E-Book, Spanisch, 264 Seiten
Norris Los mejores relatos de Frank Norris
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-17109-08-0
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 264 Seiten
ISBN: 978-84-17109-08-0
Verlag: Gatopardo ediciones
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Nació en Chicago en 1870, en una familia acomodada. En 1884 se trasladó con sus padres a vivir a San Francisco. Entre 1890 y 1894, tras una breve estancia en Londres y en París, asistió a la Universidad de California en Berkeley. Dos años más tarde, trabajó como corresponsal en Sudáfrica. Entre 1896 y 1897, fue editor asistente del San Francisco Wave. Posteriormente, se incorporó a la editorial neoyorquina Doubleday & Page. Murió en 1902, a causa de una peritonitis, a los treinta y dos años. Pese a su corta vida, su obra es muy extensa. Escribió siete novelas, cerca de sesenta relatos y varios ensayos. En 1928 se publicaron sus obras completas, que abarcan diez volúmenes.
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El juglar de Taillebois
Ahora que habían pasado el ímpetu y la exaltación del primer ataque, Amelot se percató de que no había acertado con la debida precisión y que su espada, al apartar rápidamente Yéres la cabeza para esquivarla, sólo había logrado alcanzar y hendir la base del cuello, detrás de la clavícula; si bien con eso ya bastó. El tajo, pese a no ser muy preciso, había sido decisivo. Y Amelot observaba con satisfacción que la raja en el cuello de Yéres era lo bastante profunda como para que se escapara por ahí la vida de cualquier hombre.
Era sólo cuestión de tiempo, de modo que se apartó para evitar las terribles convulsiones y espasmos de Yéres, y optó por esperar. Nunca había matado a un hombre, por lo que ver cómo uno agonizaba de muerte violenta constituía una escena nueva y sorprendente. La observaba con gran curiosidad. Cuando siendo un niño le pusieron la primera daga en las manos, su primera reacción fue matar al gato de la esposa del senescal de su padre. La muerte no había sido instantánea: el animal aulló y se retorció durante cerca de media hora. Lo recordaba ahora al ver cómo Yéres se agitaba y se retorcía en el suelo, a sus pies, primero boca abajo, luego boca arriba, después a cuatro patas, restregando estúpidamente la cabeza contra las raíces del árbol. La sangre le cubría las ropas y el rostro, las hojas muertas se le adherían a las húmedas mejillas y el polvo del terreno se convertía en barro rojizo debido al rápido e incesante abrir y cerrar de sus dedos. No emitía ningún grito, pero tenía la lengua fuera y la mirada fija y expectante.
Amelot nunca supo cuál fue el momento exacto de la muerte. Los espasmos y torsiones se espaciaron cada vez más, y, tras una pausa más larga de lo habitual, llegó a la conclusión de que se hallaba ante una vida extinta, si bien con tal de cerciorarse de su muerte apuñaló el cuerpo con su misericordia1 para asegurarse por partida doble, y lo apuñaló de una manera particularmente suya: determinó no asestarle ninguna cuchillada al cadáver —no fuese que un golpe apresurado le impidiese acertar con pericia—, sino que calculó con mucho tino dónde se hallaba el corazón, colocó la punta del puñal justo encima y apoyó su peso en la empuñadura; la carne cedió para luego abrirse súbitamente, la hoja se hundió hasta el mango y Amelot se incorporó con la certeza de que su enemigo estaba muerto sin el menor resquicio de duda.
En aquel momento lo primero que le vino a la mente fue cómo ocultar el cuerpo. Miró a su alrededor. Se hallaba en el corazón de uno de aquellos Nuevos Bosques que su muy temido señor, Wilhelmus Conquestor, Dei Gratiae Rex Anglicorum —siguiendo los pasos de su ascendencia normanda—, estaba sembrando por toda la Inglaterra conquistada. El crecimiento de los grandes robles, pinos y sicomoros era demasiado lento para la paciencia y el placer reales, así que los encargados de la expansión forestal habían recibido órdenes de arrancar árboles de gran tamaño de otras partes de la isla con el fin de trasplantarlos en aquellos predios seleccionados como coto de caza para el rey. No lejos de donde se hallaba Amelot, yacía uno de aquellos árboles, un imponente pino negro, sobre un carretón con el que los guardabosques lo habían arrastrado hasta allí, y debido a lo tarde que era y a la dificultad de ponerlo en pie, se decidió posponer dicha tarea para el día siguiente. Junto a sus raíces, que como enormes tentáculos se retorcían indefensas en el aire, habían excavado el hoyo circular que debía alojarlas. Era un pozo. A ojos de Amelot, una tumba…, una tumba para Yéres. Bajo aquel tronco gigantesco, ¿qué posibilidad tenía el cadáver de ser descubierto? Nunca hubo una sepultura más protegida ni un monumento más seguro e inmutable.
Los picos y las palas de los siervos yacían sobre los montículos de tierra extraída. Amelot se introdujo en el hoyo y con aquellos aperos cavó hasta alcanzar una profundidad de dos o tres metros más. «Un pozo dentro de otro —se dijo sonriendo—, un secreto oculto en el interior de otro.»
Cuando hubo excavado lo que consideró que era suficiente, envolvió el cuerpo de Yéres en su chappe y lo introdujo en el agujero, boca abajo, pero la vida no le había abandonado aún del todo: una de esas raras sacudidas se apoderó del cuerpo, un sonido ahogado se escapó de entre los pliegues del chaperon, donde el rostro se hincaba en la tierra. Todo aquel fardo se retorció hasta darse media vuelta y quedarse boca arriba, el embozo dejó la boca al descubierto y, como si le aterrorizase el primer contacto con esa gran madre que lo reclamaba, un grito de terror atravesó sus labios negros y sus apretados dientes. Con un movimiento tan rápido como el impulso que lo había originado, Amelot le tapó la boca con el pie y levantó la vista hacia el siniestro paisaje de troncos del bosque mientras obligaba a sus oídos a captar cualquier posible suspiro o grito de ayuda; pero el grito no obtuvo respuesta, y Amelot pudo concluir el entierro sin problemas. Aplanó la tierra que cubría la nueva tumba, apiló y quemó las hojas cuyo color rojo no se debía al otoño, echó una mirada a su alrededor y, de pronto, asaltado por un terror repentino, huyó de allí corriendo, presa del pánico.
Al día siguiente, los siervos de Taillebois plantaron el Pino Negro en la posición prevista, donde creció y floreció a lo largo de quince años.
Llovía en el Bosque Nuevo.
La lluvia en el mar, en un páramo irlandés, en una posada de la Escocia rural o en una nueva población del oeste de Kansas ya es, de por sí, suficientemente tétrica y desoladora, pero alcanza el cénit de la desolación, la quintaesencia definitiva de la tristeza cuando esa lluvia se desliza por un bosque al final de una tarde otoñal, cuando las gotas caen, caen, caen con monotonía incesante sobre cada hoja temblorosa, cuando el musgo verde y los líquenes crecen y se esponjan al mojarse, y la espesa corteza de los troncos más grandes se ennegrece con el agua y adquiere una consistencia pastosa, cuando cada minúscula y cantarina catarata de lluvia encuentra su camino hacia los más oscuros rincones del sotobosque y aviva los embriagadores olores boscosos que duermen entre las capas de hojas muertas y caídas; olores que, como un incienso de naturaleza muerta, se elevan en el aire silencioso, cuando todo está en calma y promete placidez, cuando los petirrojos guardan silencio, cada uno en su rama, ahuecando sus plumas, aumentando de tamaño, sesteando con el pico sobre el pecho; cuando el ciervo, el jabalí, el conejo y toda una miríada de insectos se relajan en sus apartados rincones, y todo está muy callado mientras el repiqueteo de la lluvia, en una cadencia menor interminable, continúa incesante su labor.
Así pues, en ese bosque encantado del siglo xii, la acogedora lluvia cayó durante todo el día con un ritmo constante y discreto, mientras la luz iba menguando a lo largo de la tarde y soplaba un ligero viento.
Pero con la última luz del crepúsculo llegó un cambio repentino. Una fuerte ráfaga de viento del oeste barrió en un instante toda esa apacible soledad que reinaba majestuosa desde el amanecer. Dejó de llover y corrió una voz entre el follaje más alto, una voz que susurraba «sh-sh-sh», tras lo cual los árboles se mantuvieron erguidos, en silencio y, por así decir, expectantes, atentos a la tormenta que estaba por llegar.
Y llegó. En la absoluta calma que siguió a la primera ráfaga anunciadora pudo oírse, por debajo de la línea remota del horizonte, el sonido acampanado del trueno lejano; luego vinieron el rumor y el rugido de la lluvia que impregnaba las tierras altas, y, a intervalos, como la apertura y el cierre de un gran ojo, aparecía el resplandor atenuado y distante del relámpago; aunque aún en la distancia.
Pero se iba acercando. Con un crujido atronador, como si dos mundos caóticos entrechocaran entre sí, el trueno avanzó hacia arriba, hacia su cénit; como la trayectoria zigzagueante de un espíritu gobernado por el Demonio, el relámpago atravesó las tinieblas mientras con un rugido ahogado sólo por los ecos del trueno la lluvia empapaba toda aquella naturaleza despavorida. El viento azotaba los espacios abiertos entre los árboles y combaba sus copas, fustigando la foresta, que contraída de dolor gemía de nuevo, levantando del suelo las hojas caídas para unirlas en torbellinos prestos a retorcerse y huir como conejos excitados. Al mismo tiempo, todos los elementos se desataron; fuerzas violentas y desapacibles usurpaban con rudeza la hasta entonces ensoñadora calma, mientras el silencio y la soledad se quebraban ante la furia de la tempestad. Una mala noche. Realmente mala para los viajeros que se dirigían hacia el este, por la calzada de Watling, de camino hacia las tierras bajas de Surrey.
Y el único de estos viajeros que estaba en medio de aquella violenta tormenta de octubre era Amelot. A lomos de su fatigado corcel Flammand recorría aquella ancha calzada, en cuyas losas separadas por ranuras se reflejaba su imagen invertida, y pensó que el suelo que pisaban las inquietas patas de su caballo no debía de andar lejos de la encrucijada que conducía al castillo, o más bien mansión, de Taillebois, pues eso era cuando se hospedó allí. Debería conocer bien la región. Quince años atrás, antes de la plantación del Bosque Nuevo y de la promulgación de las leyes forestales, soltaba su halcón y sus mastines en esos mismos claros. El primer periodo de su vida había transcurrido en aquellos parajes; había recorrido raudo...