E-Book, Spanisch, 326 Seiten
Osborne Los perdonados
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17109-94-3
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 326 Seiten
ISBN: 978-84-17109-94-3
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Nació en Inglaterra en 1958. Estudió Lenguas Modernas en Cambridge y Harvard. Vivió en París, ciudad donde escribió su primera novela, Ania Malina (1986), y también el libro de viajes Paris Dreambook (1990). Posteriormente llevó una vida nómada; vivió en Nueva York y después en México, Estambul y Bangkok, ciudad donde reside en la actualidad. En 2010 obtuvo el Premio Napoli. Gatopardo ediciones ha publicado de este autor El turista desnudo (2017), Bangkok (2018), Cazadores en la noche (2019), Los perdonados (2020), Beber o no beber (2020), Perversas criaturas (2021) y Maldita suerte (2022). Su novela más reciente es The Glass Kingdom (2020).
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Capítulo 1
Avistaron África cerca del mediodía. La bruma se disipó y los yates de los millonarios europeos surgieron de la nada con banderas de Sotogrande y los destellos de sus copas y vasos. Los temporeros de la cubierta superior se cargaron los fardos al hombro, animados por la idea de volver a casa, y la ansiedad de sus rostros fue desvaneciéndose poco a poco. Quizá solo fuese el sol. Los coches de segunda mano hacinados en la bodega empezaron a calentar motores mientras los niños correteaban con naranjas en las manos. La costa africana proyectaba una energía magnética que atrapaba al transbordador de Algeciras. Los europeos adoptaron una actitud expectante.
La pareja británica que tomaba el sol en las tumbonas se sorprendió de la altitud del terreno. En las cimas se alzaban antenas blancas que parecían faros de alambre y el verdor aterciopelado de las montañas incitaba a alargar el brazo para tocarlas. Las columnas de Hércules habían estado cerca, allí donde, en realidad, el Atlántico anega el Mediterráneo. Hay lugares destinados a parecer portales que te atraen con una fuerza inevitable. El inglés, un médico de cierta edad, se protegió los ojos con una mano cubierta de vello pelirrojo.
A simple vista pudieron distinguir las serpenteantes carreteras que probablemente estaban allí desde tiempos de los romanos. David Henniger pensó: «Quizá este trayecto será más fácil de lo que creíamos. Quizá hasta sea agradable». Un altavoz próximo al mástil emitió unas notas de raï, el hip-hop parisino. Miró a su mujer, que leía un periódico español pasando las páginas con indiferencia, y luego echó una ojeada al reloj. La gente saludaba desde la ciudad cada vez más próxima, levantaba manos y pañuelos, y Jo se quitó las gafas de sol para ver dónde estaba. David admiró la franca confusión de su rostro. L’Afrique.
Fueron a tomar una cerveza al Hôtel d’Angleterre. No hacía calor y el aire todavía conservaba la humedad de la bruma recién disipada. Timadores y apuestos «guías» revolotearon a su alrededor mientras el sol impregnaba la terraza de un olor a barniz, pimienta en grano y cerveza desbravada. Un humor risueño dominaba a los expatriados desaliñados y sus correspondientes parásitos, que tomaban nueces con cáscara y ginebra fría. Fuimos los bohemios más formidables, decían sus rostros a los recién llegados, y ahora somos unos desgraciados encantadores y dicharacheros porque no nos queda más remedio.
Los Henniger habían organizado el alquiler del vehículo mediante un agente que correteaba de aquí para allá con llaves y contratos, y mientras esperaban, tomaron cervezas con granadina y cigares fritos de queso de cabra. David todavía no se había formado una opinión. Las fachadas francesas daban solidez y sombra a las calles; las chicas eran gráciles, insolentes y de mirada insinuante. No estaba mal.
—Me alegra que no nos quedemos —dijo ella, mordiéndose el labio.
—Nos quedaremos a la vuelta. Será interesante.
David se quitó la corbata. Sintió que sus ojos volvían a la vida y se preguntó si Jo notaba sus leves cambios de humor. «Me gusta. Me gusta más que a ella. A lo mejor podemos quedarnos unos días más, después del fin de semana», pensó.
De camino a Chauen no hablaron. El coche de Avis Tánger era un viejo Camry de frenos gastados y tapicería roja rasgada. David conducía con las manos enfundadas en guantes de cuero y esquivaba nerviosamente a las mujeres tocadas con sombreros de paja que infestaban el arcén guiando a sus mulas con palos. Arreciaba el calor en la larga carretera bordeada de rocas y naranjos. Ladera arriba se alzaban los suburbios, los precarios bloques de viviendas y las antenas que decoraban cualquier ciudad con unos ingresos medios. No se veía el principio ni tampoco el fin. Solo se insinuaba el olor a mar.
Todo era polvo. Siguió conduciendo obstinadamente, empeñado en salir de la ciudad cuanto antes. La luz que llevaba soportando todo el día le había cansado la vista, y la carretera se había reducido a un resplandor geométrico repleto de movimientos hostiles: animales, niños, camiones, destartalados Mercedes que llevaban treinta años funcionando.
Los suburbios de Tánger eran una ruina, pero los huertos seguían allí. Y también los limoneros y los olivos mutilados, la tenaz desilusión, las fábricas vacías y el olor de los jóvenes exasperados.
El hotel Salam de Chauen tenía vistas al río Oued el Kebir y a un desfiladero; la calle donde se encontraba, la avenida Hassan II, era una pendiente empinada que estaba llena de hoteles —el Marrakech y el Madrid también se encontraban allí— y que bordeaba los muros blancos y monacales de la ciudad. Los autocares turísticos ya habían llegado y el salón del hotel estaba repleto de parejas holandesas que devoraban huevos con cúrcuma. Los Henniger no sabían si entrar y sumarse a aquella orgía gastronómica o mantenerse al margen. Los holandeses parecían frenéticos y perturbados, como si llevasen días sin comer. David se preguntó si les darían bocadillos en aquellos autocares inmensos. Eran algo repugnantes, con sus grandes caras sonrojadas y sus fornidos adolescentes rumiando alrededor del bufé. Pero él tenía hambre.
—Comamos algo, pero no aquí —dijo animadamente—. ¿Quizá fuera, lejos de los bóvidos europeos? Me pregunto si podré beber algo que no sea una limonada Pellegrino.
Afortunadamente el Salam tenía terraza propia y no estaba demasiado concurrida. Se sentaron a una mesa con vistas y comieron tayín al limón con un Boulaouane frío. Al menos era vino, pensó David con callado agradecimiento.
—¿Te conviene beber? —preguntó Jo con suavidad.
—Es solo una copa. Una copa de meado de vaca. Esto es meado de vaca, míralo.
—No lo es. Tiene un catorce por ciento de alcohol. Vas a conducir cinco horas más.
Ella empezó a devorar las aceitunas saladas. David siempre se tomaba ese tipo de comentarios con mucha resignación.
—Me facilitará el trayecto. Sé que es el simple pretexto de cualquier alcohólico, pero es verdad.
—No debería dejarte, tonto.
—Lo haría igualmente. Las carreteras están vacías.
—¿Y qué me dices de los árboles?
Ya llevaban once años sumidos en aquella suerte de contienda: la meticulosa y perfeccionista Jo batiéndose con el malhumorado David, a quien siempre le parecía que las mujeres existían para reprimir los pequeños pecados que daban chispa a la vida. ¿Por qué lo hacían? ¿Envidiaban la curiosidad y los improvisados placeres masculinos que ocurrían a espaldas suyas? Lo cierto es que le intrigaba. Y uno podía tomárselo a risa, o no. Jo era diez años más joven que él, solo tenía cuarenta y uno, pero actuaba como una anciana institutriz. Disfrutaba regañándolo, apartándolo de pequeñas aventuras sin consecuencias, aunque acabasen degenerando en un desenlace natural. «Nunca me estamparía contra un árbol, ni en un millón de años. Ni en sueños», pensó. Jo se bebió de un trago media copa del horrible vino marroquí y David la miró, sorprendido. Ella se limpió la boca de forma desafiante. Se le sonrojó la frente y las comisuras de los labios.
—Siempre consigues lo que quieres, David. Es habitual en nosotros, ¿verdad? Siempre te sales con la tuya.
—No pongo tu vida en peligro —dijo él en un tono algo lastimero—. Eso es absurdo.
«Ya veremos si lo es», pensó Jo.
—Además —añadió él, más tranquilo—. Es una falsedad evidente. Casi nunca me salgo con la mía. La mayor parte del tiempo me limito a acatar órdenes.
Al pie del desfiladero había casas blancas con jarras de limones en salazón en sus tejados. Los perros ladraban en los palmerales cercanos, y los camareros del Salam parecían avergonzarse sutilmente de ellos. Una de las beldades holandesas flotaba en la pequeña piscina de la terraza, rotando despacio bajo las primeras estrellas mientras se miraba los dedos de los pies. David observó con meticulosa curiosidad aquellos pechos agradablemente redondeados que surcaban las aguas. La cena fue breve y práctica porque pensaban más en el viaje que tenían por delante que en disfrutar del momento presente. Él apuró el resto del Boulaouane y se limpió los dientes con un palillo. Algo en su voz no acababa de encajar.
—Me apetece dar un paseo. ¿Vamos a tomar café a la medina? Estos camareros me están deprimiendo.
La avenida Hassan II llegaba hasta la puerta de Bab El Hammar y a la medina por la encantadora plaza El Makhzen. Empezaba a anochecer...