E-Book, Spanisch, 248 Seiten
Reihe: Biografías
Morin Mi camino
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9784-557-1
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
La vida y la obra del padre del pensamiento complejo
E-Book, Spanisch, 248 Seiten
Reihe: Biografías
            ISBN: 978-84-9784-557-1 
            Verlag: Gedisa Editorial
            
 Format: EPUB
    Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
He aquí el camino de un hombre. He aquí el pensamiento que se forma en el curso de este andar y que ha producido una gran obra. Este recorrido ha sido constante, completado dentro de una curiosidad jamás saciada, un cuestionamiento incesante, un vínculo permanente entre la vida y la obra, una lenta gestación del pensamiento complejo, pero a la vez acompasada por los recomienzos y renacimientos que han puntuado su vida cada diez años. Este libro de entrevistas que la periodista Djénane Kareh Tager realizó Edgar Morin a muestra la unidad de una obra a través de su diversidad, la unidad de una vida en sus peripecias. En Mi camino, es el hombre quien habla sin ocultar sus emociones ni sus pasiones. Nos cuenta su propia experiencia de la vida, del amor, de la poesía, de la vejez, de la muerte. 'El sentido de nuestra vida es el que elegimos entre todos los sentidos posibles y el que elaboramos durante nuestro propio camino. El sentido de mi vida tiene dos fases. La primera es la curiosidad. Hasta ahora mi curiosidad se ha mantenido despierta; el inconveniente ha sido la dispersión, pero esa curiosidad me ha vuelto capaz de adquirir las ideas y los conocimientos que convenían a mi necesidad de centro. La otra fase del 'sentido' de mi vida se vincula con el amor, la amistad, la belleza, la alegría, los sentimientos. Dar un sentido a su vida, para mí, es vivir poéticamente cultivando la fraternidad. Tal es de hecho mi evangelio de la perdición: estamos perdidos en el Universo, no sabemos por qué estamos aquí, por qué el mundo existe. Somos pobres diablos marcados por la tragedia, seres sufrientes embarcados en nuestro pequeño planeta. ¡Tengamos un poco de compasión unos por otros! ¡Seamos hermanos, ya que estamos perdidos y no porque seremos salvados!'
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 Vidal
Cuando muere su madre, le queda una familia numerosa: los Nahum, por el lado paterno, los Beressi, por el lado materno. ¿Quiénes son esos judíos sefardíes de Tesalónica, a medio camino entre Oriente y Occidente, que llegaron a Francia a principios del siglo XX?
Como muchos sefardíes, mis antepasados paternos habían sido expulsados de España en 1492 y se establecieron primero en Livorno (Italia), antes de llegar a Tesalónica, el gran puerto macedonio del Imperio otomano. Mis antepasados maternos eran de origen italiano pero también habían ido a Tesalónica a principios del siglo XIX. La comunidad sefardí gozaba de una importante autonomía dentro del Imperio. Durante el siglo XVI fue próspera, conoció un esplendor cultural, fue reputada por sus pensadores, por sus imprentas. Es en Tesalónica, en el siglo XVII, donde estaban los más fervientes discípulos de Sabbatai Zevi, que se proclamó Mesías en Izmir y suscitó la exaltación de las multitudes antes de decepcionarlas cuando se convirtió al islam. Durante el siglo XIX, fue también en Tesalónica donde las ideas laicas encontraron muchos adeptos y donde nació el partido socialista turco, en medio de los cargadores judíos. Los sefardíes tenían por idioma el castellano de sus orígenes, hablaban un poco de turco, idioma del Imperio otomano. Durante el siglo XIX muchos hablaban francés. Durante esa misma centuria, Livorno fue un faro de la occidentalización y de la laicización de Tesalónica. Se beneficiaron de la nacionalidad italiana cuando Italia se independizó y ese estatus los situó por encima tanto de las leyes rabínicas como de las leyes turcas. Mi abuelo materno, Salomón Beressi, no creía en Dios. Mi abuelo paterno, David Nahum, había dejado de respetar estrictamente las prescripciones mosaicas, especialmente las prohibiciones del sabbat y los tabúes alimentarios. Pero mis abuelos paternos y maternos festejaban la Pascua en familia. Esto tenía para ellos un valor de pertenencia cultural y étnica a una comunidad, no el sentido de obediencia religiosa a Dios. Los Nahum (la ortografía Nahoum, nombre oficial de mi padre y, por ende, mío, proviene de un error de transcripción en el Registro Civil francés), al igual que los Beressi, no acudían habitualmente a la sinagoga y prescindieron de la música judeoespañola: escuchábamos música española o italiana y cantábamos canciones de los cafés concierto de París. Esta laicización se prolongó con mi padre. No ayunaba el día del Gran Perdón, con el argumento de que un rabino le había eximido de hacerlo a los catorce años, porque estaba enfermo, algo que él había interpretado como una dispensa de por vida. Era más o menos deísta. Desde luego, estaba circunciso, él me hizo circuncidar como signo de pertenencia más que como creencia.
¿El exilio en Francia fue vivido como algo traumático?
Más bien como una esperanza, después de que Tesalónica pasó a ser griega en 1911. Muchos sefardíes salieron entonces de Tesalónica, en ese momento y durante la primera guerra mundial. Mi padre, que nació en 1894, se fue en condiciones bastante rocambolescas a Marsella, luego a París, donde se reunió con sus padres, sus hermanos y sus hermanas.[1] Mi madre, nacida en 1901, se fue a Francia en esa misma época con su familia. Durante el exilio y las dispersiones, la familia en sentido amplio siguió siendo una comunidad muy fuerte. Los tesalonicenses habían reconstituido un micromedio: se reunían, se casaban entre ellos, hablaban castellano, las mujeres mantenían en sus casas las tradiciones gastronómicas orientales, los hombres eran comerciantes... Vidal y Luna se conocieron en París. Se casaron, vivieron un poco al margen de la comunidad, en la calle Mayran, en el noveno distrito, donde eran los únicos sefardíes. Pero frecuentaban a los otros sefardíes y mi padre trabajaba en el barrio tesalonicense del Sentier. Había adquirido una tienda en la calle Aboukir 52 y, para adaptarse mejor a la sociedad francesa, se hacía llamar «señor Vidal». Sin embargo, en el escaparate de su negocio figuraba el apellido Nahoum. Vendía artículos de bonetería al por mayor, sobre todo medias que compraba en las fábricas de Troyes, adonde iba con regularidad.
¿Usted iba de vez en cuando a la tienda?
Me acuerdo bien de esa tienda. Mi padre solía llevarme los jueves, que era el día en que no teníamos clases. El tenía la esperanza de que quisiera ayudarle y luego le sucediera. Recuerdo las pilas de mercancías en la vitrina, las cajas que había por toda la tienda y sus largos regateos con los clientes, los precios que variaban según sus estados de ánimo o según la tenacidad de los que regateaban con él y hacían falsas salidas, volvían, dejaban que se lamentara y se lamentaban ellos a su vez. Era un juego oriental y siempre me daba miedo cuando mi padre le aseguraba al cliente, ya terminada la transacción, que estaba perdiendo dinero. «Pero, papá, ¡hoy perdiste mucho dinero!», le decía yo. Y él me tranquilizaba con un guiño cómplice.
¿Vidal quería a Francia? ¿Se sentía francés o vivía como un eterno inmigrante?
En Tesalónica, escribió siendo muy joven: «París, París, ¿cuándo seré uno de tus habitantes?». Adoraba Francia, amaba las canciones francesas, rendía culto a Napoleón. Progresivamente se afrancesó, y se vinculó con gentiles, especialmente con sus amigos del restaurante Le Coq Héron, que frecuentaba en la época del Frente Popular, sus amigos del servicio militar, mis propios amigos, pero seguía estando marcado por el Imperio otomano de su infancia, con todo su respeto por el poder. Por ejemplo, siempre enviaba una felicitación al diputado electo en su circunscripción, aunque no hubiera votado por él. Era una misma «extranjeridad oriental», una misma filosofía de la vida lo que lo había vinculado también con Vahram y Macroué, esa pareja de armenios prácticamente adoptada por nuestra familia. Francia era su nación de agogida, pero su patria era Tesalónica y de viejo soñaba con terminar su vida en Livorno, ciudad que él sentía como la cuna de los Nahum. No tenía ningún sentimiento xenófobo. Había conocido Alemania después de la primera guerra mundial, había amado ese país y nunca sintió el antisemitismo nazi como alemán. Veía una continuidad con el antijudaísmo de Isabel la Católica e imaginaba que se protegería convirtiéndose (lo que hizo tres veces, por precaución, durante la ocupación). Hay que recordar que ni Livorno ni Tesalónica habían sufrido persecuciones entre los siglos xv y XX, la primera estando bajo autoridad del duque de Toscana, la segunda bajo poder otomano. Tesalónica no era una ciudad gueto: era una metrópoli mayoritariamente sefardí. Por eso, la persecución nazi fue para mi padre como el despertar de un volcán dormido desde hacía cinco siglos. De cualquier manera, tenía el sentimiento de que los judíos debían ser muy prudentes en política (lo que explica sus felicitaciones a los diputados) y que la lucha contra el antisemitismo sólo podía agudizar la ira perseguidora.
¿Se sentía judío?
Sí, es una evidencia. Pero también se había afrancesado mediante mi nombre. Cuando nací, ante la presión de su familia y la de mi madre, me dio el nombre de David-Salomón, antes de elegir el de Edgar y hacerlo reconocer oficialmente mediante una acta notarial. Fui ritualmente circuncidado a los cinco días de mi nacimiento, en casa de mis padres. Vidal pertenecía primero al mundo judeoespañol, extranjero al mundo asquenazí, luego, después de la guerra, esto se amplió. Nunca fue sionista. Es cierto que tardíamente se sintió ligado a Israel, pero sin considerar esa nación como una patria. A pesar de los pesares, usted quería a ese padre...
A pesar del rencor que sentía hacia él, a pesar de ciertos momentos de gran aversión, hubo momentos de afecto, que se hicieron más fuertes con los años. Después de la muerte de mi madre, vivimos tres años con mi tía Corinne. Dormía con mi padre en el salón. No sé si había ya una relación sentimental entre Vidal y Corinne, pero el hecho es que ella asumió el rol de madre, ya que estaba casada y tenía tres hijos. Luego Henriette, la hermana de mi padre, casada con el único judío devoto de la familia, nos acogió un tiempo hasta que nos instalamos en una vivienda propia. Allí, en la calle Plátriéres, iba a la mantequería, a la bodega, al colmado, mi padre hacía huevos fritos, tomábamos jamón. La tía Corinne, que vivía a cincuenta metros, nos traía todas las noches un plato. Almorzábamos fuera: durante un tiempo en Le Coq Héron, luego cerca de la oficina principal de correos del Louvre, donde estaban sus amigos del barrio; también íbamos donde el griego de la calle Serpente. Me vestía con trajes baratos, que se arrugaban rápidamente, y cuando los botones de mi bragueta se caían nadie los reemplazaba, lo que desde luego me incomodaba, sobre todo cuando, en el metro, quedaba apretado al lado de una mujer.
¿Qué relaciones tenía usted con sus dos familias?
No tenía mucha relación con mi familia paterna, que era muy burguesa, y no quería a mi tía Henriette porque me obligaba a comer con la mano derecha, a pesar de ser zurdo. Me sentía mucho más cómodo con mi familia materna, los Beressi, más plebeyos en sus...





