Martín Gaite | La búsqueda de interlocutor | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 400, 248 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Martín Gaite La búsqueda de interlocutor


1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18708-33-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 400, 248 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-18708-33-6
Verlag: Siruela
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La primera recopilación de ensayos de Carmen Martín Gaite -que se ofrece aquí en su versión completa y definitiva- se ha consolidado con el tiempo como uno de sus títulos más representativos. La búsqueda de interlocutor resume esa imperiosa actitud existencial que la llevó siempre a querer salir de sí misma y a confrontarse con el otro para dirigirle un mensaje ávido de respuesta, y que se convertiría en una preocupación central de su obra narrativa. Estos textos, de distinta extensión y variados también en la forma y los asuntos que tratan -la muerte de Ignacio Aldecoa, la angustia del palaciego Macanaz, el continuo quejarse de los españoles, la influencia de la publicidad en la mujer, las diferencias entre hablar y escribir, el folclore de la posguerra, semblanzas de autores como Fernando Quiñones o Medardo Fraile-, tienen especial valor para apreciar más a fondo las novelas de la autora salmantina, pero encierran además observaciones esenciales sobre la necesidad humana de contar y escuchar, siempre amenazada por el exacerbado individualismo de la sociedad moderna.

Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000), novelista, poeta, ensayista y traductora, publicó su primera novela, El balneario, en 1955. Es una de las autoras más relevantes de la generación de la posguerra, merecedora de los premios Príncipe de Asturias 1988 y Nacional de las Letras Españolas 1994 por su trayectoria literaria. Entre visillos (1958), Ritmo lento (1963), Retahílas (1974), El cuarto de atrás (1978), El cuento de nunca acabar (1983), Usos amorosos de la postguerra española (1987), Nubosidad variable (1992) o Irse de casa (1998) son algunas de sus obras más destacadas.
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Prólogo

Hablemos

Carmen Martín Gaite atribuye a «la necesidad de espejo y de interlocución» ese deseo del escritor de compartir sus poemas o relatos con alguien de confianza, cuyas observaciones impulsen el proceso creativo desde que surge el hallazgo en la imaginación del artista y, rudimentariamente elaborado, se traslada al papel.

Carmen reivindicaba la misión de este aliado literario ante sus amigos de la generación de 1950 y los que, siendo más jóvenes, nos relacionábamos con ella en los años setenta del pasado siglo en las aulas madrileñas de la Facultad de Derecho o de Filosofía y Letras, en los pasillos del Ateneo de la calle del Prado, en la cafetería de la Biblioteca Nacional o en bares próximos a su domicilio, en la calle del Doctor Esquerdo.

Este discurso apenas fue atendido por la vociferación instalada en la sociedad española del momento sobre la caída del régimen político, un aquelarre que adensaba las frases y nos mantenía en ascuas, ávidos de fulminar esa instantánea que disolvería la dictadura como un azucarillo y nos montaría en una democracia sin intermediarios ni rodeos.

Carmen había obtenido importantes premios literarios —Café Gijón, Nadal— y era popular su rostro cuando compareció en el vestíbulo de aquel semanario que incorporó a su cabecera el número 16, ese portavoz de libertad ubicado al comienzo de la calle López de Hoyos, en el que algunos pretendíamos ganarnos la vida con el periodismo —ya que con la literatura no había modo—.

Carmen llegó a Cambio 16 una mañana de invierno, quizá del año 1974, no sé si para gestionar reportajes o ser entrevistada por su libro más reciente. Con soltura cruzó el salón y en uno de los ventanales se detuvo a contemplar el edificio de la calle Hermanos Bécquer que era propiedad de la familia del Generalísimo, al lado de la iglesia de los jesuitas de la calle Serrano donde, dos meses después de haber aparecido La búsqueda de interlocutor (1973), atentaron mortalmente contra el presidente del Gobierno.

Nadie en aquella redacción de omniscientes lo hubiera imaginado. Carmen dejó en la mesa central de la sala el bolso y quizá una carpeta, y enseguida los recuperó, apremiada por quienes corrieron a saludarla al enterarse de su visita y que, antes de negociar aquello para lo que la habían convocado, la acompañaron al tenebroso bar de enfrente a arriesgar su salud con un aperitivo.

Componían esta primera edición de La búsqueda de interlocutor artículos y ensayos publicados en revistas por su autora sobre la muerte de Ignacio Aldecoa, la angustia del palaciego Macanaz, el continuo quejarse de los españoles, la influencia de la publicidad en la mujer y otros tantos temas, servidos como propuestas de un diálogo que aquel día me hubiera apetecido entablar con Carmen.

No volvió la ocasión hasta que mi entorno y el país entero vibraron al redoble de aquella conmoción —esa matraca— que de tanto hacerse de rogar parecía rehuirnos, ese trágala que una vez cerrado con siete llaves y confinado al sepulcro de la historia, suponíamos abierto a otras realidades. Y así fue porque, tras enterrar el acabose en Cuelgamuros, nuestra empresa sacó un periódico que lucía en su cabecera el mismo número 16 de su hermano mayor, el semanario.

En el modesto espacio que ese diario reservaba a la cultura firmaba Carmen una crítica semanal de libros. En diciembre de 1979 Jubi Bustamante, que dirigía la sección, le propuso ocuparse del que me había publicado Seix Barral. Carmen aceptó y el último día de aquel 1979 salió la reseña —que el profesor José Teruel recopilaría en 2006 en Tirando del hilo—.

Pasadas las fiestas navideñas se lo agradecí por teléfono y ella me invitó a su casa. Acudí repitiéndome las virtudes del interlocutor ideal, pero la portentosa naturalidad de mi anfitriona allanó inconvenientes. Hablamos de todo y ya a punto de retirarme, Carmen abandonó la habitación.

Atardecía en medio de un silencio extraño en aquella barriada del este madrileño. Carmen regresó con el cuaderno en el que había comenzado a escribir El castillo de las tres murallas (1981). Lo abrió y, con mi permiso, empezó a leer:

Los episodios vividos —opina Carmen en La búsqueda de interlocutor—, antes de ser guardados en el arca de la memoria, de la cual sabe Dios cuándo volverán a salir, son sometidos (no siempre, pero sí a veces, de igual manera que unos muertos se embalsaman y otros no) a un proceso de elaboración y recreación particular, donde, junto a lo ocurrido, raras veces se dejará de tener presente lo que estuvo a punto de ocurrir ni lo que se habría deseado que ocurriera.

Con esta salvedad, intento reconstruir la figura de la escritora en esas veladas vespertinas en que me pone al corriente de su trabajo literario. En varias sesiones leemos el manuscrito de El castillo de las tres murallas y el arranque de su nueva novela —que le absorbe un fin de semana y con una manzana por todo alimento—. Recuerdo también que abordamos temas incluidos en la reedición, ampliada en 1981, de La búsqueda de interlocutor, como las diferencias entre hablar y escribir y el folclore de posguerra. Y compruebo que cuando la voz de Carmen pierde el empaque de la lectura para tratar de esto y aquello con el desgaire de las noticias cotidianas, me cuesta desprenderme de la ensoñación encendida por el texto declamado.

Nuestros encuentros se interrumpen porque Carmen había programado descansar una temporada en los Estados Unidos. Desde allí, fiará su comunicación al correo. A su vuelta, algún dicho o latiguillo, rescatados de disertaciones anteriores, debieran despertar de su galbana al interlocutor. Pero no es lo mismo charlar que dialogar, puntualizará Carmen años más tarde. Y todavía me parece oírla en la Fundación Juan March, de la calle Castelló, donde al terminar su conferencia, unas espectadoras le piden un autógrafo en el margen blanco de un periódico y ella responde que en cualquier libro suyo, sí, pero ahí, no.

A principios de los noventa intensificamos los contactos con motivo de sus colaboraciones en los suplementos literarios de El Mundo y El Sol, de los que me encargo. Continúa recibiendo galardones —en 1994 suma el Nacional de las Letras al Príncipe de Asturias de 1988— y lo acusa con la sonrisa que le ha hecho tan famosa como su boina. Transportando carpetas con sus escritos en marcha, despliega su natural bonhomía en estos años finales del siglo XX que son también los últimos de su vida.

Una mañana de primavera, anunciándose en carteles la Feria del Libro del Retiro, la sorprendo con la guardia baja en un trozo de la calle de Alcalá por el que nos gustaba pasear, el correspondiente a la acera derecha, en dirección a Cibeles, entre el Círculo de Bellas Artes y el Banco de España.

Ante su voz desgastada y sin su sonrisa habitual, me pregunto si esta novia eterna de Salamanca, como ella se proclamó, vivaz y andariega, tendrá arrestos para subir la rampa de la calle de Alcalá hasta la Puerta del mismo nombre y continuar por O’Donnell atravesando el ajetreo de Narváez hacia su refugio de Doctor Esquerdo. Por si le fallan las fuerzas llamo a un taxi y cuando el coche parte tengo la certeza de que no volveré a escucharla.

La edición definitiva de La búsqueda de interlocutor —en la que se basa esta de Siruela— se fecha en el año 2000, que es el de la muerte de su autora. La edición, que prácticamente duplica el número de ensayos ofrecidos en la primera, contiene semblanzas de Antoniorrobles, Fernando Quiñones, Medardo Fraile y del malogrado Gustavo Fabra.

«¡Oh, mi inexistente, decimonónico, irreemplazable amigo!», dice Carmen de él. Nunca dejará nuestra autora de demandar un interlocutor, «esos ojos que nos miren, pregunten o escuchen», mientras recita en una habitación de su casa de Doctor Esquerdo fragmentos de su obra escritos a mano y con buena letra. Mas ya advierte, desengañada de los tiempos actuales, que «ese afán por buscar interlocutor se ha acrecentado de tal manera que casi se ha convertido en utopía».

De aquella voz de Carmen Martín Gaite al difundir sus textos, retengo su apariencia profesoral; voz pulcra, esmerada en dejarlo todo muy claro; sentenciosa al manifestarse reposada, nunca engreída ni jactanciosa pero sí inequívoca; sin debilidades ni quejas y algo más alta de lo corriente, es decir soprano; y dispuesta a rebajarse si la índole del coloquio se lo aconseja, aunque siempre neta y deslumbrante para no restar entereza a su parlamento ni color a su tarareo de las coplas de Rafael de León, con las que se desahoga.

Cuenta Carmen que, revolviendo legajos en el Archivo de Simancas para documentar su libro El proceso de Macanaz (1969), descubrió una carta de su biografiado a la corte de Madrid. En ella insistía en denunciar los males de la patria —una cantinela con la que aburría tanto a sus corresponsales que se había quedado sin ellos—, cuando de improviso experimentó, en un relámpago de lucidez que le condujo a frenar su retahíla, el miedo de estar hablando en el vacío. Y Carmen, que era probablemente el único ser humano en asomarse a su correo, le escuchó decir, encerrado en sus propios renglones, «que acaso aquello que venía escribiendo con tanta urgencia no lo iba a recoger nunca nadie», que aquellas líneas suyas no tendrían destinatario. Revelación suficiente para que Carmen se juramentara a no dejarle tirado y secundar su causa hasta el final.

Estoy seguro de...



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