Mèlich | La experiencia de la pérdida | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 79, 128 Seiten

Reihe: Fragmentos

Mèlich La experiencia de la pérdida

Ensayo de filosofía literaria I
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-10188-32-7
Verlag: Fragmenta Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Ensayo de filosofía literaria I

E-Book, Spanisch, Band 79, 128 Seiten

Reihe: Fragmentos

ISBN: 978-84-10188-32-7
Verlag: Fragmenta Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Si hay humanidad también hay ausencia, carencia y pérdida. El mundo humano es un universo habitado por ausentes, por espectros que surgen de repente, por vacíos que nunca volverán a llenarse o, cuando menos, que nadie podrá llenar de la misma manera, porque el vacío permanecerá siempre vacío. En el mundo humano siempre se echa de menos a alguien -o algo. La condición humana es elegíaca. Ya sea por el tiempo perdido o por el tiempo deseado, no hay vida humana completa, porque vivimos con la presencia inquietante de la carencia. Por esta razón, a pesar de que es cierto que podemos ser felices, no hay un reino de la felicidad. El ser humano es un animal que no acaba de encontrar su lugar en la vida, porque siempre es en relación con otros, con otros presentes y con otros ausentes. En La experiencia de la pérdida, Joan-Carles Mèlich ofrece una reflexión sobre la muerte y la ausencia del otro a partir de las claves de comprensión propias de su proyecto de «filosofía literaria», una filosofía marcada por la finitud, la indeterminación y la contingencia.

Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961) es doctor en filosofía y letras por la Universidad Autónoma de Barcelona, donde también ejerce de profesor titular de filosofía de la educación. Entre sus libros, destacan Filosofía de la finitud (Herder), La lección de Auschwitz (Herder), Ética de la compasión (Herder) y Lógica de la crueldad (Herder). Desde hace quince años se ha dedicado a elaborar una «filosofía antropológica de la finitud» en sus diversas expresiones: el cuerpo, el símbolo, el placer, la alteridad, la memoria, el deseo, la contingencia, el silencio y la muerte. En el 2015 inició, con La lectura como plegaria, la publicación de sus Fragmentos filosóficos en Fragmenta, que tienen su continuación en La prosa de la vida. En 2018 publicó Contra los absolutos, un libro de conversaciones con el editor Ignasi Moreta, en 2019 La religión del ateo, en 2022 La experiencia de la pérdida y en 2023 La condición vulnerable. También ha sido uno de los editores del libro Empalabrar el mundo. El pensamiento antropológico de Lluís Duch.
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2 finitud y existencia


No solo somos en el mundo, también somos del mundo. Somos herederos. Al nacer, heredamos un mundo que ya estaba hecho, o, para ser más precisos, un mundo que se estaba y aún se está constituyendo, porque el mundo nunca está del todo hecho, del todo acabado. En él rige una gramática que nos posee, que nos determina, que nos ayuda a ubicarnos. El mundo es un mundo interpretado, un mundo gramatical.1

Ahora bien, gramática no es sinónimo de lenguaje. Una gramática es un conjunto de signos, símbolos, gestos y normas que nos sitúa y nos permite interpretar el mundo que hemos recibido. Al mismo tiempo, la gramática nos proporciona los instrumentos para protegernos de la naturaleza, para regular las relaciones con los otros y con nosotros mismos.2 Podría decirse que una gramática es un ámbito de cierta inmunidad, es un conjunto de reglas que estructuran lo que cada cual de nosotros es —la identidad—, y establece categorías de reconocimiento, y también delimita y controla las relaciones entre los habitantes del mundo. La gramática ha sido incorporada, somatizada, anclada en la corporeidad. Nuestros gustos, nuestra sensibilidad, nuestra vocación, nuestra moral, a menudo todo eso no tiene nada que ver con una elección libre, sino con una producción gramatical. Para un ser finito es radicalmente imposible eludir su herencia gramatical, y, por eso mismo, diría que un individuo «agramatical», en el hipotético caso de que eso fuera posible, no sería solo un ente inadaptado socialmente, sino alguien que no habría abandonado la más pura animalidad. Ahora bien, también habría que recordar, como he manifestado en otros escritos, que, si bien nadie puede sobrevivir por completo al margen de una gramática, sí que es posible hacerlo en sus márgenes.3

Desde la niñez, pues, nos han educado en una gramática que nos obliga a entrar en lo que podríamos denominar unos «marcos sociales» (marcos de todo tipo, de aspecto moral, legal, estético, religioso, científico, económico y tecnológico), unos marcos externos y también internos.4 Estos marcos funcionan a modo de esquemas, de clasificaciones, de categorías sociales, que separan y delimitan lo que está bien de lo que está mal, lo que se puede hacer de lo que está prohibido, la buena conciencia de la mala, lo bello de lo feo, la verdad de la falsedad. En función de estas clasificaciones, los marcos determinan órdenes normativos, es decir, modelos y formas de comportamiento.5 La moral —que hay que diferenciar de la ética— forma parte de la gramática que hemos heredado al nacer. Siguiendo a Michel Foucault, diría que una moral es un conjunto de actitudes, de valores y de normas, que varios aparatos prescriptivos (como, por ejemplo, la familia, las instituciones educativas, las Iglesias o los medios de comunicación) transmiten al recién llegado, y que son propios de una gramática social concreta en un momento determinado de su historia.6 En consecuencia, no hay ningún ser humano sin gramática y, por la misma razón, tampoco hay ningún ser humano sin moral.

La gramática es propia del mundo, no de la vida. Desde la perspectiva de una filosofía literaria, que es la que adopto en este ensayo, mundo y vida no son lo mismo. Nacemos en un mundo —en un mundo interpretado, en un mundo gramatical—, pero el mundo no es la vida, y por eso sostengo que los marcos gramaticales solo pertenecen al mundo. Todos nosotros somos seres-en-el mundo, esto es indudable, indiscutible, pero, por desgracia, algunos no tienen vida.7 La vida es aquello que, poco o mucho, cuestiona la gramática, aquello que la hace tambalearse, aquello que la vuelve insegura. La vida se caracteriza por un incesante cuestionamiento del mundo, de los marcos sociales. La vida es transgresión inacabable. La vida está presente en las zonas sombrías del mundo, en sus márgenes. Por esta razón, toda vida —si es vida humana— está dotada de una (cierta) marginalidad. Por eso decía al principio que nunca somos del todo humanos, que nunca hay vida humana plena, en plenitud, porque, si algo así fuera posible, mundo y vida tendrían que coincidir, pero para un ser finito eso es imposible. Si mundo y vida coincidieran, dejaríamos de ser humanos porque seríamos plenamente humanos.

Así pues, a diferencia de lo que ocurre con la gramática, la vida no se hereda. En otras palabras, hay una «gramática», pero no hay «gramática vital». Esto quiere decir que, por lo que respecta a la vida, estamos a la intemperie. Vivir es estar al descubierto. Vivir es jugarse la vida. La vida se inventa, se configura en cada momento, en cada situación. Ciertamente, la vida se crea desde el mundo, desde mi mundo, pero nunca se detiene aquí, porque —insisto— la vida también es, de una manera u otra, contra la gramática que hemos heredado. Aquí, si hablo de una vida «humana», no me refiero ni a una vida buena, o bella, o justa, o plena…, sino todo lo contrario, a una vida que no puede ser nunca del todo buena, o bella, o justa, o plena. Por eso, lo que es humano está ligado a la finitud.

Ahora bien, exactamente, ¿en qué consiste la finitud? ¿Se puede precisar algo más el significado de esta (enigmática) palabra que constituye la médula de la existencia? Se podría decir, para empezar, que la finitud no es solo la muerte. Evidentemente, la muerte es un elemento determinante de la finitud humana. Somos finitos porque moriremos, porque sabemos que moriremos, porque podemos anticipar la muerte, porque vivimos muriendo, porque en cuanto un ser humano nace ya es lo bastante viejo como para morir.8 Pero muerte y finitud no son sinónimos. La finitud sería, dicho en pocas palabras, la manera que tenemos los humanos de ser en el mundo, y, por tanto, también de estar con los otros y con nosotros mismos. La finitud toma como punto de partida la materialidad de los cuerpos. Somos finitos porque somos corporeidad —un cuerpo que nace, que disfruta, que sufre y que muere—, porque somos contingentes —siempre somos más nuestros azares que nuestras decisiones—, porque vivimos en la ausencia del otro —porque vivimos siempre en despedida.9

La finitud es todo esto: es muerte, pero también vulnerabilidad y despedida. Finitud significa no solo que podemos anticipar nuestra propia muerte, sino que irrumpimos en un mundo que no hemos escogido y no controlamos. Ser finito quiere decir que no se puede vivir —como humanos— completamente al margen de la gramática del mundo y hacer como si no existiera, dado que forma parte de todo lo que somos, aunque también es verdad que lo que somos no lo somos del todo, no lo somos de manera absoluta ni definitiva. Ser finito quiere decir que no podemos evitar que pase lo imprevisible. No podemos controlarlo todo, no podemos planificarlo todo. Estamos sometidos a la contingencia, al acontecimiento que irrumpe de pronto, que llega sin avisar y que lo cambia todo, y que, desde entonces, hace que ya nada vuelva a ser como antes. Porque somos finitos somos más lo que nos sucede que lo que hacemos, somos más pasión que acción.10

El humano es un ser que puede decir «no», pero no solo a esto o a aquello, sino a todo. Es el ser que puede decir: «Se acabó.»11 La enmienda a la totalidad es una acción propia de un ser finito, un ser que no podría vivir sin negar, porque nunca puede afirmarlo todo. Un ser finito está investido del espíritu de ese personaje de Melville, Bartleby, el escribiente, y de su leitmotiv: «Preferiría no hacerlo.»12 Por eso mismo, ningún mundo será plenamente nuestro mundo. A lo largo del trayecto de la vida nunca estaremos reconciliados con nuestra historia, con nuestras relaciones con los otros. La finitud es siempre un conflicto presente.

Esta disposición humana abre las puertas a la transgresión. Pero la transgresión no es la crítica. La crítica siempre tiene lugar en el interior de un sistema, y, además, propone alternativas. La crítica sabe lo que busca; la transgresión, en cambio, lo ignora; no da respuestas. A causa de nuestra naturaleza finita, nos resulta posible imaginar el mundo que no queremos habitar de ninguna de las maneras, pero nunca podremos configurar —y todavía menos habitar— el mundo óptimo, perfecto o paradisíaco. No es solo que no podamos vivir en ese mundo, es que ese mundo ni siquiera es imaginable, porque está totalmente al margen de nuestras posibilidades. Dicho de otro modo: hay una dimensión transgresora —y no solo crítica— que forma parte de la existencia finita. Por eso, la vida humana es «humana», porque sabe que, en cada mundo heredado, no tiene más remedio que ir avanzando y retrocediendo, cree avanzar y no se mueve de lugar, porque no sabe a ciencia cierta si avanza o si, en el fondo, se queda inmóvil, o, incluso, retrocede.

La biografía propia surge como el relato de estos avatares, un relato incompleto, singular y ambiguo, porque si algo hay ineludible en nuestra vida es el hecho de que estamos sometidos a lo imprevisible, a lo improgramable, al azar y a las casualidades del tiempo, al poder de los acontecimientos, a todo lo que configura la fragilidad de la existencia.

Vivir una vida finita significa, entre otras cosas, que no hay posibilidad alguna de encontrar un principio absoluto que ofrezca un único sentido a la vida. No hay ningún tipo de referencia inmutable, ningún fundamento trascendente que sirva de guía, que oriente las acciones y las decisiones humanas. Dios ha muerto y la vida no tiene Sentido —en mayúsculas— y, precisamente por eso, no es posible una...



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