Marder | Piropolítica en un mundo en llamas | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 288 Seiten

Marder Piropolítica en un mundo en llamas


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19407-15-3
Verlag: Ned Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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De los libros y herejes incinerados en las piras de la Inquisición a las autoinmolaciones en las concentraciones de protesta, de la quema masiva del calentamiento global al crisol de razas, de la imagen de las chispas revolucionarias prestas a encender los espíritus de los oprimidos hasta los atentados con coches de Oriente Medio, el fuego resulta ser la condición sine qua non de la política. Piropolítica en un mundo en llamas pretende crear un campo semántico-discursivo que atraiga hacia sí, como un imán, los casos en que incendios, llamas, chispas, inmolaciones, incineraciones y quemas han hecho su aparición en las teorías y prácticas políticas. Basándose en la teoría política clásica, la teología, la filosofía, la literatura y el cine, así como en un análisis de la actualidad, Michael Marder sostiene que la geopolítica, o política de la Tierra, siempre ha tenido un reverso inestable, a la vez sombrío y cegador: la piropolítica, o política del fuego. Si este doble oscuro de la geopolítica dicta hoy cada vez más las reglas del juego, es crucial aprender a hablar su lenguaje, discernir sus manifestaciones y proyectar hacia dónde se dirige nuestro mundo en llamas.

Michael Marder es profesor de investigación Ikerbas-que en el Departamento de Filosofía de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU). Trabaja en la tradición fenomenológica de la filosofía continental, pensamiento ambiental y filosofía política. Con Ned Ediciones ha publicado Filosofía del pasajero (2022), El vertedero filosófico (2022) y Chernóbil Herbarium (2021), estos dos últimos en colaboración con la artista Anaïs Tondeur.
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Encendiendo: el mundo que arde

Once de febrero de 2012. Tenzin Choedon, una monja budista de dieciocho años de la región de Ngaba, en la provincia china de Sichuan, se prendió en llamas, mientras pedía el regreso del Dalái Lama del exilio y exigía libertad para el Tíbet. Pocos meses después, el catorce de julio del mismo año, Moshé Silman, un israelí en la brega de llegar a fin de mes con un exiguo programa estatal de discapacidad y a punto de ser desalojado de su apartamento, se prendió fuego durante una manifestación por la justicia social en Tel Aviv. Veinte de febrero de 2013. Varna, Bulgaria. Plamen Goranov se autoinmoló en medio de las protestas antigubernamentales que barrieron el país y finalmente condujeron a la renuncia del primer ministro Boyko Borisov. Catorce de abril de 2018. David Buckel, destacado neoyorquino defensor de los derechos ambientales y lgbt+, murió en Prospect Park inmolándose para llamar la atención pública sobre las desastrosas consecuencias de nuestra continua dependencia de los combustibles fósiles. Nueve de septiembre de 2019. Sahar Khodayari se quemó hasta morir mientras protestaba por la inminente sentencia de seis meses de cárcel por haber intentado, como mujer en Irán, entrar a un estadio para ver un partido de fútbol.

El fuego, al que los cinco activistas —entre muchos otros antes y después de ellos— se han entregado, les ha dado una voz pero les ha arrancado el alma a sus cuerpos: la voix sans le phénomène. Hizo visible la opresión, la injusticia y la violencia que de otro modo estarían veladas al instituir otro régimen de visibilidad, abismal e insostenible. ¿Esta voz (el medio ideal de expresión y autoexpresión) ganó más poder, al resonar en los circuitos de noticias internacionales, a cambio de la vida misma? Es decir, una fenomenología política imposible y una insondable economía de violencia.

Al arrojar momentáneamente luz sobre el sufrimiento humano, el fuego se avivó y completó la obra de destruir a las víctimas abyectas de la brutalidad política, social, económica y ambiental, conducidas más allá del umbral de la desesperación. (¿Era este nuestro relámpago, el momento fugaz de la verdad, que Martin Heidegger había extraído de la antigua Grecia a través de la poesía de Hölderlin?2 ¿Cuántos de estos «relámpagos» están todavía destinados a producirse?). En lugar de escapar de la verdadera caldera que alimenta el crecimiento del capital financiero o, según el caso, del crisol de un Estado-nación unificado, los mártires seculares y religiosos que se prendieron fuego mediatizaron las verdaderas consecuencias de estas despiadadas hogueras arrojándose a las llamas. En un breve y aterrador destello, las consecuencias de la opresión se convirtieron en un espectáculo público. ¿Qué tipo de espectáculo? ¿Uno sublime, o uno en el que los agentes de la autoinmolación tomaron en sus propias manos la fenomenalidad, la posibilidad de ver y de dar sentido, mostrando al resto de nosotros los contornos de un mundo injusto iluminado por la luz negra y sofocado en el intolerable calor del sufrimiento?.

Tal vez ya hemos tenido una premonición de esta oscura fenomenología, y los actos de Tenzin, Moshe, Plamen, David y Sahar le dan la forma más descarnada, que solo puede parecer obscena a los que tenemos el lujo de lujo de cuidar y proteger nuestra sensibilidad. El mundo que nos rodea se está desintegrando a una velocidad tan vertiginosa que cualquier descripción de su composición física, social, económica o política no es más que una serie de instantáneas nostálgicas, similares a las fotografías en blanco y negro, de antaño, que captan estructuras y procesos ya obsoletos. Pero —aquí está el giro— el mundo está también construyéndose a través de esta desintegración. Ni el acontecimiento ni la magnitud del desmoronamiento del mundo son nuevos: en el siglo xix, Marx y Engels lo relacionaron con la expansión del modelo capitalista, que hizo que todo lo que era sólido se desvaneciera en el aire. Lo que es único hoy es cómo se lleva a cabo la destrucción del mundo, que engloba una creación globalizada del mundo o una globalizadora integración del mundo, y una feroz resistencia ultranacionalista o francamente neofascista a estos procesos. En lugar de evaporarse en el aire, las cosas se consumen por el fuego. Desde hace más de cien años, desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914, el mundo en su totalidad ha estado ardiendo. ¿Se convierte así, en esta quema, en sí mismo, en «mundo»? ¿Revela por fin su fragilidad y su finitud, su precariedad material, hecha obvia en un pedazo de madera (el prototipo aristotélico de la materia, hyle) a punto de reducirse a un montón de cenizas?

Cuando un físico conceptualiza la materia como energía acumulada y temporalmente retenida; cuando cuantificamos nuestras dietas en términos de ingesta calórica y calorías quemadas; cuando la búsqueda de fuentes de energía alternativas lleva a los gobiernos a considerar seriamente la posibilidad de quemar cualquier cosa, a acelerar la deforestación y a extender los monocultivos de plantas con el único fin de transformarlos en biocombustibles, cuando todo esto tiene lugar, el fuego llega a dominar nuestro sentido de la realidad. La vida misma es una conflagración interna, un gran fuego en el que todos los seres vivos son chispas diversas, que encienden otras chispas similares al reproducirse. Con una aserción como esta no nos alejaríamos mucho de la antigua concepción griega del poder vivificante del calor y de su resurgimiento en el pensamiento alemán del siglo xix (en particular, en el de Novalis). Pero mientras que para los griegos el potencial creativo del fuego tenía que ver con su encendido y apagado medido, controlado y periódico, para nosotros se ha perdido todo sentido de la medida, ya que el incendio arde de forma incontrolada. A medida que el fuego mundial crece, también lo hace la destrucción.

De los libros y herejes incinerados en las piras de la Inquisición a las autoinmolaciones en las concentraciones de protesta, de la quema masiva de petróleo a los discursos incendiarios, del calentamiento global al crisol de culturas, de la imagen de las chispas revolucionarias prestas a encender los espíritus de los oprimidos hasta los atentados con coches de Oriente Medio, el fuego resulta ser la condición sine qua non de la política. Si en física el paradigma dominante ha pasado de la solidez de la materia a la volatilidad de la energía (que es, a su vez, materia), entonces, en la esfera política se ha producido una transición análoga desde la claridad de la geopolítica, entendida en sentido amplio como «la política de la tierra», a la explosiva ambigüedad de la piropolítica, o «la política del fuego». No es que un régimen elemental suplantara al otro en una sucesión lineal, poniendo fin a una era de estabilidad ligada al suelo y garantizada por un estilo de vida sedentario, agrícola y telúrico. En efecto, como escribí en otro lugar, la propia tierra solo presenta una ilusión de estabilidad; haríamos bien en recordar que su núcleo también es fuego, y que puede ceder bajo nuestros pies, por ejemplo, en deslizamientos o terremotos.3 La veleidosa fuerza de la piropolítica ha hecho erupción en puntos cardinales de la historia de la humanidad, como la lava que arroja un volcán latente. La intensificación de la política, con su amenaza o realidad de guerra —ya sea civil, interestatal o mundial— siempre ha puesto en primer plano el núcleo ardiente de lo político, mientras que su apaciguamiento ha tendido a recurrir a la lógica esencialmente económica, orientada a la propiedad, de la división, el intercambio y de la delimitación de fronteras reales e imaginarias en la superficie de la tierra. La paz encaja con los intereses económicos de un comercio sin trabas y, como tal, aún debe pensarse en términos estrictamente políticos. La guerra «fría» es una excepción que confirma esta regla, ya que la propia denominación implica el carácter habitualmente «acalorado» de las hostilidades.

La política del fuego viene a determinar los ritmos y las arritmias del mundo actual, que, con una obcecación que habría llevado a Heráclito hasta la locura, se está quemando literalmente. Nuestros vocabularios conceptuales, sin embargo, van a la zaga de la actual conflagración mundial, por orientarse a los análisis de la geopolítica o, como mucho, de la política marítima. Ha llegado el momento de actualizar los léxicos políticos para dar cuenta de los elementos que no encajan en la simple oposición de tierra y mar.

La palabra «piropolítica» no tiene una línea genealógica establecida en la filosofía política. Es un término bastardo. En los primeros años del siglo xx, el profesor suizo de derecho consuetudinario Ernest Roguin lo utilizó burlonamente para referirse al anarquismo político, con su afición al uso de dinamita y explosiones letales para sembrar la semilla del caos.4 Al repasar la historia episódica del término también podemos apreciar la deliciosa ironía de esta frase en un artículo de la revista Time de 1925: «Italia: Mejora financiera»: «Si el fascismo se ha entregado con frecuencia a la piropolítica para su descrédito moral, al menos se ha reivindicado en el lado práctico de sus políticas».5 Desde este punto de vista, la piropolítica, comparable a la pirotecnia, es solo para el espectáculo; lo que más importa, la cuestión esencial, es la...



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