internado a la edad de diez años, sometido a una disciplina verdaderamente durísima y allí permanecí durante otros seis.

Cuando me preparaba para el bachillerato y el profesor me preguntó: «¿Qué quieres hacer después?», yo respondí: «Letras clásicas». Él me dijo: «¿Por qué no vas a vender plátanos?». Cuatro años después, le regalé mi primera antología de historiadores griegos, publicada por Zanichelli.

Aún recuerdo una pregunta suya: era crociano, y me interrogó sobre un fragmento de Arquíloco, que fue un poeta arcaico, un mercenario, un personaje extraordinario. El tema era el fragmento de un verso que, traducido, suena así: «Oh, si pudiera tocar la mano de Neóbula». Han corrido ríos de tinta sobre esta frase: el rudo mercenario, el guerrero exterminador que tiene un pensamiento tan ligero, romántico, hermoso por una mujer. Él me llamó y dijo: «Venga, Manfredi, ¿se ha preparado? Lea el pasaje de Arquíloco». Leí el verso, y él: «Bien, coméntemelo». Y yo pregunté: «¿Puedo decir lo que pienso?». «Sí, por supuesto», repuso él. «Este es un fragmento –dije–, pero ¿qué sabemos acerca de qué otras cosas quería tocarle?». Explotó como una bomba. «Es usted un insolente, vuelva a su sitio», aulló, y me puso un cuatro. Luego, si no recuerdo mal, ocho años después, fue encontrado un papiro de Oxirrinco del que se desprende que Arquíloco, a Neóbula, quería tocarle verdaderamente todo. Por tanto, no estaba tan equivocado.

Para mí, la universidad fue una de las más hermosas aventuras. Después del examen de literatura griega, un amigo y yo nos fuimos a Grecia en autostop: queríamos ver todo lo que habíamos estudiado. Hicimos cuarenta días en autostop, los últimos cinco viviendo a base de pan y uvas pasas, una comida muy calórica que nos había regalado un señor de Corinto, que las producía. Al final fuimos a Ítaca para buscar el palacio de Ulises, que no estaba allí. Justo hace quince días estuve de nuevo allí, para ver la excavación realizada por un colega en un palacio micénico en el norte de la isla, a igual distancia entre los dos puertos. Mi amigo miraba la escalera tallada en la roca que subía al plano superior y me dijo: «¿No te parece ver a Penélope bajando por esa escalera?».

La ciencia y la imaginación son dos cosas que no siempre se llevan bien. Pero estoy convencido de que también la ciencia necesita imaginación.

Mi primera experiencia docente fue extraordinaria. Escuela secundaria. Recuerdo que entré a la clase y dije: «¿Qué debéis hacer hoy?». «Épica». «Muy bien, leamos la Ilíada». «¡Qué rollo!». «¿Cómo que “qué rollo”? Ésta es una de las mayores obras maestras de toda la literatura universal, ahora veremos». Cogí el libro X de la Ilíada, lo escenifiqué y luego organicé una representación teatral. Durante las horas de educación artística, los muchachos diseñaban los trajes, en los talleres realizaban las armas, y los de tercero hacían la instalación eléctrica; el profesor de Música escribió la banda sonora, el de gimnasia los preparó para las escenas acrobáticas. Salimos a escena con un duelo a espada y escudo, después de haberlos hecho entrenar antes con las propias manos, luego con armas de madera, y al final con armas de metal. Cuando empezó la banda sonora, y los tambores batían con ese ritmo obsesivo, tuve que interrumpir los ensayos porque, si no, los muchachos se habrían matado en serio.

En resumen, al final, se habían metido tanto en los personajes que interpretaban, los héroes de Homero, que, cuando terminó la gira –hicimos varias representaciones–, los muchachos estaban afligidos: me preguntaban si estaría también al año siguiente.

En la vida se necesita también suerte. Yo la tuve. Un día estaba en una excavación con un colega de la Universidad de Roma, en Lavinio, donde se había hecho un descubrimiento absolutamente increíble. Pensad que era el final de la temporada, se les había acabado el dinero y estaban a punto de cerrarlo todo. Mi colega le dijo a su asistente: «Hazme un agujero allí, que todavía no lo he intentado». Aquél hizo el agujero y estalló la ira de Dios. Más de cien estatuas, pensad, más de cien estatuas de terracota policromada a una profundidad de dos palmos del nivel del suelo.

Fue un momento extraordinario, pero que planteaba toda una serie de interrogantes y de hipótesis. Habíamos examinado una que era tan fascinante, que pensé que era material para una novela. Fue entonces cuando tuve la idea. Pedí una cita con un amigo que trabajaba en Mondadori y fui a ver al editor de literatura italiana, Alcide Paolini. Cuando llegué a su despacho, él me miró por encima de las gafas que tenía sobre la punta de la nariz y, con voz gélida, me preguntó: «¿Qué puedo hacer por usted?». Respondí: «Doctor Paolini, he venido aquí porque querría presentarle un proyecto editorial». Y él me dijo: «Pero ¿sabe que si todos vinieran aquí a exponernos sus proyectos editoriales ya no haríamos nada?». «Tiene razón, perdone, no molesto más», me disculpé, haciendo ademán de tomar la salida. Pero luego continué: «Pero, si me diera cinco minutos, me bastarían para demostrarle que, si no me los hubiera concedido, no se lo habría perdonado nunca». «Escucho».

Entonces le conté la historia como si fuera una película, con golpes de escena uno tras otro.

Cuando vi que lo había atrapado, dije: «Pero no quiero importunarlo más». «No, tenemos todo el tiempo que queramos, ¿por qué no se sienta y continúa? ¿Puedo ofrecerle un café?». Comprendí que había vencido.

Desde aquel momento desarrollé las dos profesiones: la de investigación, de excavación arqueológica, y la de la escritura.

Entre 1978 y 1985 realizamos un reconocimiento del itinerario de una antigua expedición militar. Recorrimos más de veinte mil kilómetros de pistas de tierra entre senderos intransitables de montaña. Fui arrestado tres veces en zonas fronterizas, e interrogado con dureza: y luego, cuando descubrían que se trataba de una cuestión militar de veinticinco siglos atrás, me soltaban.

Y así he seguido alimentando mi vida, tanto de un lado como del otro. Y en ambos campos he vivido experiencias extraordinarias.

Un día me llamó un productor de Cinecittà. Habían producido una película maravillosa, El nombre de la rosa, basada en una novela de Umberto Eco. Me dijo: «Quiero hacer una película sobre Alejandro Magno y me han dicho que eres competente. Necesito a alguien que tenga una cultura académica, pero también una predisposición de tipo creativo». Luego continuó: «Tú serás el asesor de mi director, Oliver Stone». Oliver Stone, hace dieciocho años, me mandaba faxes: y yo, a cada fax con preguntas, respondía con un dosier de citas literarias, imágenes, fotografías, esculturas, todo lo que había disponible.

Al final, el proyecto no salió. Estaba demasiado adelantado a su tiempo, la tecnología de efectos especiales digitales estaba entonces en sus inicios; la película habría costado un pastón.

Varios años después escribí mi trilogía sobre Alejandro, que, pensad, hasta hoy ha sido traducida a treinta y nueve lenguas, incluido el árabe, y se ha publicado en setenta y cuatro países.

Luego ocurrió que conocí a Dino de Laurentiis. Me llamó un día que estaba en el aeropuerto de Barcelona, y me dijo: «Aparte de la historia de Alejandro, ¿tienes alguna otra idea?». Dije: «Sí, tengo la idea de mi nueva novela». «¿De qué se trata?». «Es la historia de un grupo de legionarios romanos de mala muerte que son contratados por un misterioso personaje para una misión imposible: liberar de Capri al último emperador, un chico de doce años». «Fantástico, lo hacemos de inmediato».

Se necesitaron cinco años y veintinueve versiones del guion. Una empresa verdaderamente extenuante. Pero al final salió una película que ganó dos...



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