E-Book, Spanisch, 232 Seiten
Minato Penitencia
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-18440-95-3
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 232 Seiten
ISBN: 978-84-18440-95-3
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
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Kanae Minato nacio? en Hiroshima. En 2007 debuto? como escritora al ganar la vige?sima novena edicio?n del premio que concede la revista Shosetsu Suiri, dedicada a las novelas de misterio, por el relato «La santa». En 2008 publico? su primera novela, Confesiones (Nocturna, 2021), que vendio? ma?s de tres millones de ejemplares en Japo?n, gano? galardones como el premio de los libreros o el premio Alex de la Asociacio?n de Bibliotecas en Estados Unidos y tuvo una exitosa adaptacio?n cinematogra?fica (dirigida por Tetsuya Nakashima) que represento? a Japo?n en los Oscar. Un an?o despue?s publico? Penitencia (Nocturna, 2022), adaptada a una miniserie televisiva a cargo de Kiyoshi Kurosawa, en la que nuevamente profundiza en el tema de la venganza y en los sucesos tra?gicos que desencadena. En la actualidad, Kanae Minato se dedica i?ntegramente a la escritura y forma parte de la Asociacio?n de Escritores de Misterio de Japo?n.
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MUÑECA FRANCESA
Estimada Asako:
Le agradezco que viniera a mi boda el otro día. Me pasé la ceremonia preocupada por si la presencia de mis indiscretos familiares del pueblo le traía a la memoria los terribles sucesos del pasado.
Lo único bueno que tiene el pueblo donde nací y crecí es el aire limpio. La primera vez que reparé en ello, en que allí no había nada más, fue hace ya siete años, después de graduarme del instituto e ingresar en una universidad femenina de Tokio.
Viví en la residencia de estudiantes durante cuatro años, hasta el fin de la carrera. Cuando les dije a mis padres que quería estudiar en Tokio, ambos se opusieron. Me manifestaron sus preocupaciones: «¿Y si algún indeseable te engaña y te obliga a prostituirte? Podría hacer que te enganches a las drogas o incluso matarte». Usted, que creció en esa gran urbe, se reirá cuando lea esto y se preguntará qué tipo de información podría haberlos llevado a hacerse esas ideas. Yo protesté: «Veis demasiado La gran ciudad 24 horas», refiriéndome a uno de los programas de televisión favoritos de mis padres, aunque en realidad yo misma me había imaginado alguna vez los aterradores escenarios que se veían en la pantalla. Aun así, deseaba con todas mis fuerzas ir a Tokio. Mi padre intentó disuadirme: «¿Y qué tiene de especial Tokio? Varias universidades de nuestra prefectura ofrecen la carrera que te interesa. Aunque no puedas asistir desde casa a diario, el alquiler de los apartamentos es más barato por aquí. Y si pasara algo no tardarías nada en volver a casa. Tanto tú como nosotros estaríamos más tranquilos».
¿Tranquila yo? Les solté que ellos mejor que nadie sabían lo asustada que había vivido los últimos ocho años en el pueblo, y ya no me pusieron más pegas. Me dejarían ir a Tokio con una condición: que no viviera sola en un apartamento, sino en una residencia de estudiantes. Acepté.
Era la primera vez que estaba en Tokio y me pareció un mundo totalmente distinto. Cuando me bajé del Shinkansen, la estación de tren estaba atestada de gente hasta donde alcanzaba la vista, y pensé que había más personas solo en ese recinto que en todo mi pueblo. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue cómo la gente caminaba sin chocarse entre sí. Incluso yo, que andaba con paso vacilante, deteniéndome a mirar las indicaciones para tomar el metro, llegué a mi destino sin chocarme con nadie. Hubo más cosas que me sorprendieron una vez dentro del vagón. Casi nadie hablaba, aunque algunos pasajeros subían a bordo acompañados. De vez en cuando se oía a alguien reír o hablar, pero por lo general eran extranjeros.
Siempre había ido a pie a la escuela secundaria y luego en bici al instituto de bachillerato, así que solo cogía el tren unas pocas veces al año para ir con amigas o familiares a alguna ciudad cercana con un centro comercial. No parábamos de hablar durante todo el trayecto, de poco menos de una hora. «A ver qué compro. El cumpleaños de esta y de la otra es el mes que viene, así que aprovecharé para buscarles un regalo. ¿Dónde comemos, en el McDonald’s o en el KFC…?». No creo que fuéramos maleducadas. Había gente hablando y riéndose en todos los vagones, y nadie nos miraba mal, por eso pensaba que así eran los viajes en tren.
De repente, me pregunté si los habitantes de Tokio no prestaban atención a su entorno. No mostraban interés por las personas que los rodeaban. No les importaba quién estuviera sentado a su lado mientras no les molestara. Tampoco sentían curiosidad por el título del libro que estaba leyendo la persona que tenían sentada enfrente. Ni siquiera se fijaban si alguien delante de ellos llevaba un bolso de una marca muy cara.
Antes de darme cuenta, las lágrimas ya me estaban resbalando por las mejillas. Temí que la gente pensase que una pueblerina con una bolsa enorme colgada de la mano estaba llorando de añoranza. Avergonzada, eché un tímido vistazo a mi alrededor mientras me enjugaba las lágrimas, pero nadie me estaba mirando. En ese momento me emocioné: Tokio era aún más maravilloso de lo que jamás había imaginado. Quería venir a Tokio no porque aquí haya muchas tiendas de lujo y todo tipo de lugares de ocio, sino para mezclarme con la multitud ajena a mi pasado y pasar desapercibida.
Para ser sincera, había sido testigo de un asesinato a cuyo responsable no habían capturado, y lo que deseaba más que nada en el mundo era desaparecer del radar del criminal.
Me asignaron un dormitorio compartido con tres chicas, todas de diferentes provincias. El día que nos conocimos, nos presentamos y acabamos alardeando sobre la atracción principal de nuestros pueblos natales, como los fideos udon más deliciosos, las aguas termales o lo cerca que vivía un famoso jugador de la Liga Japonesa de Béisbol Profesional de la casa familiar de una de mis compañeras. Las otras chicas eran de entornos rurales, pero al menos a mí me sonaban la ciudad o el pueblo de donde procedían.
En cambio, cuando les dije el nombre de mi pueblo, ninguna de las tres sabía siquiera en qué prefectura estaba. Como me preguntaron qué tipo de lugar era, respondí que el aire estaba muy limpio. Sé que usted, Asako, comprenderá que no dije eso solo porque no haya nada más de lo que presumir.
Había nacido en ese pueblo y respiraba su aire todos los días, como era normal. Pero me di cuenta de que el aire era muy puro cuando acababa de pasar a cuarto de primaria, la primavera del año en que sucedió el asesinato.
Un día, nuestra tutora, la maestra Sawada, comentó durante la clase de Estudios Sociales: «Vivís en el lugar con el aire más limpio de todo Japón. ¿Sabéis por qué puedo afirmar eso? Los equipos electrónicos de precisión utilizados en los hospitales y en los laboratorios de investigación se fabrican en un entorno completamente libre de polvo. Y por eso sus fábricas se construyen en sitios con el aire muy puro. Este año, la nueva fábrica de la compañía Industrias Adachi se ha establecido en nuestro pueblo. Que el principal fabricante de equipos de precisión de Japón haya abierto una planta aquí significa que este pueblo ha sido elegido como el lugar con el aire más limpio del país. Así que podéis sentiros orgullosos de vivir en este maravilloso paraje».
Después de clase le preguntamos a Emiri si lo que había dicho la maestra era cierto. «Le he oído algo similar a papá», respondió ella. Entonces nos quedamos convencidos de que efectivamente el aire de nuestro pueblo era limpio y puro. No solo se lo creímos porque su padre, con su semblante aterrador y sus ojos penetrantes, fuera un alto cargo en Industrias Adachi, sino porque lo había confirmado un hombre de la capital, y aquello a nuestros ojos infantiles era superior.
Por aquel entonces, no había una sola tienda de conveniencia en el pueblo, pero nosotros, aún niños, no la echábamos en falta. Las cosas que había desde que nacimos eran las que considerábamos normales. Aunque conocíamos la existencia de Barbie por los anuncios de la tele, en realidad nunca habíamos visto la muñeca, por lo que ni siquiera se nos antojaba tenerla. Nos importaban mucho más las elegantes muñecas francesas expuestas en todas las salas de estar de nuestro pueblo.
Sin embargo, tras la instalación de la nueva fábrica, una novedosa y extraña sensación nació entre nosotros. Al relacionarnos con Emiri y con los demás alumnos procedentes de Tokio, comenzamos a darnos cuenta poco a poco de que nuestro estilo de vida, que siempre habíamos tomado por normal, resultaba incómodo y atrasado.
Esos nuevos residentes eran muy distintos, empezando por el lugar donde vivían. Industrias Adachi había construido un complejo de apartamentos para sus empleados, el primer edificio con más de cinco pisos. A pesar de que estaba diseñado para armonizar con el entorno, nos parecía el castillo de un país lejano.
Un día Emiri invitó a su casa —que se ubicaba en el último piso, el séptimo— a las compañeras de clase que vivían también en el distrito oeste. La noche anterior yo estaba tan emocionada que no pude dormir.
Éramos cuatro las invitadas: Maki, Yuka, Akiko y yo, amigas desde la infancia y criadas en el mismo vecindario. Para nosotras, todo lo que vimos en casa de Emiri era exótico. El espacio diáfano fue la primera sorpresa. En esa época, al menos yo no conocía el concepto de un LDK1, una sala grande y abierta compuesta de salón, comedor y cocina, y me sorprendió que las habitaciones donde veían la tele, cocinaban y comían fueran una sola, sin paredes que las separaran.
Nos sirvieron un té negro en tazas tan elegantes que, si estuvieran en nuestra casa, a los niños no se les permitiría tocarlas, con la tetera y los platos a juego, y una tarta recubierta de unas frutas variadas que nunca había visto, a excepción de la fresa. Mientras la saboreaba embelesada, me sentí un tanto incómoda.
Después de la merienda, Emiri propuso jugar a las muñecas y trajo de su habitación una Barbie y un estuche de plástico en forma de corazón con su ropita. La Barbie iba vestida justo igual que Emiri ese día.
—Hay una tienda en Shibuya que vende la ropa que lleva Barbie, y mis padres me compraron esta por mi cumpleaños el año pasado. ¿Verdad, mamá?
Yo ya había empezado a sentir que me moría por largarme de ahí.
En ese momento, una de las niñas preguntó:
—Emiri, ¿nos dejarías ver la muñeca francesa de tu casa?
Emiri se quedó perpleja y le devolvió la pregunta:
—¿Qué es eso?
Emiri no tenía una muñeca francesa ni...