Osborne | Cazadores en la noche | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 352 Seiten

Osborne Cazadores en la noche


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17109-83-7
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 352 Seiten

ISBN: 978-84-17109-83-7
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Robert, un joven inglés de vacaciones en el Sudeste Asiático, tras ganar una pequeña fortuna en un casino de la frontera entre Camboya y Tailandia, decide no regresar a su monótona vida de profesor en Sussex. Permanece en Camboya y vive a la deriva como tantos otros miles de expatriados occidentales que «cazan en la noche», buscando la felicidad en un mundo lleno de supersticiones que nunca lograrán comprender del todo. Sin embargo, el dinero «maldito» ganado en el casino activará una cadena de acontecimientos en la que toman parte un distinguido americano con un turbio pasado, un maletero repleto de heroína, un taxista buscavidas y la atractiva hija de un acaudalado médico camboyano. Sobre el trasfondo asfixiante de un país traumatizado por la barbarie de los jemeres rojos, Lawrence Osborne reflexiona sobre las maquinaciones ocultas del destino que hacen de todos nosotros unos «cazadores en la noche».

Nació en Inglaterra en 1958. Estudió Lenguas Modernas en Cambridge y Harvard. Vivió en París, ciudad donde escribió su primera novela, Ania Malina (1986), y también el libro de viajes Paris Dreambook (1990). Posteriormente llevó una vida nómada; vivió en Nueva York y después en México, Estambul y Bangkok, ciudad donde reside en la actualidad. En 2010 obtuvo el Premio Napoli. Gatopardo ediciones ha publicado de este autor El turista desnudo (2017), Bangkok (2018), Cazadores en la noche (2019), Los perdonados (2020), Beber o no beber (2020), Perversas criaturas (2021) y Maldita suerte (2022). Su novela más reciente es The Glass Kingdom (2020).

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Capítulo 1 Llegó a la frontera cuando la luz empezaba a atenuarse, con los últimos emigrantes que arrastraban sus cajas atadas con cuerdas, los jugadores del casino que viajaban en autobuses climatizados y los exiliados fugaces que volvían a su país cargados con microondas y reproductores de DVD. Al llegar a la frontera, nadie se salvó de ponerse en fila bajo la lluvia. Los jugadores se quejaron de aquel trato desconsiderado mientras abrían los paraguas de plástico que les había facilitado la agencia de viajes; consideraban indignante que los casinos del otro lado de la frontera no gestionaran mejor las cosas. Entretanto, sus zapatos de Bangkok empezaron a hundirse en el barro color café. El terreno que separaba los dos puestos fronterizos se había llenado de charcos y de buitres que esperaban la llegada de dinero. Allí estaban los timadores y los taxistas, fumando en silencio mientras observaban a sus presas. El funcionario del puesto de control tailandés le marcó la tarjeta de salida, le devolvió el pasaporte y le indicó que avanzara hacia el otro puesto fronterizo iluminado por los focos voltaicos. Los conductores empezaron a hacerle señas y a gritarle con los brazos levantados, pero él no oyó lo que le decían. Aunque viajaba ligero de equipaje y le envolvía un aura de pobreza, era blanco y, por tanto, acaudalado a ojos de los locales. Se refugió bajo las marquesinas de la nación opuesta y entregó de nuevo su pasaporte a los hombres que se hallaban parapetados tras una ventanilla mugrienta. Había cuatro ventanillas y los funcionarios no parecían demasiado complacientes: les pesaba la mirada. En los desnudos cubículos de cemento vio mesas con termos y televisores apagados. El nuevo rey, vestido con su uniforme blanco, ocupaba un lugar de honor en las paredes. —Turista —dijo, y tuvo que pagar dos dólares más porque no llevaba ninguna fotografía para el visado. Contó sus baht, deslizó el sucio dinero sobre la mesa y los funcionarios introdujeron un gran visado verde en su pasaporte antes de devolvérselo con displicencia. Tenía un mes para deambular por aquel reino frondoso y agradable. Pasó el primer minuto contemplando las luces de neón de los casinos, el crepúsculo y los hombres que gesticulaban para llamar su atención. Los charcos, iluminados por los focos, también se habían vuelto verdes. Avanzó, esquivándolos con cuidado, mientras la lluvia le empapaba el sombrero de paja y la bolsa que llevaba al hombro. —¡Señor, taxi! —gritaban los hombres mientras se dirigían a sus respectivos coches de fabricación japonesa, grandes y destartalados. Obligado a escoger uno al azar, se decidió por un conductor con un Toyota y un paraguas que por siete dólares lo llevaría a Pailín. Las luces rojas y azules del casino Diamond Crown brillaban en lo alto, pero estaba cansado y no le apetecía probar suerte en las mesas. Decidió que volvería la noche siguiente. Se sentó en el asiento trasero y se bebió la botella de té frío que había comprado a los vendedores ambulantes de la frontera. Una capa pegajosa de polvo rojo cubría los arcenes, y en la oscuridad vislumbró unas colinas verdes salpicadas de árboles aislados de aspecto milenario. Campos de mungo y de greñuda caña de azúcar. Soplaba el viento, y el cielo se desgarraba en nubarrones entre los que asomaba la luna. El escenario de un desastre, o de un desastre inminente. La tierra, de un negro metálico, despedía un olor pringoso y enmohecido. Como sólo le quedaban cien dólares, le indicó al conductor que lo llevase a un lugar barato para pasar la noche, uno cualquiera. Éste volvió un instante la cabeza para decirle que en aquella pequeña ciudad sólo había tres hoteles, y que ninguno era el Hilton. Media hora después pasaron las rotondas de acceso a la ciudad, unos pocos bares de carretera con rótulos rojos de cerveza Angkor y un pequeño parque donde doce caballos dorados hacían cabriolas en el viento arenoso. El taxista lo llevó a un sitio llamado Hang Meas. Estaba en la carretera principal de la frontera, rodeado de tiendas de una sola planta. Por lo que pudo ver, Pailín era una localidad de tres calles y poco más. Un pueblo creado por los jemeres rojos que habían decidido quedarse para traficar con piedras preciosas. Desde la fachada del hotel, un absurdo rótulo apagado proclamaba: le manoir de pailin, una clara contradicción con su lamentable estado actual. Sus muros rosados y el karaoke de la planta baja le daban un aspecto más agónico si cabe; era evidente que aquel sitio estaba en las últimas. En la azotea había esculturas de ciervos, a tamaño natural, que contemplaban los montes Cardamomo, y unas lámparas esféricas de cristal blanco alumbraban el balcón. En el aparcamiento vio la estatua gigantesca de un gallo y, al lado, una casa de los espíritus con figuras arrodilladas, de cabello y barba pintados de blanco. Los ancestros de aquel lugar arrasado por el viento mantenían un vínculo secreto con los campos y las montañas, visibles incluso de noche. Allí se apeó del coche y avanzó vadeando hasta un vestíbulo decrépito. Tiritaba y tenía el sombrero empapado. Las chicas lo miraron con un aire de desprecio. Mientras fotocopiaban su pasaporte y le sellaban los impresos, se sentó en una butaca de cuero junto a varias peceras, y desde allí vio el salón vecino, con numerosas columnas rojas cubiertas de espejos. Hombres de negocios vietnamitas o chinos cantaban espantosamente en el karaoke adyacente. Las chicas llevaban faldas de seda con broches y coqueteaban con los hombres para que les pusieran una canción. Se trataba de un tema de los Bee Gees, «How Deep is Your Love». Se le acercó una empleada para acompañarlo a su habitación de la tercera planta. Mientras subían la escalera, sus olores respectivos entraron en un contacto embarazoso. —¿Vacaciones? —preguntó ella, como si fuese la única palabra inglesa que conocía. —Trabajo. Era la palabra que solía concluir todas las conversaciones. —Cerramos semana que viene —dijo la empleada con tristeza. Entraron en la habitación. El mismo olor lo impregnaba todo. «Está bien», se dijo, como si pudiera hacer algo al respecto. La joven le mostró cómo funcionaban algunos interruptores y se marchó. Él encendió el aire acondicionado, se desnudó y se dio un baño tibio con la precaución de dejar las luces encendidas, pues aquel paraíso de cucarachas imponía respeto. Fumó sus tres últimos cigarrillos tailandeses y se planteó si tendría el valor o la energía suficientes para salir en busca de un casino. Tampoco había mucho más que hacer allí. Los otros extranjeros que habían cruzado la frontera —casi todos tailandeses—, o bien volvían enseguida a Tailandia, o bien continuaban hasta la capital, a tan sólo cinco horas de distancia. La gente sólo se quedaba en Pailín si tenía una buena razón. Por tanto, debería ocurrírsele alguna, aparte de contar con sólo cien dólares en el bolsillo. Aunque ésa era una razón, a fin de cuentas... Abrió su bolsa, sacó una camisa de vestir barata y la adecentó con la plancha que había encontrado en el armario. Si se afeitaba y se ponía un poco de aceite en el pelo, tendría un aspecto casi presentable. A las nueve y media bajó al vestíbulo y pidió un taxi para ir a uno de los casinos de Phum Psar Prum. Los chicos de la entrada, ataviados con sus uniformes de «seguridad», llamaron al taxi en cuanto lo vieron salir con aquella camisa deslucida y los bolsillos repletos de dólares americanos. «Casinos», dijo al conductor, y al añadir que no sabía cuál, se produjo una serie incomprensible de consultas. Por fin, el taxista lo llevó al edificio imponente que había visto unas horas antes, el Diamond Crown. Era absurdo desplazarse durante cuarenta minutos para luego tener que volver, pero no le importaba. Cualquier cosa era preferible a un karaoke o una habitación vacía. El magnífico Diamond dominaba la aldea que lo rodeaba. Tenía un jardín delantero de palmeras altísimas y, en la fachada, un cegador rótulo de neón escrito en alfabeto latino y jemer. Contornos de naipes y de mujeres doradas. Un karaoke a la derecha y un hotel del mismo nombre. En el interior, alfombras rojas, bóvedas de color azul cielo con nubes pintadas y altares chinos; ambiente chabacano y decadente. Las mesas eran de fieltro verde. Las chicas jemeres, vestidas con su correspondiente chaleco verde, lo observaron con frío interés. En un rincón, dos empleados forcejeaban con una gran alfombra enrollada. La entusiasta clientela, en su mayoría tailandesa, jugaba al póquer, el bacarrá o la ruleta. Parecían ejecutivos de tercera en un alocado fin de semana. Deambuló entre las mesas mientras se preguntaba si aquella noche —o cualquier otra— la suerte se pondría de su parte. Finalmente se decidió por una mesa de borrachos y jugó a la ruleta con apuestas de cinco dólares contra un grupo de ejecutivos tailandeses, cuyo consumo excesivo de Sang Som y Yaa Dong los había sumido en un estado de profundo sopor. No había tiempo para calcular ni pensar, y después se diría que quizá por eso había ganado. Así es como ganan siempre los novatos. Canjeó doscientos dólares, recogió sus cosas y salió a comprar unos Alain Delon. En el otro extremo del patio había un restaurante al aire libre lleno de jugadores exhaustos donde se sentó a fumar, y vio que la luna había reaparecido entre los nubarrones negros y veloces. Las luciérnagas brillaban entre los exquisitos franchipanes. Sintió que la piel se le humedecía y endurecía al mismo tiempo. Después de un par de días en la cuerda floja, cuando ya se había...



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