E-Book, Spanisch, Band 506, 244 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Morán Volver a cuándo
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19553-38-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 506, 244 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
            ISBN: 978-84-19553-38-6 
            Verlag: Siruela
            
 Format: EPUB
    Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
María Elena Morán (Maracaibo, 1985) es una escritora y guionista venezolana radicada en Brasil. Es graduada en Periodismo por la Universidad del Zulia, estudió guion en la EICTV, en Cuba, y es doctora en Escritura Creativa por la Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul. Es autora de la novela Los Continentes del Adentro.
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El plan era conseguir una hasta Boa Vista y de ahí hasta Manaus, a tiempo de usar el pasaje de avión que había comprado una pila de meses antes y que salía en dos días para Porto Alegre, donde la esperaba trabajo voluntario en un hostal a cambio de cama y dos comidas diarias. Había tenido la idea leyendo un blog y se había dejado llevar por su talento singular para pensar exabruptos y convencer a todo el mundo y a sí misma de que eran, cuando no lo correcto, por lo menos lo inevitable. Estaba segura de que ese plazo tan encima serviría como impulso total para aguantar lo que viniera, pero bastó ese primer coñazo en el ánimo para entender que echarse para atrás no era bajo ningún concepto una actitud de cobardes. Nadie tenía cómo saber qué tanto de «lo que viniera» podía aguantar sin perder la cordura, la dignidad, la vida.
Rezó para que lo que estaba pasando en Pacaraima no estuviera ya rodando el mundo, como la violencia siempre lo hacía, noticias falsas viralizándose más que las reales, como si las veraces no fueran ya materia de tamaña perplejidad; no quería prenderles en la cabeza a su madre y a su hija la imagen de ella en ese pandemonio, que pensaran que, aun entre lenguas de fuego, no tenía saudades suficientes como para volver atrás como esos cientos, miles, que ya se perdían de vista, atravesando a las carreras el marco de la frontera Brasil-Venezuela, bolsos, hijos y terror en mano, azuzados por los aplausos de los que aún empuñaban las botellas con gasolina y los yesqueros. Desde la única sombra que había en los alrededores, aquella que cuando llegó ella adoptó como suya, debajo de una mata de mango aún zagaletona, ella tenía la visión del campamento arrasado, el estacionamiento del supermercado Bom Garoto, con sus buenas intenciones binacionales, sus murales con las banderas hermanas y su mapa tridimensional de un Brasil que tenía que ser mejor que ese Brasil de cinco pelagatos hostiles en busca de motivos para abrir sus jetas y vomitar prejuicios y cerrar sus puños y distribuir linchamientos; tenía que haber otro Brasil más parecido al Brasil que su padre les había metido en el sueño a ella, a Elisa y a Graciela, que nunca quisieron soñar el sueño norteamericano porque el sur las imantaba a su suelo con una gravedad tan física como histórica; tenía que haber otro Brasil donde cupieran ella, sus mujeres y sus futuros, uno que empezaría en el momento en que ella se atreviera a pedir junto con los otros pocos que habían huido para el monte a esconderse mientras pasaba el aspaviento. La gente estaba como aturdida y esa no era forma de salir a buscarse la vida, o tal vez fuera la mejor y hasta la única forma, pero aturdida y todo, aunque ella decidiera pagar los treinta que costaba el pasaje en bus en vez de pedir cola, la fila ya zigzagueaba caótica, más grande que el terminalito de aquella pobre ciudad, que ya era pobre antes de que llegara esa caravana de desespero.
Caminó en dirección contraria a la frontera, huyéndole al tumulto. En la distancia podía ver caminantes solitarios o en pequeños grupos, en el mismo plan que ella y con la gran ventaja de contar con ojos de niños tristes y naricitas sucias a disposición para conmover conductores, mientras lo único que ella tenía era una mochila medio chamuscada y una suela de tenis a la que se le había derretido toda la comodidad y ahora era fina, dispareja, dura como plástico, y aunque no llegaba a hacerla cojear, sí que le daba una cadencia ridícula a su caminar. Si Elisa estuviera con ella, tal vez sería más fácil, pero una Elisa capaz de dar lástima tendría que ser una niña con el sello del desprecio y la incertidumbre entre ceja y ceja, y entonces era mejor extrañar a Elisa, preocuparse por la rabia de Elisa y su renuncia a hablar con ella, que arrastrar a su hija de doce años a esos desamparos, de eso ella tenía certeza, no importaba que la terca de su madre no lo entendiera, con tal de que lo que aceptara, como lo había hecho. Desde que su padre murió, a su madre como que se le había olvidado qué era eso de ser madre, qué era ser abuela, como si de pronto nomás supiera ser viuda, y eso Nina lo entendía a la perfección, aun sin decir nada, porque sin su padre ella solo sabía ser huérfana, como huérfana debía estarse sintiendo Elisa, enlutada solita, con una madre mendigando ayudas tan lejos de casa, llorando al escuchar aquel ?, dicho por la misma mujer que en los días anteriores le ofreció un sanduchito y un café y le explicó cómo sacarse los documentos, esa que ahora se sentía tan mal que lloraba sin parar como si tuviera un grifo abierto adentro y tuvo que agarrar la Pick Up del marido y salir ofreciendo cola hasta donde le pidieran, a ver si compensaba aunque fuera un poquito el estrago de esa mañana espantosa. Dona Giulia, un milagro de gente cuyo nombre Nina nunca aprendería a pronunciar bien.
Convertida en un amasijo exhausto en el cajón de la camioneta, Nina intentaba dormir y era interrumpida por imágenes del fuego que la expulsaban del sueño, e intentaba despertarse y era adormecida por la monotonía de los retazos de un paisaje nuevo, pero nada muy diferente de las carreteras del llano en Venezuela, o de la Falcón-Zulia, los mismos camiones solitarios y motos sobrepobladas y carros viejos con idénticas y creativas soluciones mecánicas de discutible seguridad, los mismos autobuses de líneas de transporte con nombres hechos de acrósticos impronunciables y las mismas , una palabra que se puede pronunciar sin dificultad alguna, pero era mejor irla sustituyendo por para no andar por ahí mentando chochos en portugués y provocando confusiones, no vaya a ser que te tomen por puta, dijo uno de los gemelos cuarentones, barquisimetanos, madridistas furiosos y exgorduchos como tantos de sus compatriotas, que estaban sentados a su lado con la aparente misión de no dejarle pegar un ojo entre movimientos bruscos, risas estrambóticas e incoherentes y su reserva de latas de atún que compartieron con dolor, pero de corazón, para ternura de la elocuente señora Soraya, comerciante, devota de La Milagrosa y de José Gregorio Hernández, madre de dos hijos que la esperaban en Toledo, en Paraná, no en España, aunque mucho le gustaría que fuera allá y en castellano, tan bonito su idioma para tener que cambiarlo después de ya ser abuela de cinco, Ender, Engerbeth, Edicson, Yonni y Yamilé, unos angelitos de Dios, todos medio orejoncitos como la familia de su marido, pero una belleza, ¿no es verdad?; los hijos son siempre una bendición, dijo en una ironía involuntaria frente a la sonrisa evangélicamente grata de una pareja de adolescentes al ver al hijito de ya casi tres años mamando de la gloriosa e inagotable teta que lo nutría, mientras a ellos les roncaban las tripas por lo menos dos veces por día desde que salieron de Anaco, donde nunca fueron chavistas, pero tampoco eran oposición porque a ellos la política no les tocaba y ella, Soraya, confesó con pena que había sido chavista, pero la Virgen le había halado las orejas cuando se metió en la marramusia aquella del Consejo Comunal y para redimirse volvió a sus días de copeyana ahora primerojusticiera, y gracias a Dios se dio cuenta a tiempo de que finalizaron las cuatro horas de viaje y el centro de Boa Vista los recibió con una noche seca de comerciantes que recogían sus macundales, como si estuvieran viendo en reversa la escena de los buhoneros montando sus tenderetes en las madrugadas del Callejón de Los Pobres en Maracaibo.
Dona Giulia insistió en llevarla hasta el terminal y a Nina le dio pena, pero Gi no aceptaba un no por respuesta y fue el terminal y la fila del pasaje y el pastel frito y el jugo, y hasta la sentó en la poltrona y le reclinó el espaldar y le metió en el bolsillo un papelito con su número de teléfono y el número y la dirección de la Superintendência da Polícia Federal de Porto Alegre y de la Igreja da Pompéia, y de una amiga de ella que trabajaba en la Cruz Vermelha y que estaba en misión en Roraima, pero seguro tendría cómo ponerla en contacto con buenas personas, y le dijo por vigésima vez que perdonara a su pueblo por quemar su carpa y dio gracias al cielo por centésima vez, pues por lo menos no perdió su mochila, que ella sabía de los tesoros que Nina llevaba ahí dentro, , y Nina apenas balbució un lloroso porque ella nunca supo pedir ni aceptar ayudas, y sin las Giulias que ese mundo de mierda o el cielo en el que ella no creía insistían en ponerle en el camino, ella estaría perdida.
Durmió un sueño que más pareció un desmayo, doce horas de un tirón y, , un hombre llamándola a la mañana de Manaus. A ese mismo hombre le preguntó la forma más barata de llegar al aeropuerto, y qué bueno para los recién llegados que en Brasil las líneas de autobuses tuvieran nombre y número y hubiera paradas fijas, pensaba Nina, recordando lo escoñetado y al mismo tiempo divertido, de una retorcida y masoquista manera, que podía ser el transporte público en Maracaibo, una ciudad de más de dos millones de habitantes donde la ley era la informalidad y la viveza y cómo pedir que la gente no fuera escandalosa u hostil, si hasta para agarrar un bus había que comprometerse en un combate cuerpo a cuerpo. Durante el camino, Nina fue curándose la sensación de pobrecita, muy ayudada por el hecho de haber conseguido cubrir el quemado de la mochila amarrándole un jirón de tela encima, como si fuera una bufanda, y para cuando llegó al aeropuerto ya conseguía sentirse una persona casi normal, una viajante como cualquier otra, en quien el cansancio en el...




