Monbrun | Los cuadernos perdidos de Proust | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 498, 212 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Monbrun Los cuadernos perdidos de Proust


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19207-69-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 498, 212 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-19207-69-2
Verlag: Siruela
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De la autora de La torre de MontaignePREPÁRATE PARA REDESCUBRIR A PROUST Un exquisito noir en torno a una de las mayores figuras de la literatura universal. Una auténtica celebración para todos los amantes de los libros. «Un crimen y unos valiosísimos manuscritos perdidos sostienen una novela tan inteligente, evocadora y reconfortante como una magdalena mojada en una humeante taza de té».  Libération «Al igual que en las mejores novelas de las grandes damas del crimen anglosajonas, los deliciosos diálogos cuentan tanto en la trama como el propio asesinato».  L'Express «Las novelas de Estelle Monbrun sobresalen por su exploración de los mundos geográficos y literarios que elige para construirlas. No hace falta ser ningún experto obsesionado por todos los misterios que rodean al escritor y su obra para saborearlas, ya que la autora siempre conduce la historia divirtiéndose y divirtiendo, con el pulso firme de una consumada narradora».  Le Figaro Littéraire En la Casa de la Tía Léonie, donde Marcel Proust -autor de la monumental En busca del tiempo perdido, cumbre indiscutible de la novela universal- pasó las vacaciones de su infancia, se celebra un importante simposio internacional que reunirá a los más reputados investigadores de su obra. Pero la víspera, el ama de llaves encuentra de improviso el cuerpo sin vida de la presidenta de la americana Proust Association, la señora Bertrand-Verdon, asesinada en extrañas circunstancias. El comisario Jean-Pierre Foucheroux y la inspectora Leila Djemani llegarán desde París para hacerse cargo de la más literaria de las investigaciones... Rivalidades académicas y unos valiosísimos cuadernos perdidos son los elementos con los que Estelle Monbrun sostiene una primorosa trama policiaca en la que, al igual que en las mejores obras de las grandes damas del crimen anglosajonas, los deliciosos diálogos importan tanto como el propio asesinato. Un noir tan inteligente, evocador y reconfortante como una magdalena mojada en una humeante taza té.

Estelle Monbrun es el seudónimo de Élyane Dezon-Jones. Tras obtener el título de doctora en Letras en París, comenzó su carrera como profesora de Literatura Francesa Contemporánea en los Estados Unidos, donde impartió clases en el Barnard College de Nueva York y en la Washington University de San Luis. Es autora de una prestigiosa serie de novelas de misterio que giran en torno a las más destacadas figuras de la literatura francesa.
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II


En aquel preciso instante, Gisèle Dambert vaciaba desesperadamente, y por tercera vez, el contenido de su bolso delante de una taquilla de la estación Montparnasse. Estaba segura, completamente segura, de haber metido su monedero en el segundo compartimento, especialmente seguro gracias a una cremallera. Detrás de ella, la gente se impacientaba. Una madre de familia calmaba a sus hijos, uno embadurnado de chocolate y el otro rojo de cólera, que chillaban al unísono: «¿Cuándo acaba la señora?», cada vez más exasperados. Un distinguido caballero con traje de rayas discretas y corbata a juego suspiró marcadamente. Otro, menos distinguido, dijo en voz alta: «A ver, ¿es para hoy? No voy a echar aquí el día». Finalmente, la empleada de la SNCF1, tras terminar una diatriba dirigida a su colega sobre las desventajas del punto escapulario para coger los bajos, dirigió su mirada furibunda al cristal que la separaba de los viajeros y ladró:

—¿Y bien?

Gisèle Dambert se sobresaltó y dejó caer en desorden un par de gafas, una pequeña polvera, una agenda de la que se soltaron varias hojas y un bolígrafo de plata que se partió en dos. Aprovechando que estaba agachada en un vano esfuerzo por reunirlo todo, la madre de familia la empujó ligeramente, avanzó con paso resuelto y eructó blandiendo una tarjeta de rayas tricolores:

—Tres billetes de ida a Chartres. Familia numerosa.

En ese momento, Gisèle recordó el empujón en la estación Châtelet, cuando había bajado del metro. Estaba abarrotado. Se encontraba rodeada por una banda de adolescentes con un radiocasete a todo volumen que intercambiaban chistes dudosos en verlan2. El olor a azufre del RER3 era más irrespirable que nunca y, en su precipitación, había enganchado torpemente la correa de su bolso en la esquina de un asiento. ¡El amable joven que la había ayudado a desenredarse y a quien tan profusamente había dado las gracias debía de ser un carterista!

Con cerca de treinta años, Gisèle seguía siendo ingenua y conservaba su timidez infantil. La creían arrogante cuando sencillamente se encontraba en un estado de susto permanente. Rara vez sonreía, por miedo a mostrar sus dientes, que le parecían demasiado separados, y llevaba faldas por debajo de la pantorrilla con la esperanza de disimular la longitud de sus piernas. En su familia, una buena familia provinciana sólidamente anclada en el suelo de Tours, pero poco versada en psicología infantil, siempre había sido la segunda. De su hermana mayor su madre siempre decía: «Yvonne es la belleza personificada». La belleza personificada se casó después del instituto con un estudiante de Medicina que había llegado a ser una celebridad en reumatología. Tenían tres hijos perfectos, un gran apartamento en el centro de París, un chalé cerca de Combloux y una casa junto al mar cerca de Cassis. Y viajaban. Yvonne siempre estaba volviendo de Egipto, saliendo para Tokio o yendo a reunirse con Jacques en América, con el pelo tratado por Lazartigue, las maletas regaladas por Vuitton y todo por el estilo. Siempre parecía salir, perfumada, sonriente, de un joyero de lujo, y cuando le preguntaban a qué se dedicaba, respondía según los casos con su voz provocadora y melodiosa: «A lo menos posible», o bien: «¡Oh! Pinto en esmalte». Y era verdad. Creaba encantadoras escenas de colores tornasolados que encantaban a los niños: muñecas sentadas en el alféizar de una ventana, jardines tropicales con flores extravagantes, animales exóticos persiguiéndose alegremente. Su última serie era distinta. Islas.

«A Yvonne nunca le habrían robado el monedero en el metro», se dijo Gisèle, resignándose a salir de la fila y a hacer frente al horror de la situación. «Por la sencilla razón de que nunca lo lleva», añadió una voz interior que nunca se habría permitido escuchar antes de la escena de la víspera. Echó una ojeada al panel horario. Su tren salía en siete minutos. La transgresión no era su fuerte, pero en aquella ocasión no tenía opciones. Si no llegaba a tiempo, arriesgaba demasiado. El nombre de Selim se le impuso con tanta intensidad que la hizo tropezar. «Selim me diría que subiera al tren», pensó. Avanzó como una autómata hasta el andén 22, ignorando soberbiamente el naranja chillón de las máquinas canceladoras, y eligió un compartimento de no fumadores.

Había poca gente en el vagón y ocupó un asiento de pasillo para poder refugiarse en los servicios a la menor señal de una gorra de revisor. Empezó a relajarse. Se permitió cerrar los ojos. «Selim. Selim». El simple nombre bastaba para llevarla al borde de un llanto cuyas lágrimas ya ni siquiera podía verter.

—Disculpe.

Sin añadir más, precedido por los efluvios de una loción para el afeitado que identificó inmediatamente y la transportó dos años atrás —Eau Sauvage, recordaba el verde del frasco, recordaba...—, un hombre alto y delgado se sentó frente a ella, junto a la ventana, dejó en el asiento un libro cuyo título no pudo ver y desplegó un periódico. «Podría haberse sentado en otra parte», se dijo vagamente molesta, «hay más asientos. Va a ir a contramarcha». Se preguntó si debería levantarse, cambiar de compartimento... El tren echó a andar en el momento preciso en que ella esbozaba un movimiento. Se quedó donde estaba. Frente a ella, el pasajero, completamente absorto en la lectura de Le Monde, cruzó una pierna sobre la otra con un leve suspiro que podía interpretarse como una reacción a las malas noticias que estaba descubriendo.

Puesto que se hallaba en situación irregular, Gisèle no se atrevió a sacar el habitual montón de papeles de su bolso de viaje. Sin embargo, en un momento dado, tendría que releer sus conclusiones antes de entregárselas a su director de tesis, que sin duda estaría en la reunión de la Proust Association y una vez más le preguntaría cuándo habría terminado. Había terminado. Desde hacía más de un mes. Iba a tener que confesar la verdad sobre las últimas semanas. Y sobre Adeline Bertrand-Verdon. Le daban escalofríos. «Cobardica», murmuró la voz de burlona de Yvonne. «Cobardica», le había repetido mil veces observando sus tristes esfuerzos por aprender a nadar pese a su miedo crónico al agua... Frente a ella, el pasajero estaba absorto en la sección «Internacional» de su periódico. Gisèle abrió aleatoriamente la última edición de El tiempo recobrado y leyó: «Para mí era triste pensar que mi amor, que tan importante había sido para mí, estaría en mi libro, tan separado de un ser que diversos lectores lo aplicarían exactamente a lo que habían sentido por otros...».

—Billetes, por favor.

No lo había visto ni oído llegar por la puerta situada detrás de ella. Pero allí estaba, en uniforme, con la nariz roja y aire de pocos amigos. ¿Qué podía decir? Gisèle sintió que palidecía. Agarró mecánicamente su bolso. Pensó en adoptar un aire inocente, en mentir. Tuvo un breve respiro gracias al tiempo que su compañero de viaje tardó en sacar de su maletín un billete perfectamente válido y doblado impecablemente. Lo entregó con desenvoltura al revisor, que lo perforó sin siquiera comprobar la fecha de cancelación.

—¿Señora?

—Yo... no tengo billete —balbució patéticamente Gisèle ante la mirada hastiada del empleado ferroviario, que ya había oído toda clase de excusas.

—Le va a costar un suplemento —suspiró él mientras sacaba una libreta de su bolso.

—Es que... no tengo dinero. Llegaba tarde... Pensé que podría pagar... a la llegada.

El revisor vaciló. No parecía que la pasajera obrase de mala fe. Más bien hacía pensar en un animal acorralado.

—¡Sabe perfectamente que no se puede viajar sin billete! ¿No tiene chequera? Si no hay más remedio...

Pero no tenía chequera. Le respondió en un tono que la vergüenza volvía brusco:

—Me han robado la cartera... No me ha dado tiempo...

—¿Ha denunciado el robo?

—No, no me ha dado tiempo... —repitió.

El revisor puso los ojos en blanco.

—En tal caso, tendrá que bajarse en la próxima parada. Versalles. Dentro de nueve minutos. Y se lo explicará en la estación a mi superior.

—Pero es imposible. No lo entiende. Tengo que llegar sin falta... Tengo una reunión. El coloquio Proust. Para mi trabajo... —suplicó con la sensación de que las miradas curiosas de los demás pasajeros estaban todas clavadas en ella y de encontrarse en medio de un océano de desaprobación.

—Mi trabajo es descubrir a los infractores. Y usted...

—Permítame... —Su vecino se había puesto en pie, había abierto una cartera de cuero rojizo y sacado un billete de cien francos—. Yo también voy al coloquio. Permítame ayudarla. Ya me lo devolverá.

¿Fue porque no tenía otra opción o a causa del destello bondadoso que detectó en sus ojos grises? ¿A causa de la mirada que no era ni acusadora ni protectora, sino simplemente atenta? Aceptó con un breve «gracias». Tras haber refunfuñado contra las pasajeras que infringían el reglamento, el revisor le entregó un billete —con el suplemento correspondiente y una lección de civismo— y prosiguió su camino en busca de nuevas víctimas.

En contra de su costumbre, Gisèle miró fijamente a su salvador. Le recordaba a alguien. ¿Un periodista? ¿Un actor? Había visto esa cara en algún sitio. En la televisión. Un político. Se parecía un poco al nuevo vicepresidente de los Estados Unidos, con cierta rigidez, cierto aire...



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