Osborne | El turista desnudo | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Osborne El turista desnudo


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17109-19-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

ISBN: 978-84-17109-19-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



El escritor Lawrence Osborne, pese a saber que por muy lejos que uno vaya siempre habrá un tour operator esperándolo, busca un lugar alejado de la civilización en la isla de Papúa Nueva Guinea. Y decide emprender un viaje distinto a cualquier otro: empezando por uno de los destinos más contaminados de la Tierra, como el Dubái que los jeques están transformando en un inmenso parque temático, las islas Andamán, semiderruidas por el tsunami y en proceso de reconstrucción como las nuevas Maldivas, Tailandia, vista como una enorme ciudad de la salud y del fitness, para concluir en una inmensa isla entre cielos verdes, ríos enrojecidos y volcanes en erupción, donde Osborne se encontrará desnudo y feliz en medio de una orgía tribal, no sin antes haber sabido transmitir al lector su irresistible manía de viajar a todas partes, en un mundo que estamos transformando en una terrible caricatura de nuestras propias fantasías. Lawrence Osborne disecciona las ciudades con la precisión de un cirujano y nos muestra sus tripas como nadie ha sido capaz de hacerlo hasta ahora.

Nació en Inglaterra en 1958. Estudió Lenguas Modernas en Cambridge y Harvard. Vivió en París, ciudad donde escribió su primera novela, Ania Malina (1986), y también el libro de viajes Paris Dreambook (1990). Posteriormente llevó una vida nómada; vivió en Nueva York y después en México, Estambul y Bangkok, ciudad donde reside en la actualidad. En 2010 obtuvo el Premio Napoli. Gatopardo ediciones ha publicado de este autor El turista desnudo (2017), Bangkok (2018), Cazadores en la noche (2019), Los perdonados (2020), Beber o no beber (2020), Perversas criaturas (2021) y Maldita suerte (2022). Su novela más reciente es The Glass Kingdom (2020).

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2. En Oriente Llegué a Dubái un martes por la noche. Las estrellas brillaban sobre el Golfo Pérsico y en el interior del Aeropuerto Internacional de Dubái había dos cielos visibles: uno artificial, iluminado con bombillas de colorines, y otro indudablemente real, lleno de lo que parecían supernovas. El aeropuerto es un modelo de modernidad. Las palmeras se yerguen en hileras geométricas bajo una bóveda metálica de inmensas claraboyas, sostenida por columnas de metal rodeadas de una «lluvia» de luces doradas y arcos que evocan Las mil y una noches, con cielos nocturnos y amaneceres asomando entre las ojivas. El efecto es el de una gigantesca tienda beduina con escaleras mecánicas. Los suelos son palaciegamente asépticos. Funcionarios de los Emiratos, vestidos con túnicas y turbantes blancos, los recorren silenciosamente en busca de niños, que tienen la suerte de ahorrarse las colas. La mitad de los extranjeros que esperaban en fila eran jóvenes chinas con bolsos de piel de imitación, que habían abierto sus móviles y murmuraban en cantonés. Abundaba el revoltijo de viajeros tan habitual en Oriente Medio: viajantes indios con camisas de cuadros de colores azules asombrosos; jordanos y egipcios sin afeitar, maestros de la mirada furtiva y cargados con abultados maletines; la familia británica con pantalones cortos de Marks & Spencer en busca de una semana de playa y compras libres de impuestos; prostitutas rusas vestidas con monos, y algún que otro empleado de las plataformas petrolíferas que destacaba como un soldado en medio de esta bulliciosa fiesta. El aeropuerto de Dubái, originariamente diseñado por la firma estadounidense Page and Broughton, es una pieza de orientalismo en constante evolución, perfeccionada para seducir a los diecisiete millones de extranjeros que transitan por una ciudad-estado del Golfo de apenas un millón de habitantes. Al otro lado del control de inmigración se abre una sala inmensa, la colmena de consumo típica de aquellos aeropuertos, que últimamente se han transformado en hubs o centros de conexión. Estos hubs son más que aeropuertos. Son bazares que tienen como objetivo seducir a los denominados «consumidores en tránsito» con una amplia selección de tiendas, restaurantes y bares. Son pequeñas ciudades ajenas al espacio y al tiempo, utópicos «Cualquier parte» que articulan la naciente civilización turística. Las instalaciones de Dubái eclipsan a las de cualquier hub estadounidense que se precie. Restaurantes con techos de cristal y una majestuosidad terrorífica, que admiten incluso a fumadores (lo que solía llamarse tolerancia). En las cartas hay caviar y salmón ahumado, buen café y champán razonable; todo aquello que el hub «Cualquier parte» proporciona a sus agradecidos retoños. Puedes dejar que te tomen las medidas para un traje, comprar un Maserati, comer cangrejos de caparazón blando, llenar tu apartamento de alfombras y lavar la ropa. En teoría, todo eso puede hacerse, de camino entre París y Bombay, en el espacio de dos horas. Se trata de la tercera franquicia aeroportuaria más grande del mundo, y probablemente la más hedonista. Antes de irme, me apoltroné en un bar y me tomé tres copas de Mâcon-Villages con un puro hondureño (ayuda al sueño desfasado del viajero), porque en realidad ya había llegado a mi destino. Dubái es el destino turístico mundial que crece más rápido, una puerta al nuevo Oriente Medio donde el turista blanco ha dejado de ser exótico: la gente pasa a su lado con indiferencia, echándole tan sólo un rápido vistazo para comprobar la calidad de sus zapatos. El hotel Dar Al Sondos, gestionado por la cadena Le Meridien, se encuentra en Rolla Street, en el barrio conocido como Bur. Era relativamente espartano: alojaba a rusos de viajes organizados, representantes comerciales indios y unos pocos turistas de Turquía. Alrededor del hotel había parcelas de desierto cubiertas de drinn, la hierba del Sahara, y muros que enmarcaban solares vacíos. También había arena por todas partes. Rolla es una calle de inmigrantes iraníes y también lo son sus restaurantes, en cuyos ventanales languidecían los tristes y pálidos exiliados del otro lado del estrecho, con puñados de menta en sus platos y la vista perdida en la media distancia implacablemente comercial. Los iraníes siempre transmiten una sutil sensación de enojo. Las prostitutas chinas circulan con el desparpajo habitual de las prostitutas chinas, con llamativos bolsos de «marca» y ofreciendo a sus clientes nombres como Min Min y Lucky Ann. El estado de cierta paranoia que me había atenazado nada más llegar al hotel Dar Al Sondos me resultaba inexplicable. Quizá se debiera a la súbita sensación de la soledad del viajero en un lugar donde no había nada previsto para tal eventualidad. Desde mi pequeño balcón de cemento podía observar varias ventanas de los pisos del otro lado de la calle, donde mujeres vestidas con túnicas negras se inclinaban sobre hervidores de arroz y barreños con la colada. Incapaz de dormir, me dirigí a uno de los cafés iraníes. Pronto pasé a ser uno de los pálidos hombres de los ventanales, con un puñado de menta en el plato, a quien saludaban las prostitutas chinas. Empecé a sentirme liberado. Después de meses de reclusión claustrofóbica en Nueva York, una ciudad corporativa y moralista, esta calle de Oriente parecía fresca, relajada, con un aire demencial, es cierto, pero era un aire que podía aceptar. Devolví los saludos. Circulaban Mercedes blancos que parecían barcazas, con una pequeña imagen del hotel Burj Al Arab en la matrícula y los cristales tintados. Unas puertas más abajo estaba el hotel y discoteca Imperial Suites, donde los árabes adinerados iban en busca de modelos uzbekas. En las aceras, la mayor parte de las caras masculinas eran tamiles con las manos blancas por el cemento de la construcción. Dubái es árabe sólo en un veinte por ciento y la mayoría de sus habitantes proceden de la India, un ejército de hoplitas importados que han construido los puertos, los hoteles, los bancos y los parques temáticos. Se desplazan en grupos que se quedan mirando el resplandor blanquecino de las tiendas de fotografía. Al final de Rolla había una avenida mucho más amplia flanqueada de centros comerciales dedicados a la electrónica y aparcamientos llenos de prostitutas. Doblé a la izquierda hasta el cruce de Sakhoun con Marsheer, rebosante de vallas publicitarias de marcas internacionales y «hoteles de caballeros». En el extremo más alejado vi un establecimiento con fachada de cristal llamado York Hotel, de cuya empinada escalera descendían mujeres chinas con ceñidos vestidos de raso a quienes contemplaba una multitud extasiada de hombres indios. Entré en el bar y, con la esperanza de insultar a alguien, pedí un Black Russian. Las noches de Dubái son interminables, sin principio ni fin; todo el lugar se ha concebido como un enclave feudal para contentar a los extranjeros. El bar estaba repleto de chicas rusas, y en los pringosos taburetes de la barra la tripulación de un avión ruso fumaba un narguile de latón. Un nivel más abajo había un vestíbulo surrealista que parecía sacado del Berlín de los años treinta, con putas dormidas en los sillones, y libaneses y turcos amodorrados, con sus anillos y boquillas. Arriba, una discoteca. Si se pide una habitación en el hotel, como hice yo sin perder tiempo, sonríen, apartan la vista y responden que hay que reservar con seis meses de antelación. Seguí hacia el turbulento río que divide la ciudad de Dubái en dos. Las calles son como una gigantesca cantina iluminada, atestada de tiendas de autoservicio y pequeños restaurantes indios con mesas en el exterior donde fuman los tamiles, sastrerías donde los sijs llevan sus cintas de medir alrededor del cuello y polvorientos bloques de viviendas con letreros resquebrajados. No dejaba de ser sorprendente que una ciudad tan despampanante hubiese mantenido intacta aquella sordidez vital, la misma que ejerció una «profunda fascinación» en Graham Greene durante sus paseos por Londres en la década de 1930: El lado sórdido de la civilización, de los carteles de Leicester Square, las furcias de Bond Street, el olor a verdura cocida de Tottenham Court Road, los vendedores de coches en Great Portland Street. Todo eso parece satisfacer temporalmente nuestra sensación de nostalgia por algo perdido, representar un estadio del pasado. Greene tiene razón; la sordidez es como darle un bocado al pasado, es la nostalgia por algo que se ha perdido. Nada resulta tan exasperante como el menosprecio de las guías contemporáneas por los sitios tachados de «sórdidos». ¿Sus redactores no perciben que tales lugares están invariablemente atestados? Cuando un puritano de Lonely Planet define un sitio como «sórdido», lo primero que hago es visitarlo. El río de Dubái, al que llaman Creek, es maravilloso. Estoy convencido de que antes era sórdido, pero al menos ha conservado su bullicio mercantil. Los antiguos zocos, los muros del fuerte y la mezquita siguen al pie de los embarcaderos, que ahora están limpios y un poco repulidos. El río se curva de forma pronunciada. Podría estar en Shanghái o en Suez. En el extremo más alejado, llamado Deira, se elevan los rascacielos de los bancos y los minaretes que proyectan su sombra sobre los dhows a motor y las barcas taxi rebosantes de bombillas amarillas. En el extremo norte del río pasé por una falsa aldea beduina. Había un poco de arena y un anciano soplando en una hoguera rodeado de turistas que lo fotografiaban con solemnidad. En el otro extremo del paseo marítimo, el antiguo barrio...



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