Morris | El Imperio veneciano | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 91, 272 Seiten

Reihe: Narrativas

Morris El Imperio veneciano

Un viaje por mar
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19168-60-3
Verlag: Gallo Nero
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Un viaje por mar

E-Book, Spanisch, Band 91, 272 Seiten

Reihe: Narrativas

ISBN: 978-84-19168-60-3
Verlag: Gallo Nero
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



«A veces, no obstante, gracias a algún guiño del clima, a una asociación de ideas o a cierta alquimia del escenario, percibo en el aire del Estambul actual una traza de Venecia. Sobre todo de buena mañana, cuando una fina bruma cubre aún el Cuerno de Oro y los barcos avanzan a tientas por el mar neblinoso hacia el Bósforo.» Durante seis siglos, la República de Venecia fue un imperio marítimo cuyo poder soberano se extendía por gran parte del Mediterráneo oriental: un imperio de costas, islas y fortalezas aisladas mediante el cual, como escribió Wordsworth, los mercaderes venecianos «mantenían bajo control el magnífico Este». Jan Morris reconstruye este resplandeciente dominio en forma de un viaje por mar, recorriendo las históricas rutas comerciales venecianas desde la propia Venecia hasta Grecia, Creta y Chipre. Seguiremos un itinerario dispuesto geográficamente pero que se mueve a placer entre el pasado y el presente, evocando los paisajes, los sentimientos de los protagonistas de los tumultuosos acontecimientos del pasado veneciano. Se trata de la primera obra de este tipo jamás escrita sobre el Stato da Mar veneciano, destinada a viajeros curiosos de entrar en los dominios que una vez rigieron los Dogi de la Serenísima República.

Jan Morris (1926-2020), periodista, escritora e historiadora, vivió toda su vida en Gales entre las montañas y el mar. Con sus libros de viajes se granjeó un gran reconocimiento internacional y el respeto de todos aquellos viajeros que entienden el viaje como un camino de conocimiento y descubrimiento de uno mismo.En Gallo Nero hemos publicado La coronación del Everest, Manhattan 45, Trieste y Venecia. Entre sus libros destacamos también la trilogía Pax Britannica.
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Introducción


Durante seis siglos, la República de Venecia, asentada y magnífica en su resplandor sobre la laguna frente al mar Adriático, fue una potencia imperial. Como muchas otras ciudades Estado medievales, extendió su autoridad poco a poco sobre las tierras aledañas, y en la cúspide de su esplendor gobernó casi todo el norte de Italia, el sur hasta Ancona y el interior casi hasta Milán. Sin embargo, y de una forma más propiamente imperial, con el paso de los años también adquirió dominios en ultramar, un imperio colonial en el sentido más clásico —Stato da mar, en lengua vernácula veneciana—, y esa romántica entidad, diseminada por los más bellos mares del mundo, constituye el objeto de este libro. Se trata de un libro de viajes, dispuesto por orden geográfico, pero donde se confunden tiempo y espacio, pues he divagado a placer desde los paisajes y sensaciones de nuestra época por los acontecimientos, las sugerencias y las sustancias del pasado.

Llamo entidad al Imperio veneciano, pero lo cierto es que muchas veces me parece más bien una abstracción. Los venecianos nunca carecieron de posesiones en ultramar, desde la época en que empieza mi relato, esto es, a finales del siglo xii, hasta la caída de la República de Venecia, a finales del siglo xviii. Sin contar las de Roma, sus guerras fueron las primeras y más duraderas de todos los imperios europeos en ultramar, aunque su imperialismo fue fragmentado y oportunista. Los venecianos se hicieron ricos recolectando productos orientales, transportándolos en barco a casa y luego despachándolos por toda Europa: desde el principio, su imperio se concibió con la idea de preservar y desarrollar dichas actividades, y se gestó según esa idea con un pragmatismo casi excesivo. Todo se adaptaba con facilidad a esas circunstancias. Los venecianos no exportaron ninguna ideología al resto del mundo. No esperaban hallar Estados inferiores a su imagen y semejanza. Tampoco tenían ningún celo misionario. No eran grandes constructores, como los romanos. Ni fanáticos, como los españoles.

Eran, sobre todo, gente interesada en hacer dinero —todo veneciano, escribió el papa Pío XII en el siglo xv, era esclavo de «las sórdidas ocupaciones del comercio»—. Si las aventuras allende los mares les brindaron también un cierto sentido de plenitud patriótica, fue porque durante los años de virilidad nacional estaban muy orgullosos de su república e instituciones, y trasponían su lealtad a todo cuanto creaban. Así, el orgullo y el provecho estaban intrínsecamente entrelazados. Tal y como declararon los remeros de una galera veneciana al verse atrapados en el Cuerno de Oro durante la toma de Constantinopla en 1453 por los turcos, «donde están nuestras mercancías, está nuestra casa […]. Hemos decidido morir en esta galera, que es nuestra casa», y desenfundando la espada, se prepararon para ahuyentar a los asaltantes bajo el estandarte de san Marcos, patrón y protector de todo lo veneciano.

Era un imperio de costas e islas distribuidas a lo largo de las rutas comerciales de la República en dirección a Oriente. Es probable que la población total nunca llegara a superar los cuatrocientos mil habitantes, pero se extendía en fragmentos dispersos desde el Adriático, al oeste, hasta Chipre, en el este, y por el norte del Egeo. Nunca fue un territorio definitivo, por así decirlo, ni tuvo una culminación. Cambiaba constantemente, y sus posesiones comprendían una enorme variedad de estilos, tamaños y duraciones.

Algunas eran fortalezas aisladas en orillas ajenas. Otras, grandes centros de transporte o dominio naval donde los mercaderes de las galeras podían hallar comida y agua y reparar sus naves, y los barcos de guerra podían disponer de una base para la tripulación. Otras eran colonias de asentamiento: por ejemplo, varias familias venecianas vivían de forma permanente en Creta y Corfú, y otras se apropiaron de las islas del Egeo como Estados feudales. En ciertos lugares, la presencia de lo veneciano fue tan extensa y duradera que parecía casi geológica; en otros, apenas los soldados irrumpieron entre las murallas, la bandera cayó y las galeras se desvanecieron en el mar, una vez cumplidas sus tareas punitivas. Un lugar como Corone, en Grecia, fue veneciano durante tres épocas distintas de la historia, entre las cuales fue gobernado por un elenco de caballeros franceses, emperadores griegos y sultanes turcos; y para complicarlo un poco más, muchas posesiones venecianas han cambiado de nombre con el tiempo, lo cual señalaré cuando sea necesario a lo largo del libro.

Con todo, los venecianos trataron de forjar una unidad imperial a partir de ese conglomerado tan diverso e ininteligible. Pese a las apariencias, el suyo fue un territorio muy severo en su centralismo. Todo miraba hacia Venecia, al señorío de la cúspide, así como los convoyes de los mercaderes, razón de ser del Imperio, navegaban siempre desde o hacia un destino muy claro: Venecia. El Imperio se gobernaba con mano firme en su época más dinámica. Todas las mercancías coloniales debían transportarse en barcos venecianos. Todo excedente de producción colonial debía dirigirse a Venecia. Todo el comercio del Adriático se canalizaba por la laguna. Funcionarios enviados desde la metrópolis gobernaban los principales puestos coloniales bajo títulos diversos —gobernador, rector, alguacil, prefecto, lugarteniente—, y la defensa del reino siempre estaba en manos de los nobles venecianos.

Por debajo en la jerarquía, los indígenas solían mantener algún tipo de autoridad en el gobierno local, pero la última palabra siempre la tenía Venecia, y el verdadero poder nunca se devolvía a las colonias ni existía ninguna representación de estas en la capital. No tiene sentido fingir que fue un imperio cultivado. Los venecianos no se guiaban por el instinto del desarrollo y la prosperidad que, más tarde, templaría la belicosidad de los constructores del Imperio británico, y sus patrones de gobierno oscilaban entre la eficiencia impersonal y la corrupción incorregible. «Si desean que los dálmatas sean leales, manténganlos en la ignorancia y la escasez. […] En cuanto a los súbditos griegos, bastaría con un poco de vino y unos garrotazos», aconsejaba el teólogo Paolo Sarpi al señorío en 1615. Los venecianos generaban desprecio y repulsa en gran parte de sus territorios. Los griegos ortodoxos, tras unas cuantas generaciones de gobierno veneciano católico, en varias ocasiones acogieron jubilosos la llegada de los musulmanes turcos —los cuales, pese a su desagradable debilidad por las masacres humanas, los incendios y el destripamiento, al menos no despreciaban a sus súbditos tachándolos de palurdos cismáticos—.

Sin embargo, cabe señalar que en otros lugares la autoridad de Venecia era muy querida y deseada, hasta caer en lo sentimental. El señorío despertaba una gran confianza en muchas tierras lejanas, más que los funcionarios allí destinados, y a veces los súbditos más resueltos se defendían mejor que los venecianos cuando turcos, genoveses, piratas u otros vasallos hostiles desembarcaban en sus orillas con la mayor impertinencia.

El veneciano, más que otros imperios, se mantuvo muy fiel en su propósito a lo largo de los siglos. No se enriqueció porque, casi con toda seguridad, el coste de mantener las colonias superaba las ganancias obtenidas con los productos coloniales. Con el paso de los siglos, y desde una perspectiva estratégica, las colonias se convirtieron más en una carga que en un recurso. Es cierto que proporcionó puestos de trabajo y oportunidades a los miembros de la nobleza gobernante, pero era un imperio de pequeños territorios y solo una pequeña parte de la población procedente de la madre patria decidió asentarse en ellos.

Se trataba, de forma muy específica, de un imperio mercantil. Bajo las armas de sus puestos dispersos, los mercaderes podían navegar confiados en sus empresas, y en una época en que los marinos preferían pasar la noche en tierra, la existencia de tantos puertos venecianos convertía el viaje desde la laguna hacia el este en una serie de estancias en dichos puertos: de Venecia a Parenzo, Split, Durrës, Corfú, Modona, Citera, Creta, Chipre y Beirut. Así, en el siglo xv un navío veneciano no necesitaba atracar en ningún puerto extranjero desde que zarpaba del muelle de su dueño hasta que llegaba a los almacenes de Levante.

De los numerosos enemigos que codiciaban esas rutas, hubo uno, en concreto, que se cernió desde el principio sobre las perspectivas venecianas. Los turcos otomanos surgieron por primera vez en la historia, procedentes de su Anatolia natal, en el siglo xii. Cuatro siglos después habían tomado Constantinopla, dominaban el mundo árabe y, en Europa, habían llegado hasta Viena. El verdadero hilo que traza la historia imperial veneciana es la persistente defensa de la República —que fue alternándose durante unos tres siglos— contra el poder de semejante coloso. Venecia era la potencia europea más expuesta y vulnerable a la larga lucha entre el islam y la cristiandad, y durante casi toda su historia imperial estuvo en guerra, aunque de forma intermitente, con los turcos: ya antes de alcanzar su apogeo territorial, el señorío empezó a perder sus primeras posesiones ante la Sublime Puerta.1

No obstante, Venecia dependía al mismo tiempo del comercio musulmán. Así, su relación con el islam siempre fue muy ambigua. Aunque participó en más de una cruzada, siguió manteniendo sus puestos comerciales en Siria y Egipto, e incluso mientras...



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