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E-Book, Spanisch, Band 446, 252 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Mention Malos tiempos para el país


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-18245-35-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 446, 252 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-18245-35-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Gran Premio de Novela Negra Francesa en el Festival Internacional de BeaunePremio de Novela Policiaca de Aubusson Un asesino en serie, los altibajos del mercado del petróleo, Roger Moore interpretando a James Bond, el punk, las huelgas y los disturbios, los ataques del IRA, el moribundo gobierno laborista devorado por unos conservadores que despejan ya el terreno para la Dama de Hierro... Son los años setenta. Son malos tiempos para el país. Condado de Yorkshire, 1976. Varias mujeres, en su mayoría prostitutas, están siendo brutalmente asesinadas. Al frente del caso -con sus sempiternas Ray Ban, «mueca a lo Richard Burton» y una ya legendaria hoja de servicios- está George Knox. Ayudado por el joven detective Mark Burstyn, se entregará en cuerpo y alma a la investigación, convencido de que todos esos crímenes están relacionados entre sí y son obra de un único autor. Sin embargo, con cada nuevo ataque las evidencias acumuladas parecen desmoronarse y, cuanto más tiempo pasa, más se hunde Knox en el abismo. Un abismo agigantado por el caos gubernamental y la depresión económica que amenazan con desintegrar por completo la sociedad británica... Son malos tiempos para el país. Basada en el caso real del Destripador de Yorkshire, Michaël Mention construye un monumental retrato de la desorientada Inglaterra de la década de 1970 -ese «hombre enfermo de Europa»-, en crisis por el fracaso del laborismo y, encarnado en la figura de la férrea Margaret Thatcher, por el auge del movimiento conservador.

Michaël Mention (Marsella, 1979), un enamorado de la cultura de los setenta, ha publicado más de una decena de novelas negras. Malos tiempos para el país fue galardonada con el Gran Premio de Novela Negra Francesa en el Festival Internacional de Cine Policiaco de Beaune en 2013 y con el Premio de Novela Policiaca de Aubusson en 2014.

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5

6 de febrero de 1977 West Avenue, Leeds.     Domingo por la mañana. Temprano. Muy temprano. Las 06:42. A la hora en que algunos descansan y muchos duermen la mona, Lewis Campbell —veintitrés años, aprendiz de carnicero— sale de su edificio para efectuar su footing semanal. Así se olvida durante un rato de su soltería y del Jubileo de Plata de la reina, con el que las radios le saturan los oídos. Vestido con una sudadera negra en la que ha cosido un escudo del Leeds United, Lewis corre por la ciudad. Desierta y muy diferente de los folletos turísticos que presumen de las ochocientas hectáreas de vegetación de «la ciudad más verde de Europa». Sus zancadas asustan a unos gatos, que salen de los cubos de basura y se dispersan por el barrio. Lewis deja atrás las persianas metálicas de los comercios y toma Roundhay Road. A lo lejos, el humo de las fábricas ensucia el cielo, ennegrecido por la inminente tormenta. Con pocas ganas de mojarse, Lewis acelera hacia el campo de deportes de Soldier’s Field. Bordea los vestuarios, detrás de los cuales percibe «algo». Algo raro. Lo bastante raro como para acercarse.     Más tarde.   Chapoteo obsesivo en los paraguas, chisporroteo de walkie-talkies, sonoridad diarreica de las botas en el barro. Mucha gente sobre el terreno: Arthur Rubin (superintendente de la comisaría de Millgarth), tres bobbies y el fotógrafo, el inspector Orlando Caine, cuatro de sus hombres, el alcalde «cada vez más senil» Richard Sinfield, su teniente, el doctor Alan Greenhill, su joven ayudante y George, acompañado por tres oficiales del CID de Wakefield. George y sus Ray-Ban, lo que resulta excepcional para un domingo. Alertado por Rubin, ha acudido a la Gris y no, como había previsto, al Hospital de York a ver a Kathryn. Más allá, a bordo de un vehículo policial, otro bobby recoge la declaración de Lewis Campbell. Traumatizado, con vómito seco en la barbilla. Bajo un roble viejo, un policía pelirrojo saca con esfuerzo un molde de unas huellas de neumático, cosa que el aguacero le pone difícil. Algo más lejos, en el porche de los vestuarios, espera un grupo de jóvenes vestidos con pantalones cortos amarillos. Llegados con la esperanza de jugar al fútbol, asisten a un espectáculo completamente distinto —más emocionante—: el de los policías calados hasta los huesos. En cuanto a los mirones, el enorme inspector Caine ya no soporta ver cómo se multiplican en las inmediaciones del campo. —¿QUÉ LES HE DICHO? —grita a sus hombres—. ¡SÁQUENME A ESOS DE AHÍ! —Jefe, ya los hicimos marchar. —¡PUES HAN VUELTO! ¡ASÍ QUE VUELVAN ALLÍ DOS DE USTEDES Y SE QUEDAN! ¡TAMPOCO ES TAN DIFÍCIL! —Entiéndalos —interviene Sinfield—, es la tercera vez que su ciudad... —¡USTED ES EL ALCALDE, ASÍ QUE DÍGALES QUE ESTÁN PISOTEANDO LA ESCENA DE UN CRIMEN! ¡Y ENCIMA LA LLUVIA ECHANDO A PERDER LOS INDICIOS! —Si solo fuera eso... —oye detrás de él. Hace girar sus noventa y seis kilos y, entre los presentes, busca a aquel cuyo timbre de voz ha reconocido. Esa voz que lo crispa tanto como sus Ray-Ban y su reputación de superpoli. No es una casualidad si ha traído a un agente más que George. Caine y Knox, misma profesión, pero dos conceptos distintos de lo que son, o deberían ser, las relaciones humanas. «A ver si llega Walt de una vez para meter en vereda a este capullo», piensa George. Sus lentes plateadas confrontan a George con su obesidad, lo que aumenta su irritación. —¿SÍ, INSPECTOR KNOX? —A juzgar por el desfile, nuestros indicios habrán desaparecido hace tiempo. —Si le parece que somos demasiados, se puede marchar. Silencio pesado, cubierto por la lluvia. Sus respectivos agentes intercambian miradas, temiendo una pelea fratricida. El fotógrafo —con la Polaroid en el bolsillo de su horrible parka caqui— recurre al jefe Rubin. Este deja de limpiarse las suelas de las botas con un palo y se abre camino hasta los dos hombres. —Señores, ¿qué pasa? —Pasa que el inspector Knox pretende enseñarnos cómo hacer nuestro trabajo. —Caine, por favor. Si he requerido los servicios de nuestros colegas de Wakefield, es porque he juzgado que su presencia era adecuada. —¡Pues entonces cierre Millgarth y mándenos al paro! Porque además, con todo lo que se está diciendo del CID... —¡Esos rumores son infundados y lo sabe! —¡Infundados o no, van a atraer a los periodistas y se acabó la discreción! —¡YA BASTA! ¡NO ES NI EL MOMENTO NI EL LUGAR! Furioso, Caine enciende un cigarrillo. Expulsa el humo por la nariz y mira a la pareja que canaliza a los mirones hacia las puertas del campo. Uno de los policías distingue entonces un objeto rojo delante del seto. «Ahora vuelvo», dice a su colega, y lo abandona a la multitud. Se dirige hacia lo que resulta ser un bolso de mano de cuero rojo, empapado. Sacrifica —¡crac!— una rama del seto y vuelve corriendo con el bolso. —¡Jefe! —¡QUÉDESE EN LA ENTRADA! —grita Caine—. LES HE DICHO QUE... Se interrumpe al ver el bolso. El agente se reúne con ellos sonriendo de oreja a oreja, olvidando en su exaltación que hay una mujer muerta allí. Al lado. —¡Mire! ¡He encontrado esto delante del seto! —¿Es su bolso? —pregunta Caine, señalando el cadáver. —Si es suyo —añade George—, nos evitará, esta vez, perder el tiempo con la pista falsa del «ladrón de bolsos». Caine lo fulmina con la mirada, saca unos guantes del bolsillo interior de su impermeable. Embute las manos con dificultad en ellos, deformando el látex. El alcalde y su teniente dan un paso atrás, temiendo un estallido..., pero no. Caine ordena a uno de los bobbies que acerque su paraguas y, al abrigo del diluvio, registra el bolso. Encuentra un carné de conducir. —«Irene Richards, veintiocho años, domiciliada en Cowper Street». —La hemos encerrado varias veces —dice uno de sus hombres—, es una ocasional que hace la calle en Chapeltown..., bueno, era... —Nada indica que se trate de nuestro cadáver. —Vamos a comprobarlo —interviene el doctor Greenhill. Todos se vuelven hacia él y su ayudante, vestidos con batas de un blanco embarrado. Con el rostro chorreante, su asistente es la viva imagen de esa juventud desgreñada, con barba hirsuta y mirada vacía. Todo ello perfumado con un olor a cannabis que no se le escapa a nadie. Sin embargo, ningún oficial lo menciona porque el ayudante del doctor Greenhill es, ante todo, su hijo. Los dos médicos, seguidos por los demás, avanzan dificultosamente por el barro hasta el cadáver desnudo. Tendido bocabajo, cargado con el peso de la lluvia y hundido en el fango. Fuerte olor, mezcla de carne macerada y huevo podrido, cuyas malsanas emanaciones se ven agravadas por la humedad. Con náuseas, uno de los agentes de Caine se dirige al doctor Greenhill: —La encontró un tipo, hace cerca de una hora. —¿Dónde está? —Allí, en el coche. —Hijo, vete a sacarle sangre. El joven obedece, sin gran motivación. Su padre se cubre los muslos con los faldones de la bata y se agacha ante el cuerpo, cerca del cual deja su maletín. Rubin, Caine y los demás se acercan, como buitres de última hora. Su curiosidad incomoda a George, que se mantiene apartado. El teniente de alcalde eeeestor¡¡NUDA!! y, a falta de pañuelo, se limpia con la manga. Ante las miradas impacientes, Greenhill examina el cráneo horrendamente abollado. —El lóbulo occipital está agrietado por tres partes. —¿Los mismos impactos? —A primera vista, sí. ¿Alguien puede cobijarme, por favor? Uno de los hombres de George pasa por encima del cuerpo para ir a proteger al médico con su paraguas. —Gracias, joven. —De nada —dice el agente... ... sufriendo la lluvia de la que hasta entonces había escapado. Greenhill saca de su maletín un par de guantes que se calza con cuidado. Posa las palmas sobre las sienes del cadáver y libera la cabeza con un ¡blorf! repulsivo. Rostro embarrado, órbitas chorreantes y cuello rajado de oreja a oreja. Los demás dan un paso atrás, en un mismo movimiento de asco. Solo Caine permanece junto al cuerpo, que observa —cautivado— mientras fuma. Greenhill examina el corte de contornos coloreados de sangre y tierra. Vuelve a posar delicadamente la cabeza y se dirige al oficial más cercano: —Ayúdeme a darle la vuelta, por favor. —Es que... —dice este, indicando con gestos su ausencia de guantes. George lo soluciona tendiéndole su par. Le da las gracias y, entre la impaciencia general, se los coloca rápidamente. Y por tanto, mal. El agente agarra las pantorrillas, Greenhill hace lo propio con los hombros. Con esfuerzo, dan la vuelta al cuerpo, revelando su pecho y su vientre lacerados. Heridas talladas con insistencia, excavadas. «O al tipo le entró el pánico, o le gusta esto», se dice George apretando los dientes. El alcalde se tambalea, acostumbrado a la violencia edulcorada de la BBC. Su teniente lo agarra por el brazo y lo conduce hacia el porche. Tres agentes se burlan, dos de «aquí» y uno de Wakefield. Enemigos en la colaboración, cómplices en la estupidez. Greenhill examina atentamente las heridas. —Una... dos... tres... cuatro... ocho cuchilladas. Inspector Knox, ¿quiere echar un...



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