E-Book, Spanisch, Band 80, 110 Seiten
Reihe: 100XUNO
Meotti ¿El último Papa de Occidente?
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-1339-389-6
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 80, 110 Seiten
Reihe: 100XUNO
ISBN: 978-84-1339-389-6
Verlag: Ediciones Encuentro
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Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Giulio Meotti es periodista de Il Foglio desde 2003. Ha escrito para periódicos internacionales como The Wall Street Journal y The Jerusalem Post, colabora con el Instituto Gatestone. Es autor de numerosos libros, entre ellos El fin de Europa (Premio Capri); La tumba de Dios; Notre Dame arde; Israel. El último estado europeo.
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El Solzhenitsyn del siglo XXI1
Hay una anécdota divertida —tal vez apócrifa, tal vez no— que circuló durante el interregno entre el anuncio de la renuncia del papa Benedicto XVI y la elección de su sucesor. Se dice que el papa, entrevistado por un periodista, estaba hablando sobre el proceso mediante el cual el nuevo pontífice sería elegido. El periodista centraba su atención en el cónclave pero el papa, impaciente, intervino para reconducir la conversación, sosteniendo que es el Espíritu Santo quien elige al papa. Luego hizo una pausa antes de continuar afirmando que el Espíritu Santo solo se equivoca ocasionalmente. Nos gustaría que fuera cierto, porque confirmaría de manera definitiva lo que ya sabemos sobre la capacidad de intuición, predicción, ironía e inteligencia de este hombre, el cardenal Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI.
En una serie de discursos radiofónicos realizados en 1969, Ratzinger, por entonces joven profesor de teología en Ratisbona, habló del futuro de la Iglesia describiéndolo como un fenómeno marginal, con menos miembros e iglesias, ignorada, humillada y socialmente irrelevante, empezando por su cabeza. Había previsto que esta Iglesia sobreviviría, haciéndose más fuerte y esencial, pero que en el camino se enfrentaría a muchas pruebas. Era un momento de confusión sin precedentes en la Iglesia y en la sociedad europea, después del concilio Vaticano II, tras la contestación estudiantil del 68.
En la última de esas cinco conferencias, retransmitida el día de Navidad de 1969, Ratzinger reveló que la Iglesia estaba atravesando por una época similar a la Revolución francesa o la Ilustración. Comparó ese periodo histórico con el encarcelamiento del papa Pío VI, secuestrado por las tropas francesas y recluido en prisión, donde murió en 1799. «Vivimos», dijo, «bajo la impresión de un fabuloso cambio en la evolución de la humanidad». La Iglesia —advirtió—, se encontraba frente a un enemigo similar, dispuesto a destruirla, confiscar todos sus bienes y criminalizar a sacerdotes y monjas. «Un cambio», señaló, «ante el cual, el paso de la Edad Media a la Reforma nos parece anodino»2.
A principios de la primavera del 2013, algunos comentaban que el nuevo pontífice podría ser elegido entre los innumerables protegidos de Ratzinger, con los que mantenía relación mediante las revistas teológicas como Communio, fundada muchos años antes con teólogos afines entre los que se encontraban Hans Urs von Balthasar y Henri-Marie de Lubac. Entre los nombres previstos se incluía al italiano Angelo Scola, al bohemio Christoph Schönborn y al canadiense Marc Ouellet. En cambio, el hombre que apareció en el balcón fue el jesuita argentino Jorge Bergoglio, que con el tiempo se haría famoso como el papa que trataría de cambiar la Iglesia según las exigencias del mundo.
Aunque no había dudas sobre su determinación para reconducir la Iglesia a sus cimientos, el papa Juan Pablo II había sido una figura muy carismática, cuyo moralismo inflexible se compensaba en gran medida por su imagen popular y su condición de viajero internacional. A pesar de que la mayoría de analistas del mundo eclesial desestimó su mensaje, en cambio, acogió su popularidad, simpatizó con su carisma, abrazándolo como una vieja estrella de rock, pasando por alto su dogmatismo ocasional en favor de su éxito.
El papa Benedicto XVI presentaba una propuesta diferente. El hecho de que fuera considerado el teólogo más brillante de su tiempo enfrió a la crítica. Hombre reservado y amable, no ofrecía nada del potencial de estrella de rock de su predecesor. En realidad, los periodistas lo consideraban el peor de todos los papas posibles: tradicionalista, se expresaba con largas y complejas frases, rechazaban por completo su visión del mundo. La nueva narrativa fue, a su manera, tan útil para los periodistas como lo habían sido los viajes épicos de Juan Pablo II. Para los medios de comunicación, Ratzinger era el «cardenal acorazado», el «policía del papa», el «rottweiler de Dios», el enemigo implacable del «progreso». Benedicto era, según el análisis de los medios, un reaccionario, un oscurantista. Pero lo que emergió, a expensas de los escribas, fue lo que ya estaba implícito en sus imponentes escritos de décadas anteriores: una mente privilegiada, un hombre que a lo largo de la vida había observado a la humanidad oscilar entre el supremo bien y el mayor de los males, y que había buscado en su testimonio y misión reconciliar estas observaciones con las verdades que había heredado.
Una de las muchas paradojas de ser papa en el mundo contemporáneo es que tienes que hablar a través de un megáfono controlado por tus enemigos. Ratzinger apenas encontró equidad por parte de la prensa, que siempre trataba de retratarlo de acuerdo con la caricatura preconcebida. Por ello, la «historia» de Benedicto fue desde sus inicios una regresión respecto a los días de Juan Pablo II.
Ratzinger había pasado su vida dirigiéndose a esa cultura cuya malevolencia se había convertido en un elemento central. La mayoría de los periodistas, en particular los católicos, son hostiles a la Iglesia. Siendo los primeros difusores de la mentalidad «progresista», inevitablemente tratan de utilizar sus propias opiniones para dar forma a los acontecimientos de manera calculada a fin de promover lo que se denomina una visión más «liberal» y «progresista» de las cosas.
Ratzinger se encontraba en el lado opuesto de esta retórica: una voz en los márgenes, a pesar de hablar desde el púlpito. El principal proyecto de Benedicto XVI fue la recuperación de la cultura occidental y un concepto integral de la razón. Era un hombre al que no se podía encasillar en ninguna categoría, una paradoja viviente. Era quizás el lector más inteligente de la modernidad, uno que comprendía el impulso posmoderno mejor que muchos de sus seguidores.
Mientras las ideologías del proyecto de «libertad» de los años 60 chocaban con la roca de la realidad; mientras los fautores de estas ideologías empezaban a percibir que no tenían, después de todo, respuesta a los dilemas fundamentales de la humanidad; mientras nos inclinábamos hacia lo que se perfilaba más claramente como el suicidio de la civilización occidental, Ratzinger seguía susurrando en silencio los pensamientos más urgentes y brillantes sobre por qué todo esto estaba sucediendo y lo que necesitábamos hacer para restaurar las cosas.
Lejos de ser detractor de la mitología mediática, Benedicto XVI se ha revelado como una voz totalmente nueva en la cultura moderna. Ha hablado con una claridad y profundidad inmensas sobre la humanidad de un mundo que intenta vivir sin Cristo. Sus palabras cortantes como el hielo, como las de un poeta, han penetrado en las paradojas de la realidad, ahondando en sus secretos. Lo que estaba en juego era una preocupación muy laica: el funcionamiento mismo del motor de la humanidad.
En cierto modo, Joseph Ratzinger ha sido el equivalente eclesiástico de Václav Havel y de Aleksandr Solzhenitsyn, un disidente de las ortodoxias dominantes, prohibido por su exposición de la verdad. Ratzinger era un tipo diferente de disidente: los otros, llevados a la clandestinidad por regímenes cuya tiranía se había vuelto incuestionable, se convirtieron, al menos durante algún tiempo, en héroes inequívocos para sus pueblos y tiempos. Ratzinger era la voz profética de la inquietud humana y de un futuro oscuro. Ahora, a pesar de la fragilidad de su cuerpo, sigue siendo la voz más elocuente de Dios en el mundo, tal vez el único que sobrevive a esta verdad contradictoria. Ratzinger no hablaba como un líder, sino como un igual, escogiendo la mayoría de las veces las palabras del vocabulario de sus oyentes y reorganizándolas, logrando una claridad que parecía sobrenatural.
Juan Pablo II, como el papa Francisco, hablaba a las masas; Benedicto XVI a las personas. Juan Pablo II, el gran papa popular, atraía a multitudes de curiosos y necesitados de ser aliviados y fascinados; Benedicto XVI fue el enviado, el intérprete, el persuasor, el profeta, el que invitaba a la gente a profundizar en sus libros con la esperanza confiada de tener una respuesta a sus preguntas. Wojtyla era la ventana por la que mirábamos para ver la presencia de Dios. Ratzinger era el bombero que subía al tejado de la desesperación para bajar al escéptico.
Quizás, único entre las mentes de la Iglesia de todos los siglos, Ratzinger reconoció que habíamos entrado en una era nueva, en la que el hombre ha dado vida a una cultura que, por primera vez, es completamente contraria al impulso religioso. Según su lógica, quienes continuaban aferrándose a una espuria continuidad con el pasado no veían la ruptura causada por la tecnocracia moderna.
En 2008, en el Collège des Bernardins de París, el papa Benedicto XVI advertía: «Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves»3. Esta es una síntesis del proyecto de vida de Ratzinger: diagnosticar los síntomas de la ruptura del mundo moderno, el declive hacia un relativismo absoluto, las ilusiones positivistas, la separación entre fe y razón, tratando de restaurar el circuito a través del cual el Dios razonable podría ser reconocido de nuevo por su pueblo.
En este libro bien documentado, ¿El último Papa de...