E-Book, Spanisch, Band 421, 374 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Pagnol La gloria de mi padre / El castillo de mi madre
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19942-08-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Recuerdos de infancia
E-Book, Spanisch, Band 421, 374 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-19942-08-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Marcel Pagnol (Aubagne, 1895-París, 1974) fundó diversas revistas culturales y se inició en el teatro con una serie de exitosas comedias. Su obra en el terreno cinematográfico, inspirada en el universo narrativo de Daudet y Giono, refleja igualmente la temática costumbrista de sus propios textos. Pero son sin duda sus libros de memorias -leídos año tras año en todos los liceos y llevados a la gran pantalla- los que hacen que hoy siga siendo uno de los autores más leídos por franceses de todas las edades.
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Me acercaba a los seis años e iba al parvulario que dirigía la señorita Guimard.
La señorita Guimard era muy alta, con un lindo bigotito oscuro, y cuando hablaba se le movía nariz: sin embargo, a mí me parecía fea porque tenía la piel amarilla como un chino y grandes ojos saltones.
Enseñaba pacientemente las letras a mis compañeros, pero no se ocupaba de mí porque yo leía con fluidez, algo que ella consideraba como una impertinencia premeditada por parte de mi padre. Eso sí, durante las lecciones de canto decía delante de toda la clase que yo desafinaba y que mejor sería que me callase, cosa que yo hacía encantado.
Mientras la chiquillería se desgañitaba siguiendo su batuta, yo quedaba en silencio, tranquilo, sonriente; con los ojos cerrados, me contaba historias y paseaba a orillas del estanque del parque Borély, que es una especie de parque de Saint-Cloud, al extremo del Prado de Marsella.
Los jueves y los domingos, mi tía Rose, que era la hermana mayor de mi madre y casi tan guapa como ella, venía a comer a casa y después me llevaba, por medio de un tranvía, a aquel lugar encantado.
Allí había senderos sombreados por plátanos antiguos, bosquecillos salvajes, extensiones de césped que te invitaban a rodar por la hierba, guardianes para prohibírtelo y estanques donde nadaban flotillas de patos.
También había, en aquella época, cierta cantidad de gente aprendiendo a montar en bicicleta: con la mirada fija, los dientes apretados, huían de pronto del profesor, cruzaban el sendero, desaparecían en los matorrales y volvían a aparecer con la máquina colgada al cuello. Era un espectáculo no carente de interés y yo lloraba de risa. Pero mi tía no me dejaba mucho tiempo en aquella zona peligrosa: me llevaba a rastras —yo mirando hacia atrás— hasta un rincón tranquilo, a la orilla del estanque.
Nos sentábamos en un banco, siempre el mismo, ante un macizo de laureles, entre dos plátanos; ella sacaba una labor de punto de su bolso y yo iba a dedicarme a los asuntos propios de mi edad.
Mi principal ocupación era echar pan a los patos. Esos estúpidos animales me conocían bien. En cuanto les mostraba un mendrugo, su flotilla venía hacia mí, palmoteando, y yo empezaba mi distribución.
Cuando mi tía no me miraba, mientras les decía con voz suave palabras cariñosas, también les tiraba piedras con la firme intención de matar a alguno. Aquella esperanza, siempre frustrada, constituía el encanto de esas salidas y, en el tranvía chirriante del Prado, me estremecía de impaciencia.
Pero un hermoso domingo me sorprendió dolorosamente encontrar a un señor sentado en nuestro banco. Su cara era rosa palo, tenía un grueso bigote castaño, cejas pelirrojas y bien provistas, grandes ojos azules, algo saltones. En sus sienes, algunos hilos blancos. Como además leía un periódico sin imágenes, lo clasifiqué de inmediato en la categoría de los ancianos.
Mi tía quiso llevarme a otro campamento, pero yo protesté: era nuestro banco, que se fuera el señor.
Fue cortés y discreto. Sin decir palabra, se deslizó hasta el extremo del asiento y colocó a su lado el bombín, sobre el que estaba posado un par de guantes de cuero, señal indiscutible de riqueza y de una buena educación.
Mi tía se instaló al otro extremo, sacó su labor y yo corrí, con mi bolsita de pan, hacia la orilla del estanque.
Elegí en primer lugar una piedra preciosa, del tamaño de una moneda de cinco francos y maravillosamente cortante. Por desgracia, un guardia me estaba mirando: la escondí en mi bolsillo y empecé mi distribución, con palabras tan agradables y afectuosas que no tardé en encontrarme frente a todo un escuadrón colocado en semicírculo.
El guarda —un remolón— me pareció estar poco interesado en el espectáculo: se dio sencillamente la vuelta y se marchó a paso lento. Al punto saqué la piedra y tuve la alegría —y cierta preocupación— de alcanzar en la cabeza al viejo padre pato. Pero en lugar de zozobrar y hundirse —como yo esperaba—, el tipo duro cambió de rumbo y huyó palmoteando, con grandes gritos de indignación. A diez metros de la orilla, se detuvo y se volvió hacia mí: de pie en el agua y aleteando me lanzó todas las injurias que sabía, respaldado por los gritos desgarradores de toda su familia.
El guardia no andaba lejos: corrí a refugiarme junto a mi tía.
Ella no había visto nada, no había oído nada, no estaba tejiendo: conversaba con el señor del banco.
—¡Oh, qué niño más adorable! —dijo él—. ¿Cuántos años tienes?
—Seis.
—¡Si parece de siete! —dijo el señor.
Después elogió mi buen aspecto y decretó que tenía unos ojos realmente preciosos.
Ella se apresuró a aclarar que yo no era su hijo, sino el de su hermana, y añadió que no estaba casada. Tras lo cual el amable anciano me dio diez céntimos para ir a comprar «obleas» al puesto que estaba al final del sendero.
Me dejaron mucho más libre que de costumbre. Aproveché para ir adonde los ciclistas. De pie en un banco —por prudencia— asistí a algunas caídas inexplicables.
La más tremendamente cómica fue la de un viejo de al menos cuarenta años: haciendo graciosas muecas, arrancó el manillar de la máquina y cayó de pronto de lado, sin dejar de agarrar con todas sus fuerzas las manillas de caucho. Lo levantaron, cubierto de polvo, con los pantalones rotos en las rodillas y tan indignado como el viejo pato. Yo ya esperaba una batalla de mayores cuando mi tía y el señor del banco llegaron y me llevaron lejos del grupo vociferante, porque era hora de volver.
El señor tomó el tranvía con nosotros: hasta nos pagó los billetes, pese a las tremendas protestas de mi tía que, para mi sorpresa, se había puesto toda colorada. Entendí, mucho más tarde, que se sintió como una auténtica cortesana porque un señor aún desconocido había pagado quince céntimos por nosotros.
Lo dejamos en la última parada y nos hizo grandes gestos de saludo, con el bombín en la mano.
Al llegar a la puerta de nuestra casa, mi tía me recomendó —en voz baja— que nunca hablase a nadie de aquel encuentro. Me dijo que aquel señor era el dueño del parque Borély, que si decíamos una sola palabra sobre él se enteraría seguro y nos prohibiría volver. Cuando le pregunté por qué, me dijo que era un «secreto». Me encantó conocer si no un secreto, al menos su existencia. Lo prometí y cumplí con mi palabra.
Nuestros paseos por el parque se hicieron cada vez más frecuentes y el amable «propietario» siempre nos esperaba en nuestro banco. Pero era muy difícil reconocerlo de lejos, porque nunca llevaba el mismo traje. Unas veces era una chaqueta clara con un chaleco azul, otras una chaqueta de caza con un chaleco de punto; incluso lo vi en chaqué.
Por su parte, mi tía Rosa ahora llevaba una boa de plumas y un pequeño tocado de muselina bajo un pájaro azul con las alas abiertas que parecía estar incubando su moño.
Tomaba prestada la sombrilla de mi madre, o sus guantes, o su bolso. Reía, se sonrojaba y cada día estaba más guapa.
En cuanto llegábamos, el «propietario» me dejaba primero con el hombre de los burros, en los que cabalgaba durante horas, después con el del ómnibus tirado por cuatro cabras, luego con el encargado del tobogán: yo sabía que tanta generosidad no le costaba nada, puesto que todo el parque le pertenecía, pero estaba igualmente agradecido y orgulloso de tener un amigo tan rico y que me demostraba un amor tan grande.
Seis meses más tarde, jugando al escondite con mi hermano Paul, me encerré en la parte de abajo del aparador, tras haber apartado los platos. Mientras Paul me buscaba en mi cuarto y yo aguantaba la respiración, mi padre, mi madre y mi tía entraron en el comedor. Mi madre decía:
—¡Pero es que treinta y siete años es bastante viejo!
—¡Vamos, mujer! —dijo mi padre—. Yo cumpliré treinta a finales de año y todavía me considero un hombre joven. ¡Treinta y siete años es la flor de la edad! Y Rose tampoco tiene dieciocho.
—Tengo veintiséis —dijo la tía Rose—. Y, además, me gusta.
—¿Qué hace en la Prefectura?
—Es subdirector de oficina. Gana doscientos veinte francos al mes.
—¡Eh, eh! —dijo mi padre.
—Y tiene unas pequeñas rentas que le vienen de su familia.
—¡Oh, oh! —dijo mi padre.
—Me ha dicho que podíamos contar con trescientos cincuenta francos al mes.
Oí un largo silbido y mi padre añadió:
—Pues bien, mi querida Rose, ¡te felicito! Pero ¿es guapo, por lo menos?
—¡Oh, no! —dijo mi madre—. Guapo, lo que se dice guapo, no es.
Entonces yo empujé bruscamente la puerta del aparador, salté al suelo y grité:
—¡Sí! ¡Sí que es guapo! ¡Es guapísimo!
Y corrí hacia la cocina y cerré la puerta con llave.
A raíz de aquellos acontecimientos, el propietario vino a casa un día, acompañado por la tía Rose.
Mostraba una gran sonrisa, bajo las alas de un bombín que era de un negro lustroso. La tía Rose estaba toda rosa, vestida de color rosa de pies a cabeza, y sus ojos brillaban detrás de un velo azul sujeto al borde de un canotier.
Volvían de un corto viaje y hubo besos y abrazos: sí, el propietario, ante nuestros ojos estupefactos, ¡besó a mi madre y luego a mi padre!
Después me agarró por las axilas, me levantó, me miró un momento y dijo:
—Ahora me llamo tío Jules, porque soy el marido de...