E-Book, Spanisch, 576 Seiten
Mann Sobre mí mismo
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-350-4626-8
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 576 Seiten
ISBN: 978-84-350-4626-8
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Thomas Mann, es un clásico indiscutible de la literatura alemana. Hizo del ser humano, condicionado por su contexto político y social, y del conflicto que puede surgir entre la vida y el arte o la inteligencia, el centro de buena parte de su extensa obra narrativa, en la que destacan, entre otros títulos, Los Buddenbrook (1901), Tonio Kröger (1903), La muerte en Venecia (1912), La montaña mágica (1924), considerado a menudo su obra más importante, Mario y el mago (1930), Carlota en Weimar (1939), Las cabezas trocadas (1940), Doktor Faustus (1947), El Elegido (1951), La engañada (1953), Confesiones del estafador Felix Krull (1954), o Cuentos completos . En 1929 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.
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Mi época
Voy a hablarles de mi época, no de mi vida. Siento muy escasa inclinación, o incluso ninguna, por darles una conferencia autobiográfica. Sin duda a veces me ha acometido el deseo, después de tantos libros que he hecho con mi vida, de hacer de ella un libro y contar mi biografía, pero sólo he atendido ese deseo de manera muy ocasional y fragmentaria, únicamente en un marco muy limitado, sólo para contar a los amigos, y puede que a mí mismo, la gestación de esta o aquella obra. Quizá no ame mi vida lo bastante como para servir de autobiógrafo. Hace poco leía que en Alemania, donde hay mucho «name calling», un gremio clerical había negado a mi obra toda condición cristiana. Eso ya es algo grande, despierta toda clase de recuerdos. Pero en mi propio caso tengo especiales dudas... que se refieren menos al contenido de mis escritos que al impulso al que deben su existencia. Si es cristiano sentir la vida, la propia vida, como una culpa, una deuda, un deber, como objeto de inquietud religiosa, algo necesitado urgentemente de reparación, salvación y justificación, entonces los teólogos no tienen tanta razón en su postura de que yo soy el arquetipo del escritor a-cristiano. Porque pocas veces el desarrollo de una vida –por juguetón, escéptico, artístico y humorístico que parezca– habrá surgido tanto, desde el comienzo hasta su próximo final, de esa temerosa necesidad de reparación, purificación y justificación, como mi personal y tan poco modélico intento de ejercer el arte.
Probablemente la Teología no considere en absoluto el esfuerzo artístico como un medio de justificación o redención, y es probable que incluso tenga razón al no hacerlo. De lo contrario, uno volvería los ojos hacia la obra hecha con más complacencia, con más tranquilidad y benevolencia. En realidad, el proceso de pago de deudas, ese impulso –que a mí me parece religioso– de reparar la vida con la obra, se prolonga en la obra misma, porque en ella no hay descanso ni satisfacción, sino que cada nueva empresa es el intento de responder por la anterior y por todas las anteriores, de pulirlas y reparar sus insuficiencias. Y así será hasta el final, cuando se dirá, empleando las palabras de Próspero: «And my ending is despair», «la desesperación es el fin de mi vida». Entonces, como para el mago de Shakespeare, sólo quedará un consuelo: el de la Gracia, el más soberano de los poderes, cuya proximidad ya se sintió en la vida con asombro a veces, el único al que corresponde considerar compensadas las deudas...
Les ruego que no olviden que sólo digo todo esto para explicar mi aversión hacia la autobiografía, es decir, en contra de la idea de hacer directamente que mi vida sea objeto de mi escritura y de mi palabra. Sin embargo, cuando hablo de «mi época» no puedo evitar tener en mente dos cosas distintas: la época y el período de la Historia que formó el marco de mi vida como individuo y cuyo testigo es el tiempo que me fue dado, el reloj de arena que me pusieron, y en cuya parte alta queda tan poca arena –que escurre en fino chorro por el embudo– que habría que asustarse si el tiempo no fuera algo tan singularmente exquisito y pleno que muy poco de él siempre es mucho. No será posible mantener del todo apartado de la contemplación de mi época el «yo» autobiográfico, porque una mirada sobre ella será, lo quiera o no, una mirada sobre mi vida.
A los setenta y cinco años, Goethe le dijo a Eckermann: «Tengo la gran ventaja de haber nacido en una época en la que los mayores acontecimientos mundiales estuvieron a la orden del día, y se extendieron a todo lo largo de mi larga vida, de manera que fui testigo vivo de la Guerra de los Siete Años, enseguida de la separación de América de Inglaterra, de la Revolución Francesa y por fin de todo el período napoleónico, hasta la decadencia del héroe y los posteriores acontecimientos». Un anciano se jacta de la experiencia histórica que le ha sido dada, y que le ha ayudado a obtener «ideas y resultados muy distintos» de los que habría sido posible alcanzar de haber nacido «ahora», es decir en 1824. Bueno, tampoco a esa generación le ha faltado experiencia de acontecimientos y cambios importantes en el mundo, ni a cada una de las siguientes, y fue en 1830 cuando empezó la nueva era, que Goethe vio surgir con profunda desconfianza y a la que llamó, con una preocupada y muy ambigua palabra, la era de las «facilidades»: la era de la técnica, del progreso y de las masas, esa era que ha alcanzado su vertiginosa y absolutamente azarosa cumbre en nuestros atemorizados días, a lo largo de ciento veinte años. Sigue siendo arriesgado ufanarse de la especial fecundidad histórica del espacio de la propia vida, porque las cosas siempre pueden cobrar más color, siempre cobran más color. Si es el colmo haber venido al mundo justo después de la guerra franco-alemana y el final del Segundo Imperio francés, haber vivido la hegemonía continental de Bismarck y el esplendor del imperio británico de Victoria, y casi al mismo tiempo, ya con conciencia personal, el socavamiento intelectual de las normas de vida burguesas en toda Europa; la catástrofe de 1914, con la entrada de América en la política mundial y la caída del imperio alemán; el total cambio de la atmósfera moral causado por los cuatro años de sangre de la Primera Guerra Mundial; la revolución rusa; el advenimiento del fascismo en Italia y el nacionalsocialismo en Alemania, el terror hitleriano, la alianza contra él de Este y Oeste, la victoria en la guerra y la nueva pérdida de la paz... si, digo, esto ya es lo bastante dramático para una vida humana, y probablemente iguala desde el punto de vista cuantitativo a la de Goethe, no apostaría yo a que los niños de hoy, si es que una tecnología enloquecida les deja llegar a la madurez, no puedan alcanzar la ancianidad después de haber vivido revoluciones completamente distintas y cambios aún más espectaculares que alguien que ahora cumple setenta y cinco.
Así se lo deseo. Queremos, como dice la vieja canción navideña alemana, «mirarnos con envidia a la hora de los regalos» y no mostrarnos arrogantes ante su belleza. A ninguna generación le faltarán. Y sin embargo, los de 1875 sí tenemos una ventaja respecto a los de 1941 o posteriores: no es poca cosa haber vivido el último cuarto del siglo XIX –un gran siglo–, haber pertenecido a la decadencia de la era burguesa, de la era liberal, haber vivido aún en ese mundo, haber respirado ese aire; es, se podría decir con la arrogancia de la ancianidad, una ventaja formativa frente a aquellos que han nacido en medio de la presente disolución, un fondo y una dote de formación de la que los llegados después carecen, naturalmente sin echarla de menos. Puede ser como la relación de un hombre que aún hubiera vivido el Ancien Régime y algunas décadas del período postrevolucionario respecto a aquellos que llegaran después de 1789. Esa ventaja puede principalmente consistir en que alguien cuya vida está entre dos épocas experimenta la continuidad, la transitoriedad de la Historia. Porque la Historia se desarrolla en transiciones, no a saltos, y en cada Ancien Régime ya están vivos los gérmenes del nuevo, y están haciendo su obra intelectual.
Apenas lo estaban en mi infancia, que coincidió con la primera gloria del recién fundado Imperio Alemán..., una gloria algo ensombrecida, como mucho, por las feas incursiones de Mammón, del tributo del oro francés, por los escándalos de los años fundacionales. ¿Quién intuía nada del gusano que estaba reventando el interior del fruto? ¿Quién entre nosotros habría entendido palabras como las que George Sand escribía a Flaubert en 1876: Las victorias de Alemania son el comienzo de su devaluación moral, y todos los poderes creados sobre lo material, que niegan el respeto a la Humanidad, como la astuta y violenta obra de Bismarck, son colosos con pies de barro? La carta seguía, espantosamente profética, hasta la imagen de la bandera manchada en la que Alemania, triunfante y sin ideales, se envolvía, y que habría de convertirse en su mortaja. De haber llegado hasta nuestros oídos, aquello no habría sido más que la voz de la derrota. Pensábamos, si es que los asuntos públicos nos afectaban, que el Señor nos había hecho un gran don con el hombre poderoso que –para Europa, una insólita mezcla de brutalidad y refinamiento– gobernaba Alemania como autócrata bajo el nombre de «fiel servidor germano de su señor».
Qué experimentado se siente uno cuando piensa que, de niño, ha llegado a ver con sus propios ojos al viejo emperador, Guillermo I, o «el Grande», como se le llamó durante el reinado de su nieto. En su juventud se le había llamado «príncipe de los cartuchos», porque en 1848 había hecho disparar sobre el pueblo con esa munición. Entonces era un héroe anciano, medio mítico, que llevaba «la corona de la victoria» y un ídolo nacional de un carácter majestuoso y más suave que el de su Canciller de hierro. Lo vi cuando su tren especial pasó una vez por Lübeck, y se detuvo durante unos minutos en el vestíbulo lleno de humo de la estación. La multitud, a la que se había permitido entrar, gritaba hurras. Las autoridades saludaron a la cabeza del Imperio, y los niños pudimos acercarnos, reverentes, con nuestras «señoritas». Ya era terriblemente viejo cuando apareció enmarcado en la puerta del vagón, la gorra militar calada, la barba gris ferrosa, las puntas de los dedos de sus guantes colgaban flojas de sus propios dedos cuando se llevó, tembloroso, la mano a la visera de la gorra, y su médico de cámara estaba pegado a él, alerta y como listo para sujetarlo. Vio, en la levita cruzada de uno de los caballeros del comité de...




