E-Book, Spanisch, 312 Seiten
Nicholson El cuidador de elefantes
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17109-37-0
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 312 Seiten
ISBN: 978-84-17109-37-0
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Inglaterra, 1766: después de un largo viaje desde las Indias Orientales, un barco atraca en Bristol, Inglaterra. Lleva un cargamento de animales exóticos y, además, dos elefantes en pésimas condiciones. John Harrington, un comerciante de azúcar, los compra y se los confía al hijo de su jefe, Tom Page, de doce años. El vínculo que se establece entre el niño y los elefantes es inmediato. Así comienza El cuidador de elefantes, una hermosa y cautivadora historia sobre la lealtad, la violencia, la libertad y el cautiverio entre un elefante y un ser humano. La crítica ha dicho «Una novela fascinante.» David Lodge «Christopher Nicholson articula un relato de hondura emocional en torno a un joven que, insertado en una realidad que lo conduce inevitablemente a su destino, se encuentra consigo mismo y con su pureza infantil en el insólito apego que siente hacia dos elefantes.» Zenda
(Londres, 1956) creció en Surrey y se educó en la Tonbridge School en Kent. Después de la universidad trabajó en Cornwall para una organización benéfica. Posteriormente fue guionista de radio y productor, y realizó numerosos documentales, principalmente para el Servicio Mundial de la BBC en Londres. Durante los últimos veinticinco años ha vivido en el campo, entre Wiltshire y Dorset. Del mismo autor, Gatopardo ediciones ha publicado Invierno (2015) y El cuidador de elefantes (2018).
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Capítulo 1 Nací en el pueblo de Thornhill, en Somersetshire, en el año de nuestro Señor de 1753, y fui el mayor de dos hijos. Mi padre era el caballerizo mayor del señor John Harrington, comerciante de azúcar y dueño de media docena de buques mercantes registrados en la ciudad de Bristol; con ellos había ganado una fortuna suficiente para comprar una propiedad compuesta por más de dos mil acres de bosques y tierras de cultivo. Al señor Harrington le complacía mucho pasear a caballo por sus terrenos, y mantenía una cuadra de diez monturas. Desde muy temprana edad, con poco más de dos o tres años, me separaba de mi madre para ir a pie con mi padre del pueblo a las cuadras. Me encantaba el calor del establo y el olor dulzón a paja y estiércol, y adoraba a los caballos, de hocicos suaves, orejas largas y mirada inteligente. Los consideraba amigos míos, y les ponía nombres. Había una yegua ruana, con una mancha blanca en la cabeza, a la que llamaba Starlight; la besaba en el hocico y le hablaba, contándole historias para tenerla entretenida, y ella alzaba las orejas y parecía escuchar. La quería mucho y estaba convencido de que ella también me quería a mí: imaginaba, incluso, que yo no era un ser humano sino un caballo. Una noche de verano, cuando tenía unos seis años, me quedé dormido en el heno junto a ella, lo que causó gran alarma en mi familia, con mi madre y mi padre pasándose la noche sin dormir en la creencia de que me habían raptado los gitanos, como solía ocurrir alguna que otra vez en aquellos días. Cuando me encontraron, no sabían si regocijarse o mostrarme su enojo. Teniendo todo eso en cuenta, podría deducirse que pasé una infancia solitaria, y sin embargo disfrutaba de la compañía de los demás niños de Thornhill y Gillerton, y también de la de mi hermano, Jim, porque ambos jugábamos juntos en las caballerizas. No obstante, en las cuadras del señor Harrington había seis caballos de tiro, dos de caza y dos de silla, es decir, caballos de paseo, y mientras que los de tiro eran animales plácidos y pesados, los de caza y de silla tenían algo de purasangres y su temperamento era mucho menos de fiar. En particular, uno de los caballos de caza, un corpulento castrado zaino, era de temperamento muy nervioso, y un día soltó una coz a Jim, asestándole un severo golpe en el entrecejo. Se vio obligado a guardar cama y a permanecer a oscuras durante más de una semana, y aunque se recuperó, el recuerdo del accidente se materializó en forma de cicatriz en la frente, con el fastidio de unos continuos dolores de cabeza; a ello se debió, más que a otra cosa, según creo, ese carácter tímido y retraído que lo preparó para que de mayor fuese jardinero. Le entró un gran miedo a los caballos, y desde entonces siempre evitó las cuadras. Mi padre, que percibió mi adoración por los caballos, se ocupó de enseñarme todo lo que pudo sobre ese asunto. Me decía que, si a un caballo le faltaba aire para respirar, podía tener Paperas; si le fallaba la vista y se acostaba temblando, era señal de enfermedad del Tambaleo; si le olía mal el aliento, o le salía pus de los ollares, podía tener Úlcera, a menos que el pus fuese blanco, en cuyo caso eran los Ganglios, o negro, y entonces se trataba del Luto de la China, que es parecido a la tisis. Me enseñó a distinguir el color de la orina de las caballerías, y las características de sus deposiciones. En una ocasión me llevó ante un caballo de tiro que padecía de lombrices. —Al caballo lo atacan tres clases diferentes de lombrices —me dijo—, reznos, solitarias y vermes rojos. Levántale el rabo. Así lo hice, y entonces debía de ser muy pequeño, porque tenía los ojos justo a la altura del ano del animal. —Ahora mete la mano. Temía que me soltara una coz, pero mi padre me aseguró que no lo haría. Así que me puse de puntillas y le introduje la mano. —Más adentro. Hasta el codo. Más. Y ahora, ¿qué notas? Con los dedos. ¿Sientes que se retuerce algo? Le dije que sí, aunque no estaba seguro. —Sácalo. Lo saqué, y vi que entre los dedos húmedos tenía un pequeño gusano de cabeza grande y rabo pequeño. —Éste es un rezno —me explicó mi padre—. Vive en el intestino grueso y es fácil de sacar. La solitaria y los vermes rojos anidan más arriba. La solitaria es negra y gruesa. El verme es largo, delgado y rojo. Recuerdo que me asombraba el amplio caudal de conocimientos de mi padre, al que a su vez se lo había transmitido el suyo, y además poseía un preciado ejemplar de la Ópera maestra de Gervase Markham, considerada la Biblia del Herrador. No obstante, mi padre era muy suyo y no estaba conforme con todo lo que decía Markham; por ejemplo, en lo referente a los vermes rojos, el bueno de Markham sostenía que el primer remedio consistía en untar el bridón con excrementos humanos, y si eso fallaba, había que meter tripas de gallina por el garguero del caballo, mientras que mi padre, por el contrario, creía que era suficiente administrarle una severa purga, aunque eso sólo lo hacía con gran precaución. En general, los mozos de cuadra la consideran eficaz únicamente cuando provoca un tornado, pero una purga demasiado fuerte puede matar al animal, en particular si se trata de un caballo débil o delicado, o si padece una inflamación de la sangre. Sin embargo, no cabe duda de que la purga es muy útil a la hora de limpiar impurezas. Todo mozo de cuadra tiene sus ingredientes favoritos para elaborarla, y mientras Markham prefería nitrato, mi padre empleaba palo de áloe y ruibarbo, o casia, con lo que hacía bolas del tamaño de un huevo de gallina que administraba en primavera y otoño. También aprendí viendo cómo trabajaba mi padre, de tal modo que a los ocho o nueve años ya conocía las particularidades de un buen caballo: que la boca debe ser profunda, el pecho ancho, los hombros altos, el lomo amplio y la grupa al ras de la cruz, la lengua no muy grande, el cuello no demasiado largo, los ojos poco protuberantes. Aprendí a sangrar y purgar, a hacer toser al caballo, esto es, a comprobar el buen estado de su resuello, apretando el conducto superior de la tráquea entre el índice y el pulgar, así como a aplicar un laxante, es decir, despacio y ni frío ni caliente. Aprendí a saber la edad de un caballo por el estado de sus encías, por el brillo del pelaje y por el desgaste o la desaparición de cierta mancha en los incisivos que se presenta entre el quinto y el noveno año; pero también a descubrir una práctica engañosa consistente en limar algunos dientes hasta hacerlos desaparecer para que el animal parezca más joven; de hecho, recuerdo que mi padre me enseñó una vez una yegua vieja que, a juzgar por los ahuecados carrillos y el pelaje desvaído, debía de tener veinte años por lo menos, pero como le habían limado y cortado los dientes parecía diez años más joven. La lección más importante de mi padre, sin embargo, fue una que no me explicó con palabras sino con hechos: que los caballos son criaturas con inteligencia y emociones muy parecidas a las de los seres humanos, aunque en menor grado, y que cuando un caballo es díscolo o rebelde, no es lo mejor comportarse como un tirano sino armarse de amorosa paciencia para lograr su sumisión. A los doce años empecé a trabajar de mozo de cuadra en Harrington Hall, y mientras me ocupaba de los caballos —almohazándolos, dándolos de comer, ejercitándolos y desempeñando un centenar de tareas en su beneficio—, llegué a comprender algo, o eso creo, de sus sentimientos y procesos mentales. El tiempo afectaba notablemente a su estado de ánimo. En los días soleados de primavera y principios de verano, les encantaba correr por los campos y revolcarse en el suelo dando coces al aire, pero en los días de bochorno, cuando se acercaba el trueno, se ponían nerviosos e irritables, sobre todo si una concentración de moscas zumbaba en torno a sus ojos. Me daban lástima, igual que los compadecía cuando los montaban con demasiada dureza, como tantas veces ocurría cuando los llevaban de caza. En todos mis tratos con el señor Harrington, me pareció un amo muy justo y generoso, que nunca alzaba la voz con furia; sin embargo, cuando seguía a los perros, era un hombre distinto y trataba con brutalidad a su montura. En una breve cacería matinal, el señor Harrington fustigó y atormentó al mismo castrado zaino que había dado la coz a mi hermano, una bella criatura que gustaba de hacer cabriolas, dejándolo en un estado de gran padecimiento, jadeante y lleno de espuma, con sangre en torno a la boca y los ojos desorbitados. Con frecuencia me tocó aliviar a aquel pobre animal. Lo llevaba a su cuadra, que ya había preparado con un lecho de paja fresca, y allí le quitaba la brida, le aflojaba la cincha y le ponía un paño seco sobre el lomo; después le frotaba la cara, la garganta y la nuca y le daba una ración de heno. Mientras comía, le lavaba despacio las pezuñas con jabón y agua caliente, hasta el corvejón, y por último le quitaba la silla, le secaba el lomo y lo cepillaba de arriba abajo. Mientras tanto no dejaba de hablarle; porque aunque los otros mozos se burlaban de mí por esa práctica, a los caballos les gusta oír la voz humana, y poco a poco se iba calmando hasta recuperar su brío habitual. El señor Harrington tenía un hijo pequeño que se llamaba Joshua; con frecuencia venía solo a las cuadras, y me habían encomendado la tarea de velar...